El inalienable derecho a ofender

Son extraordinarias las ocasiones en las que me he encontrado interpretando el papel de abogado del diablo, señor Juez, y ésta en particular, debo confesar ante su ilustrada presencia, es una que ejecuto con particular entusiasmo.

De pie saludo respetuosamente a los espectadores en la tribuna que ingenuamente creen que son otros y no ellos a quienes deben temblar las rodillas por el esfuerzo de mantenerse estáticos al borde de la viga que los sostiene sobre el vacío, pero solo temporalmente antes que la soga que tienen enredada al cuello sustituya violentamente dicha función.

Me anticipo a las expresiones de sorpresa con el correspondiente llamado al orden por parte de Su Señoría y exhorto a la tribuna guardar silencio ante esta declaración, porque ninguno de los tres acusados es mi defendido.

He de recapitular la presentación de los inculpados y la exposición de acusaciones para quienes acaban de llegar interrumpiendo este solemne Juicio.

Un jugador de fútbol, un cardenal católico y un merolico cristiano han sido acusados de profanar la dignidad de su prójimo, el herético acto señalado ha sido cometido a través de signos, palabras, mensajes, expresiones que han calado con punzante ofensa los inexpugnables sentimientos de otras personas.

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Tal como puede ser apreciado en la espalda del primero de los acusados, pelotero de nacionalidad chilena, el numeral que lo identifica en su playera como parte de su equipo deportivo ha sido alterado, de modo tal que la forma del signo que representa al número “uno” asemeja al contorno de los límites geográficos de lo que fue el territorio de Palestina antes de la partición impuesta por la Organización de las Naciones Unidas en 1947. El acusador es un conglomerado de organizaciones judías en Chile y ante las chillantes quejas propias de mercaderes avaros peleando por el valor de descuento de una moneda desgastada, los dueños del deporte han vociferado: “debe castigarse al equipo porque estamos en contra de cualquier forma de discriminación política, religiosa, sexual, étnica, social o racial”, en resumen, el signo con la forma de mapa, resulta una ofensa contra los judíos que debe ser reprimida y castigada porque es una afrenta al derecho sobre la tierra que les fue prometida por la deidad imaginaria que ellos adoran.

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Señalo ahora al segundo de los acusados, el cardenal español Fernando Sebastián Aguilar, máximo representante en esa tierra de la institución religiosa que es más famosa por lavar dinero y abusar sexualmente de niños, que por gestionar favores divinos para hacer posibles los milagros curativos. Este hombre de fe expresó en días recientes durante una entrevista concedida al diario Sur, de Málaga, que la homosexualidad “es una deficiente sexualidad que se puede normalizar con tratamiento“. Eso provocó la irritación de asociaciones de homosexuales y lesbianas en toda la península ibérica quienes han exigido castigo ejemplar contra el ofensor cuyas palabras “atentan contra el derecho fundamental a la dignidad y a la no discriminación“.

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Por último, llamo su atención al merolico cristiano, charlatán de monte, orador iletrado y poco inteligente Josué Pérez, pastor de los rebaños de borregos de la organización religiosa “Jesucristo Esperanza Segura“, quien ha publicado a la vista aérea de los ofendidos, una consigna rechazando la “legalización de iniciativas de ley (sic) que van en contra de los mandamientos de Dios“, refiriéndose a los temas del “aborto, matrimonio gay, legalización de la marihuana, etc. (sic)”, porque de acuerdo a su libro sagrado, “la paga del pecado es la muerte“. El mensaje, que es espectacular por sus dimensiones, no por su sabiduría, ha ofendido a muchas personas, voceros de organizaciones civiles han acusado que esas palabras, la manifestación de esas ideas, son “violatorias de derechos humanos” y que “atentan contra los derechos de las personas a optar por un matrimonio entre las parejas del mismo sexo” (sic). La ofensa fue proferida, y el castigo es demandado.

He aquí, Señor Juez y tribuna somnolienta, a estos tres acusados y sus repulsivas palabras y sacrílegos signos. Éste es mi caso, que ellos no son mis defendidos, que no han sido acusados de hacer otra cosa que expresar palabra o imprimir signo y que no puede asignarse culpa ni castigo si no es que primero aceptamos los siguientes extremos necesarios:

Que todos somos iguales. Que la ofensa es una expresión pronunciada por un sujeto, que significa ante el entendimiento de otra persona un desprecio o una humillación. Que es derecho de las personas no tener esa sensación de humillación o desprecio, que no les sean causadas molestias en sus sentidos por las expresiones de otras personas. Que el ofendido puede obtener satisfacción por la ofensa recibida haciendo que el Estado castigue al ofensor y lo reprima de repetir la conducta e inhiba a otros de expresar ideas que puedan ofender a terceros. Que la censura es, de hecho, el mecanismo idóneo para salvaguardar a las personas de ser ofendidas. Que cualquiera puede llegar a ofender porque cualquiera puede ser ofendido.

Si es que este tribunal ha de dictar sentencia culpando o absolviendo a los acusados de haber cometido ofensa en contra de cualquier persona, deberá admitir las premisas anteriores, y sin excepción alguna decretar su validez para todo el universo de individuos, ideas y expresiones que existan porque si convenimos que todos somos iguales, no tiene más o menos derecho uno que otro para ser defendido ante una ofensa ni resultar impune o castigado con mayor severidad que otros por ofender.

Ahora voy a dar un paso adelante, asumiendo que la audiencia y los lectores de la apresurada transcripción de estas palabras me siguen todavía, y voy a afirmar que alcanzar tan gloriosa meta sería la envidia del más despiadado y malévolo dictador, ya que significaría la extinción de la comunicación y el fin del conocimiento porque sería inhibido cualquier intento de exponer ideas ante el terror de cometer ofensa contra cualquier persona en cualquier lugar en que se encuentre.

Así lo que expongo, Su Señoría y párvulos libertos en la tribuna, que los acusados no son a quienes defiendo, estoy de pie aquí para enfrentarme y luchar contra cualquiera que se atreva, en cualquier momento, a decidir por mí qué palabra es la que puedo o no leer, escuchar o palpar. No permitiré que ningún progresista o reaccionario, grises aspirantes a dictadores, tiendan sobre mi una red, que cubran mis ojos, aten mis manos o que tapen mis oídos.

No seré seducido, comprado o intimidado con la promesa de que mi palabra o la palabra de quienes piensan como yo escapará a la censura, y solo mis detractores y antagonistas sufrirán los castigos. No concibo guerra más importante que la resultante contra el totalitarismo, ni enemigo más peligroso que quienes con gesto iracundo o con sonrisa amable, se impongan o se ofrezcan a ocupar el trono desde el que se ordene a quién se le permite hablar y quién se ordena callar.

Esta ha sido la exposición de mi caso y esta es la advertencia que hago: más que no contar conmigo para la imposición de los designios de autoridad censora alguna, cuenten conmigo como uno más de los enemigos contra quienes ustedes fallarán en derrotar.