La democracia como ilusión de los precarizados
Precariedad puede significar riesgo y, sobre todo fragilidad e incertidumbre. La pérdida de seguridad y el anclaje en el hoy como presente aislado, sin futuro ni pasado. Borrado cualquier lazo antiguo como la solidaridad, la identidad de clase, el espacio laboral que se esfuma y los semejantes que se funden en la competencia por sobrevivir.
Se apunta al neoliberalismo, a la globalización, a la vaguedad, señalando transnacionales, multimillonarios, agencias financieras internacionales y los gobiernos como los causantes de la calamidad. Ocioso resulta discernir si debe ir primero la denuncia o el posible remedio, porque éste lleva directamente a la imposibilidad de volver al pasado. Ese pasado que por un irrefrenable impulso nostálgico se idealiza en la construcción de una supuesta sociedad de instituciones sociales protectoras, donde el pleno empleo y un floreciente mercado interno cubrían las expectativas de aquellas sociedades.
Los deprimentes ejemplos del socialismo realmente existente, y las intentonas revolucionarias que engendraron los movimientos de liberación nacional, sólo fueron el cimiento de esta incertidumbre que hoy ahoga a los sectores sociales involucrados en las tensiones de la vida política.
Recuperar parece ser la divisa de los precarizados. Recuperar un supuesto, pero qué importa si no hay más que eso. Imperceptiblemente, la globalización ha perfeccionado un procedimiento mediante el cual los precarizados jurarán que han encontrado un maravilloso camino para aliviar sus desventuras. Su nombre: ciudadanismo, que algunos malévolos tachan de ideología, pero que una vez que se analiza, según aconseja alguien tan alejado de la política como el Banco Mundial, sus beneficios están a la vista: los excesos del capitalismo pueden ser enfrentados con el ejercicio de la democracia; tal ejercicio supone reforzar las instituciones, es decir, el Estado, con lo cual se posibilita el acceso de las mayorías por medio de sus representantes, al nivel de las decisiones que hacen posible las políticas de promoción y mejoramiento sociales. Pero, todo ello, a condición de aceptar la democracia como valor universal, fuera del tiempo, como el dios de los cristianos, como la gran ontología. Tal vez algunos objetarán replicando que puede haber una democracia socialista, una democracia popular, una democracia indígena, la democracia sindical, etc., etc., pero esto sólo reafirmará que la democracia es una abstracción, una expresión antropológica arrancada de la historia y aceptada por los precarizados de hoy.
¿Y qué democracia viene a la mente? Sin duda la que se deriva de las prácticas institucionales de los Estados Unidos, porque nadie en su sano juicio sostendría que valen los ejemplos de las “democracias socialistas”, o de algún país periférico. De esa nación también procede el sueño del Estado benefactor, aquel cuyos frutos del fordismo alimentó una clase trabajadora que despertaba la envidia en el extranjero.
Esta democracia, para su funcionamiento, exige la existencia de dos o más opciones (ofertas) sobre resolución de problemas a un electorado, cuya decisión, por medio del voto, dará lugar a uno o más representantes. La resolución de los problemas, queda a criterio del representante, pues su elección, cuyo fin es legitimarlo, lo exime del compromiso desde el momento en que ingresa a una institución (congreso, presidencia, etc.), cuyas reglas y prácticas responden a otros intereses que nada tienen qué ver con el ciudadano que votó.
Significa entonces que la democracia se concentra en el acto de elegir y legitimar prácticas políticas, reforzando el papel de las instituciones, en especial del aparato estatal. Sus condicionamientos son igualmente claros: sólo al ciudadano compete la democracia, pero éste debe tener ingresos, pagar impuestos, para exigir servicios y obras de infraestructura necesarios para reproducir el sistema democrático. Queda de este modo cubierta la sociedad por una especie de paraguas llamada Estado de derecho, que quiere decir normas y leyes de aplicación general, garantías de propiedad, seguridad y tribunales honestos y expeditos. Se dirá, “sí, en Estados Unidos; sí, en Holanda; sí, en Alemania, ¿pero en México? Bien, pues esa es encomienda de los precarizados.
En la democracia no existen las clases formalmente. No hay obreros, campesinos, capitalistas, desempleados, excluidos, ni gente que se muere de hambre. Un hecho instantáneo, ridículo, que es emitir un voto, recubre todos los intereses que reproducen y alimentan este sistema, bajo la invocación de la palabra mágica: democracia.
La democracia se encuentra ubicada junto a los otros productos de la Modernidad: el Estado, el mercado, los partidos políticos, el sistema de justicia, etc. La precarización que impulsa la globalización exige un ciudadanismo especial. El proceso iniciado en la década de 1980 con sus reformas estructurales, sobre todo la laboral, amplió hasta el desastre el desempleo y la exclusión social dividiendo a la población mundial en dos bandos. El deslinde ciudadano que tanto apoya el Banco Mundial preconiza el olvido de lo social, convirtiendo a los no rentables en seres sin futuro. Pero el mismo sistema ciudadano de la globalización depende de los movimientos de los capitales y de su reproducción. El ciudadano de hoy, mañana podría ser un excluido no rentable, aunque posea estudios, experiencia, etc.
La disyuntiva que se presenta no es alentadora: se cuestiona el sistema imperante como proceso histórico, o se reseña cómodamente el recambio generacional de seres que no saben que giran interminablemente alrededor de una especie de noria.
México, marzo de 2008.