El fin de la política
El fin de la política
Tesis sobre la crisis del sistema de regulación de la forma de la mercancía
Por Robert Kurz
Original alemán: «Der Ende der Politik«, en Krisis 14, Horlemann Verlag, Bad Honnef, 1994. Versión italiana: «La fine della politica», en La fine della politica a l’apoteosi del denaro, Manifesto Libri, Roma, 1997. Versión portuguesa, en www.planeta.clix.pt/obeco, 15 de septiembre de 2002. Traducción portugués-español para Pimienta Negra: R.D., septiembre de 2002.
1.
La autoconciencia de la modernidad desarrollada en Occidente deshistorizó y ontologizó sistemáticamente desde la Ilustración las formas propias de la socialización y sus conceptos. Esto vale para todas las corrientes de la historia de la modernización, incluyendo la izquierda y el marxismo. La falsa ontologización se refiere en último término a los conceptos básicos de «economía» y «política». En vez de reconocer ese par de conceptos como específico de la modernidad basada en la producción de mercancías, los impone a todas las sociedades premodernas (y futuras) como supuesto ciego y lo adjudica a la existencia humana como tal. La ciencia histórica indaga entonces cómo habrá sido la «economía» o la «política» entre los sumerios, Egipto o en la llamada Edad Media. Así, no sólo se pierde básicamente la comprensión de las sociedades premodernas, sino también la comprensión de la propia sociedad moderna.
Las sociedades premodernas tenían un «proceso de metabolización con la naturaleza» (Marx), pero no «economía»; tenían conflictos internos y externos, pero no «política». En la propia tradición e historia occidentales, de las cuales provienen tales conceptos, ellos significan originalmente algo del todo diverso de lo que significan hoy, tal vez incluso lo contrario. No había una esfera «económica» socialmente diferenciada, mucho menos en la condición de dominante; y no había tampoco, en consecuencia, criterios «económicos»: diferenciarlos analíticamente y considerarlos determinantes es tarea post festum de la conciencia moderna, con lo que se dificulta la comprensión de la naturaleza de las formaciones históricas investigadas. Lógicamente, no había ninguna esfera «política» diferenciada, mucho menos como complementaria de la economía, y no había tampoco, por tanto, ningún criterio «político» propio. Las cuestiones comunes seguían criterios enteramente distintos. Esas relaciones tampoco pueden ser descritas con los conceptos modernos de espacio «público» y «privado»; mucho del supuesto espacio público premoderno era «privado» en nuestro sentido y viceversa.
El problema es solucionable diciendo lo que hemos de hacer con formas de universalidad social sustancialmente diferentes. La «universalidad abstracta» de las sociedades premodernas, o sea, de las culturas agrarias avanzadas, estaba determinada esencialmente por un sistema fetichista cuyos vestigios son calificados hoy como «religión». En el sentido moderno, sin embargo, este concepto se refiere ya a una esfera diferenciada (complementaria marginalmente de las esferas de la «economía» y de la «política»), en tanto que el momento religioso de las sociedades premodernas abarcaba la reproducción de la propia vida. Aunque suene como pura paradoja a una conciencia moderna, es preciso decir que la religión encerraba en sí la «economía» y la «política» y no podía, por tanto, ser «religión» en el sentido moderno (diferenciado). La religión no era una «superestructura ideológica», sino la forma básica de mediación y de reproducción, tanto en lo referente a la naturaleza como a las relaciones sociales. Esto no significa, claro está, que las personas viviesen del maná celestial. Mientras la sociedad no toma conciencia de sí misma, el proceso de apropiación de la naturaleza, en cuanto proceso humano y social, tiene que pasar por un sistema ciegamente supuesto de codificación simbólica. En la situación de inconsciencia de sí mismo, el hombre, en gran parte desligado de las codificaciones genéticas, necesita de una forma social de universalidad abstracta para poder actuar como sujeto. La constitución inconsciente de tal universalidad abstracta puede ser llamada (con Marx) fetichismo.
Pero las constituciones históricas fetichistas son numerosas: su sucesión (si es posible hablar así) configura una metahistoria y no puede ser explicada por el esquema de base y superestructura, ni por la oposición materialismo-idealismo. El propio «materialismo histórico» de Marx cae aquí en una falsa ontologización de las problemáticas específicamente modernas. Conceptos económicos como «sobreproducto» o «modo agrario de producción» no pueden ser puestos como la base o la causa de la universalidad abstracta y premoderna que tiene la forma de la religión; del mismo modo, además, que la universalidad abstracta de la modernidad no puede ser deducida de la pura y simple materialidad de las fuerzas productivas industriales. En ambos casos, estamos ante distintas codificaciones simbólicas fetichistas que no es posible determinar directamente en términos «materiales», sino que representan siempre una relación con la naturaleza en que emergen tanto momentos «materiales» como «ideales».
Al contrario que la forma religiosa de la premodernidad, la universalidad abstracta en las sociedades modernas está determinada por la forma de la mercancía. La moderna constitución fetichista ya no es la constitución religiosa de la sociedad, sino algo totalmente diverso: es mercancía y dinero, dinero que es capitalizado «productivamente», fundando así una nueva forma de universalidad social. Esta novedad no es atenuada por el hecho de que mercancía y dinero existieran también en sociedades premodernas, o, más precisamente, por el hecho de que en esas formas sean reconocibles relaciones de intercambio similares. Pero no fue sólo en el aspecto de tales formas hoy definidas como «económicas» que ocurrió un cambio fundamental en la modernidad, por medio de la capitalización «productiva» del dinero (englobando ahí la relación con la naturaleza): el propio peso de aquellas formas en la codificación simbólica de la reproducción social se modificó de modo decisivo. Si en las sociedades premodernas la mercancía y el dinero permanecían como un momento marginal en el interior de la universalidad social determinada por la religión, en la modernidad, por el contrario, es la religión la que constituye un momento marginal en la universalidad social determinada por el dinero y por la mercancía –universalidad ésta que se muestra por tanto comparativamente «secularizada». Las etapas del proceso de transformación de una situación fetichista en otra pueden ser reconstituidas históricamente.
Todas las formaciones sociales constituidas fetichísticamente, esto es, basadas en la propia inconsciencia y en las «leyes de reproducción» social producidas ciegamente de una «segunda naturaleza», contienen necesariamente un rasgo de dualismo absurdo y de «esquizofrenia estructural». De hecho, la escisión de la conciencia humana, por un lado, en conciencia relativa a la «primera naturaleza» y, por otro, en inconsciencia en cuanto a la constitución de la propia «segunda naturaleza» social e histórica, debe manifestarse en las expresiones, actitudes, instituciones, reflexiones, etc., del «sujeto» que tiene su origen en esa contradicción. La esquizofrenia estructural es, sin embargo, mucho más pronunciada en la modernidad basada en la producción de mercancías (y sólo así ésta puede ser reconocida) que en las culturas avanzadas premodernas. La razón de ello reside en la cualidad específica de la forma social de la mercancía, que crea una diferenciación mucho más fuerte que la de la constitución de las sociedades fetichistas premodernas.
La antigua constitución religiosa rozaba directamente todos los aspectos de la vida y unía a la sociedad mediante un conjunto de tradiciones fijas, sólo difícil y lentamente alterables. La religión estaba presente en todo de manera inmediata, por el hecho de determinar de raíz el código social (a diferencia de la «religión» actual); se trataba de una forma difusa de universalidad abstracta que yacía como una nebulosa sobre la conciencia social. Todas las cosas debían estar fundadas directamente en la religión. Con todo, esa inmediatez difusa de la religión hacía que ésta se manifestase también en una variedad superficial; la envoltura superficial de la universalidad abstracta era por así decir más suelta (por ejemplo, en las formaciones paraestatales), lo que de ninguna manera contradice el carácter firmemente arraigado de la «segunda naturaleza» como tal.
Por su parte, la constitución moderna en forma de mercancía no aparece inmediatamente como una totalidad, sino que está mediada por «esferas» diferenciadas y aparentemente autónomas entre sí (un campo dilecto del análisis descriptivo para la teoría de los sistemas funcionalista e históricamente ciega, tipo Luhmann). La forma de la totalidad (mercancía y dinero) aparece al mismo tiempo como «esfera funcional» particular de la llamada economía; o sea, la totalidad bajo la forma mercancía tiene que mediarse primero consigo misma a través de su «volverse otro» (el verdadero fundamento social de toda la construcción hegeliana). Por eso, la esquizofrenia estructural ya no puede estar difusamente dispersa como en la constitución religiosa premoderna, sino que tiene que manifestarse como separación de esferas funcional («economía» y «política»), y de ahí como separación institucional.
La universalidad abstracta tendencialmente inmediata, difusa y relajada, que resultaba de la estructura religiosa profunda y comportaba una totalidad poco diferenciada del proceso vital y social, se escinde por tanto con la transformación moderna de la constitución fetichista en un sistema de esferas separadas, en el que la forma de la mercancía total se media consigo misma. La esquizofrenia estructural ahora institucionalizada hace aparecer las esferas separadas en la forma de pares antagónicos lógicos e institucionales, en los cuales el nexo mediador se manifiesta en la superficie, sin dejar huellas de su génesis. Del mismo modo en que la totalidad en la forma de mercancía se disocia en el antagonismo estructural «individuo-sociedad», el espacio social en el antagonismo «público-privado» y la vida cotidiana en el antagonismo «trabajo-tiempo libre», así también el nexo funcional de esa totalidad se escinde en el antagonismo «economía-política».
Al contrario que en las sociedades premodernas, el «proceso de metabolismo con la naturaleza» ya no es codificado por tradiciones de tipo religioso, sino por el proceso de abstracción de la forma de la mercancía: transformación del contenido material y sensible de la reproducción en «cosas abstractas», cuya forma fenoménica es el dinero indiferente a aquel contenido. La universalidad social ya no se presenta directamente, a través de la constitución religiosa y de las tradiciones que de ahí nacen (la única forma posible de mediación, en ese caso, es la fuerza directa), sino mediada por el mecanismo del mercado, que abarca progresivamente toda la relación con la naturaleza. El nexo social ya no representado y codificado directamente por la tradición y por la fuerza, sino sólo indirectamente por la mediación del mercado, es incapaz, sin embargo, de sustituir completamente el nexo fundado en la tradición y en la fuerza.
Paradójicamente, por la propia separación recíproca típica de la forma de la mercancía, los hombres dependen mucho más de las relaciones sociales en el «proceso de metabolismo con la naturaleza» de lo que dependían en la sociedad premoderna, caracterizada en este aspecto por pequeñas unidades autárquicas de reproducción. La sociedad de la mercancía, que por su lógica tiende a una especialización siempre creciente en la relación con la naturaleza, representa sólo indirectamente una socialización superior, o sea, de modo invertido, en la propia forma fenoménica de la «desocialización», por medio del mecanismo ciego y sin sujeto del mercado. Como las mercancías no pueden ser por sí sujetos y como por tanto en la relación de las mercancías los individuos de esa «socialización asocial» (en sí absurda) tienen, sin embargo, que relacionarse entre sí secundariamente de modo directo, debe formarse el subsistema de la «política» donde son tratadas tales relaciones directas secundarias. Por el propio grado más elevado de socialización –todavía determinado por una fuerte separación y desconexión de las personas, ahora sólo indirectamente mediadas entre sí en las relaciones con la naturaleza– surge una necesidad de regulación muy superior a la de la sociedad premoderna, necesidad que es transferida a la esfera funcional separada de la «política».
El espacio institucional de la esfera funcional (primaria, indirecta) de la «economía» es el mercado; el espacio institucional de la esfera funcional (secundaria, directa) de la «política» es el Estado. En la moderna constitución fetichista basada en la forma de la mercancía, el Estado es así algo completamente diverso de las sociedades premodernas, tal como las demás categorías sociales falsamente ontologizadas. El aparato estatal asume las funciones de regulación de la producción totalizada de mercancías (derecho, logística e infraestructuras, relaciones externas, etc.), y las decisiones al respecto tienen que pasar de un modo u otro por el «proceso político» y por la esfera correspondiente. En conjunto, se puede decir que la universalidad abstracta ya no se extiende en cuanto totalidad inmediata como una nebulosa sobre la sociedad, sino que, al ser una totalidad mediada, se escinde en la base en privado y público, mercado y Estado, dinero y poder (o derecho), economía y política.
El individuo socializado asocialmente (que por eso se siente a sí mismo como polo abstracto opuesto a la «sociedad») se convierte así en el punto de intersección de dos series opuestas: privado-mercado-dinero-economía, por un lado, y público-estado-poder/derecho-política, por otro. Tal oposición no es sólo complementaria, sino abiertamente antagónica, ya que a partir de ambas series se desarrollan intereses opuestos. Lo que en el plano privado surge como positivo, como virtud y motivación, se revela en el plano público como negativo, como vicio y desmotivación. El interés en la ganancia constante de dinero es antagónico al derecho o a determinados aspectos del derecho, mientras que el interés del mismo sujeto en la mayor seguridad jurídica posible es antagónico a la ilimitada ganancia de dinero. De la misma manera, el interés por el dinero es en sí internacional y sin fronteras, en tanto que, en interés de la propia autoafirmación, tiene que someterse al mismo tiempo al interés nacional del Estado, etc.
La reducción del «concepto de política» a un antagonismo amigo-enemigo elaborado por Carl Schmitt obtiene, así, derechos de verdad, aunque sin duda no en el sentido de su inventor. La definición última de la «política» como distinción amigo-enemigo es sólo la exteriorización de una contradicción estructural que late en lo íntimo del propio sujeto determinado por la mercancía. Los individuos, tal como los sujetos institucionales de la sociedad de la mercancía, son para sí mismos al mismo tiempo amigos y enemigos, dos almas que se enfrentan ininterrumpidamente en su pecho. La esquizofrenia estructural característica de todas las sociedades fetichistas sólo se agravó, diferenció e institucionalizó en la constitución de la modernidad bajo la forma de la mercancía. Así, ella se encamina hacia una prueba histórica decisiva: cuanto más se desarrolla en su propio terreno el sistema productor de mercancías, tanto más se escinde interiormente el sujeto humano que le sirve de soporte, revelándose como espantosa duplicidad de «homo oeconomicus» y «homo politicus«.
2.
La escisión del sistema productor de mercancías en las esferas funcionales de la «economía» y de la «política» se convirtió en una de las principales fuentes de las luchas y antagonismos ideológicos de la modernidad. Ambos polos de la oposición interna llegaron a su complementariedad antagónica dotados cada uno de su identidad. Sin embargo, la oposición ideológica entre «liberalismo económico» y «estatismo» se mantuvo encubierta durante mucho tiempo por los conflictos en el interior del polo «estatista» o «politicista». Este hecho se explica sobre todo históricamente. En efecto, no sólo estamos ante un antagonismo estructural en el interior del sistema productor de mercancías, sino al mismo tiempo ante el antagonismo de este sistema como tal con la antigua constitución premoderna y sus tradiciones, sus poderes y sus fuerzas. Desde el Renacimiento hasta bien adentrado el siglo XX, la historia del sistema productor de mercancías fue también la historia de su afirmación; sólo a partir del final de la Segunda Guerra Mundial (o, en sentido estricto, a partir de los años 80) podemos considerar como definitivamente eliminados los últimos restos y escorias, o incluso los simples recuerdos, de la constitución premoderna.
En esta historia, la contradicción interna fue necesariamente recubierta y deformada por las contradicciones de la afirmación, esto es, por el modo en que el moderno sistema fetichista se constituyó y formuló su conflicto interno como conflicto externo con el antiguo sistema. En esta perspectiva histórica, el polo estatista y politicista pudo prevalecer, puesto que tenía una doble función: por una parte, como una de las dos polaridades internas del sistema capitalista; por otra, como oposición externa del sistema a la constitución premoderna de la sociedad agraria estamental. La esfera funcional directa de la «política», desde el punto de vista inmanente al sistema, meramente secundaria, recibió así un papel adicional con las revoluciones burguesas, que fueron esencialmente «políticas», pues tenían que imponer directamente y en conflicto institucional con el antiguo sistema una nueva forma de inconsciencia, al tiempo que por el lado de la «economía» el proceso de transformación se efectuaba con espontaneidad y, por así decir, por ósmosis.
A partir de esta situación histórica nació el énfasis de la política. El carácter secundario de esta esfera fue ignorado o incluso invertido en su contrario: el «primado de la política» y sus diversas celebraciones surgen como reflejo del nivel de desarrollo desigual en las diversas regiones, países y continentes. En otras palabras, la «política» se convirtió en un modo de afirmación del sistema productor de mercancías contra las resistencias y atrasos premodernos; sólo así pudo asumir ésta su énfasis característico, del todo injustificado en su papel inmanente al sistema. Por eso, durante mucho tiempo la oposición polar verdaderamente interna al sistema no fue el patrón de formulación de los conflictos; antes bien, el problema interno de la contradicción y el problema externo de la modernización se reprodujeron y se amalgamaron en el interior del polo «político» como antagonismo entre derecha e izquierda, en una metáfora del orden de los asientos tomada en préstamo a la Convención revolucionaria de París.
El predominio del polo político y su modo de manifestarse prevalecientemente como alternativa izquierda-derecha en el interior de la esfera política se alimentaba a su vez de dos fuentes. Por un lado, los poderes de la antigua constitución decadente y las figuras de propagación temporales aún inmaduras, a ser superadas cada vez (o más precisamente, múltiples combinaciones y amalgamas, siempre de nuevo disueltas, de la antigua y de la nueva formación fetichista), estaban obligadas a afirmarse, para su defensa, en el terreno propio de lo nuevo y en sus configuraciones funcionales. El resultado era inevitable, lo que no impedía la repetición de conflictos muchas veces largos y tenaces. Dicho de otra manera: los antiguos poderes a ser desmantelados fueron obligados a surgir a la arena como «partidos políticos» (o como su forma embrionaria, sucedáneo, remedo, etc.) y contribuyeron así involuntariamente a la creación de la esfera funcional moderna de la «política», así como a la forma antagónica de la automediación del moderno sistema productor de mercancías.
La oposición izquierda-derecha interior a la política reproducía de este modo, en términos típicos o ideales (en la empiria histórica, por supuesto, siempre «impuros» y atravesados por vectores contradictorios, entrelazados, incluyendo los de la propia constitución innovadora), la oposición externa del sistema en desarrollo a la sociedad premoderna o incluso a sus predecesoras. La «izquierda» era entonces la vanguardia radical del nuevo sistema, y por tanto de la revolución burguesa; la «derecha», a su vez, el partido de la tradición y del establishment correspondiente; los «moderados» eran relativamente «de izquierda» frente al establishment y relativamente «de derecha» frente al partido de la modernización radical. En la confusión ideológica de esta constelación, la oposición al nuevo sistema, que presentía sus propias deficiencias y catástrofes, puede ser ambiguamente de «derecha», sin perjuicio de aparecer en otro punto de vista (posterior) como de izquierda, caso de Balzac y sobre todo de los románticos, que fueron utilizados para los fines de autolegitimación por los más diversos críticos posteriores. Institucionalmente, a esta constelación correspondía un sistema partidario aún no desarrollado, en la medida en que a través de los «partidos» se transparentaban los viejos estamentos y sus corporaciones representativas, a veces en posición dominante.
La segunda fuente del énfasis de la política (y del antagonismo interior a la política) vino de la contienda acerca de las formas de modernización de los elementos funcionales del propio sistema moderno. Aquí se confrontaban posiciones que pueden ser descifradas como reacciones polarizadas de un sistema de referencias idéntico, cuyos elementos se formaron de modo no contemporáneo y contradictorio. Para poder desarrollarse, el sistema productor de mercancías tuvo que romper las fronteras de la antigua sociedad en dos direcciones: por un lado, como superación de la multifacética cerrazón local, a través de la constitución de economías y Estados nacionales; por otro, como superación de la estupidez social, por medio de la constitución de la democracia y del Estado social. Ambos momentos se condicionaron mutuamente, pero en el transcurso de su desarrollo se distribuyeron de manera diversa o hasta antagónica en el interior del esquema izquierda-derecha.
La derecha obtuvo preponderancia en lo referente a la nación, a medida que, en el interior de la esfera política naciente, la oposición izquierda-derecha dejaba de representar la lucha entre la nueva y la vieja constitución y era reformulada en el propio terreno del nuevo sistema. Si el énfasis en la formación nacional en el período entre la Revolución Francesa y 1848 era aún modulado por la izquierda y cargado de contenidos liberales o socialistas, como ápice de la lucha contra la «derecha» de los secuaces de Metternich y su absolutismo, el centro de gravedad del nacionalismo se desplazó de ahí en adelante cada vez más hacia la derecha, a medida que la sociedad mercantil evolucionaba y creaba su propia derecha (ahora sí, verdaderamente «política). El nacionalismo de derecha a su vez no podía entusiasmarse tan fácilmente con la construcción de la democracia y del Estado social. Esto no significa de ninguna manera que tales instituciones no estuviesen integradas también por la derecha; desde la legislación social de Bismarck hasta los programas sociales de fascistas y nacional-socialistas, la derecha política conservó siempre, a pesar de todo, una tendencia estamental básica, enriquecida por una ideología elitista, corriente esta que jamás pudo verse completamente libre de las escorias reaccionarias, disfuncionales frente al moderno sistema productor de mercancías.
La izquierda, por el contrario, logró preponderancia en el campo de la democracia y del Estado social, a los que envolvió en un aura metafísica (como hizo la derecha con la nación). El énfasis en la «democratización» surgió como marca registrada de la izquierda, que adoptó el pathos de la revolución burguesa, saturándolo con la «cuestión social». Ni la democracia ni el socialismo de izquierda pudieron sin embargo desposarse sin reservas con la ideología nacional, pues el conflicto gestionado por la «izquierda», que acompañaba a la «democratización» y a la «socialización», al ser esencialmente un conflicto interior a la sociedad nacional de la mercancía en formación, parecía poner en cuestión parcialmente a la nación y al estado nacional como elementos unificadores. En tanto que la gestión de la ideología nacional por la «derecha» daba forma a la voluntad de autoafirmación externa (contra otras naciones y contra otros «intereses nacionales») y tenía que orientarse, por tanto, más hacia la «unidad interna» (aunque coercitiva). Pero así como la derecha política no estaba privada de su momento social y democrático (o, en términos irónicos, socialdemócrata), tampoco la izquierda faltó al momento nacional e ideológicamente nacionalista, como se comprobaría con el entusiasmo socialdemócrata con la Primera Guerra Mundial y con los elementos nacionales en las revoluciones burguesas de los retrasados históricos (Unión Soviética y Tercer Mundo). Con todo, el elemento nacional siempre encontró ciertas reservas en la izquierda –aunque a veces casi inefables–, en virtud de la orientación básica de tenor democrático y socialista. A causa de estas reservas, la ideología nacional nunca pudo ser movilizada con tanta fuerza y repercusión como en la derecha.
En el conjunto de esta constelación, que correspondió a un estadio avanzado del ascenso del sistema productor de mercancías (a partir de finales del siglo XIX), se afirmó un sistema partidario más desarrollado, que duraría hasta mediados del siglo XX. El esquema izquierda-derecha sólo entonces adquirió sus propios contornos en el contexto de la nueva constitución. Se puede hablar al respecto de una «era de la ideología» y de una «ideologización de las masas», que fueron entonces arrancadas de sus lazos estamentales y de la economía de subsistencia por el ascenso de la forma de la mercancía total. Los partidos de base aún estamental fueron sustituidos por partidos ideológicos que representaban intereses completamente traducibles ahora en la forma de la mercancía; sólo en estos partidos la política alcanzó su propia esencia, como modo de imposición de la nueva constitución; sólo con ellos fue elaborada una verdadera esfera política de toda la sociedad.
La fase ascendente, lejos entonces de estar terminada y superada, ya no se hallaba relacionada sólo con la moldura institucional externa, sino con la propia forma del sujeto en cuanto tal; y no solamente con una élite, sino con las masas en formación. Si la universalidad social en la constitución religiosa premoderna estaba encarnada exclusivamente por la élite respectiva, en la medida en que la masa le estaba sometida de modo secundario, en la configuración moderna de la forma de la mercancía, sin embargo, la masa tenía que ser directamente abarcada. Al carácter naturalmente inmediato de la relación premoderna con la naturaleza correspondía una existencia secundaria, mediada y personificada de la universalidad social; inversamente, a la moderna relación con la naturaleza, ya no directa sino mediada por la forma de la mercancía, tenía que corresponder el carácter inmediato de la universalidad fetichista de la sociedad en la forma del sujeto ahora común a todos, sin ninguna particularidad social. Pues una vez desvinculados los productores de la relación inmediata con la naturaleza y una vez transformados en unidades de gasto de cantidades de trabajo abstracto, también la universalidad abstracta se transformó, de una nebulosa omnipresente pero difusa de la conciencia típica de la constitución religiosa, en una totalidad también omnipresente pero rígida del dinero y de su autovalorización.
Pero como la autovalorización del dinero –como «forma de representación» fetichista del trabajo abstracto convertido en ciego objetivo tautológico de la sociedad– sólo es posible con la mediación del mercado, esto es, que sólo puede «realizarse» en actos de compra y venta en masa, incluyendo a todas las personas sin excepción, fue preciso así, en contraste radical con la sociedad premoderna, imponer también una forma de sujeto sin excepción para todas las personas, forma ésta homogénea, «igualitaria» y presa dictatorialmente del dinero. La realización de la autovalorización fetichista del dinero, de hecho, sólo es posible por medio del acto «libre» de la voluntad de los hombres como sujetos totales de la compra y la venta. Tal necesidad no es compatible ni con los lazos tradicionales ni con la restricción a una élite del «sujeto depositario» de la forma fetichista de la universalidad. El ascenso de la nueva constitución, dominada por el fetichismo de la mercancía, surge así, en retrospectiva, como liberación de las coacciones de la constitución religiosa, como énfasis del igualitarismo y del «libre arbitrio»; sin embargo, desde la perspectiva futura, ello se revela como oscurecimiento ideológico, pues este nuevo igualitarismo de la forma del dinero total genera no sólo nuevas diferencias sociales y nuevos fenómenos mucho más brutales de pobreza y de despojamiento de todos los medios de producción, sino también nuevas y no menos brutales coerciones. El «libre arbitrio» no es de ninguna manera «libre» en relación a sus leyes compulsivas, a las que las potencialidades y carencias humanas no son menos sacrificadas que en la constitución fetichista premoderna. La antigua sumisión a la tradición religiosa y a sus personificaciones es sustituida simplemente por la sumisión (incluso más desesperante) al poder impersonal y cosificado del dinero y de sus «leyes», que, como las tradiciones religiosas de la premodernidad, son aceptadas ciegamente como leyes naturales.
Durante el ascenso del moderno sistema fetichista y productor de mercancías, a cada grado de su desarrollo, estas correlaciones incomprendidas suscitaban nuevas producciones ideológicas y una nueva transformación de la esfera política que se formaba. La sustitución de la política del siglo XIX, todavía impregnada por los estamentos, y del correspondiente sistema partidario aún inmaduro, por la ideologización de las masas y su enfática inserción en la política –la socialdemocracia marxista fue la precursora y protagonista de esa tendencia, que entonces empezó a ser cada vez más incorporada por la «derecha»– correspondía, por tanto, no sólo a la lógica interna del moderno sistema fetichista, sino también a su problemática específica de ascenso desde finales del siglo XIX. La transición «fordista» hacia la producción en masa, concluida en Europa con la Primera Guerra Mundial (al fin del conflicto el continente podía decirse motorizado) exigía como consecuencia lógica el paso al consumo de masas de mercancías producidas capitalísticamente y, con ello, a la democracia política de masas, fuese cual fuese su forma fenoménica. Quizás les escandalice a los fetichistas de la democracia, pero de esa «democratización» y consecuente politización de las masas también formaron parte los regímenes fascista, nacional-socialista y estalinista, en la medida en que promovieron la movilización técnica, ideológica y «destradicionalizante» de las masas, que es el supuesto de la mercancía total y de la democracia consumada.
La democratización no es más que la completa sumisión a la lógica sin sujeto del dinero. Una vez que las masas alcanzaron ese estadio, que al poco tiempo se empezó a cerrar globalmente después de la Segunda Guerra Mundial, la esfera de la «política» fue obligada, otra vez, a alterar sus modos de agregación. La movilización politicista de las masas, que en las regiones más atrasadas del mundo celebraba aún algunas victorias («movimientos de liberación» del Tercer Mundo), empezó a convertirse en disfuncional en las sociedades mercantiles más avanzadas. Las masas habían alcanzado ya plenamente la fase de «ganadoras de dinero» y ya no necesitaban ser movilizadas compulsivamente o estimuladas ideológicamente para ello. Así, después que el sistema fetichista moderno completara casi por completo su historia de ascenso tras la Segunda Guerra Mundial y se volviera idéntico a sí mismo, el propio furor ideológico tuvo que desaparecer y por la fuerza de las cosas paralizarse el énfasis politicista. Desde este punto de vista, el movimiento de 1968 puede entenderse también (aunque no se agote en ello) como la última conmoción superficial del impulso democratizante y politicista. La lógica profunda del sistema hacía mucho tiempo que apuntaba a la «desideologización» y a la «despolitización» (por lo menos en el sentido tradicional del concepto enfático de política).
El propio sistema partidario siguió necesariamente esa transformación. Los partidos perdieron el aspecto ideológico recién adquirido y se convirtieron en los llamados «partidos populares», o sea, conglomerados de intereses y clientelas pautados por la forma de la mercancía, en los cuales los sedimentos de los antiguos estamentos, de las clases sociales y de las ideologías de la difunta fase ascendente del sistema son visibles ahora sólo dentro de contornos difuminados. Así llegó la moda de la ideología de la ausencia de ideología, cuyo contenido es el consentimiento mudo, ciego y sin reservas a los criterios ahora maduros del fetichismo de la modernidad. Con el derrumbe del socialismo de Estado, con el fin de la descolonización (cuyo último acto fue probablemente África del Sur) y con la unificación negativa del sistema productor de mercancías en «one world» total, quedó concluida definitivamente la transformación de la esfera de la «política» en esfera «no-ideológica».
Tal vez los politicistas tradicionales, tanto de izquierda como de derecha, lamenten este hecho cada uno a su modo, pero obviamente no se puede volver atrás. Mientras los de «izquierda» lloran de nostalgia por la democratización que les fue infundida ideológicamente, los de «derecha» no pierden la oportunidad de desdeñar el chato «espíritu de tendero» y recuerdan con añoranza los tiempos en que la política aún era un monstruo marcial con bandera en ristre, en marcha contra los cañones. A su vez, los «realistas» sin distintivo político ni patria se consideran en sintonía con el tiempo, con el mundo y con la modernidad realizada cuando rinden homenaje al estéril «carácter de concertación» de una «política» ahora desencantada, proclamándolo como el mejor legado y la conclusión lógica de la racionalidad occidental.
3.
Sin embargo, con la conclusión histórica del sistema que se volvió sistema mundial total, sólo se volatilizó el momento enfático de la «política», agotado en cuanto ligado al ascenso del sistema y a partir de ahora rebajado a mera función inmanente. Así pues, al desaparecer la doble función de la esfera política, salta a la vista por primera vez el antagonismo polar de las esferas funcionales «economía» y «política» en que el sistema productor de mercancías debe mediarse consigo mismo. Cuanto más se evaporaba el excedente ideológico de la fase de ascenso y aparecía en su desnudez obscena el yermo fin en sí mismo de la valorización del valor, despojado de su brillante ropaje ideológico, tanto más se hacía patente el carácter dependiente y secundario de la esfera funcional política. La «política» tiende a reducirse de forma cada vez más abierta y unidimensional a la política económica. Del mismo modo que en las sociedades premodernas todo tenía que estar fundado religiosamente, así también hoy todo debe ser fundamentado económicamente. Basta oír cómo el término «economía de mercado» adquiere un tono litúrgico en la boca de todos los idiotas históricos a partir de 1989, desde el presidente norteamericano hasta los ex comunistas rusos, pasando por el Partido Verde alemán. Algo es bueno porque ayuda y es útil «a la economía de mercado», y es loable utilizar todas las cosas muertas y vivas para la economía de mercado.
Y del mismo modo que en los anteriores estadios de formación del sistema el antagonismo izquierda-derecha estuvo representado por legitimistas y republicanos o por socialistas y fascistas, así también éste se halla ahora representado por keynesianos y monetaristas, por radicales del mercado e intervencionistas. El antagonismo izquierda-derecha interior a la política, que antes parecía autónomo y primario en relación con la economía y que oscurecía el antagonismo entre las esferas de la «economía» y de la «política», está ahora completamente «economificado»: ambas partes se orientan en términos de «política económica». Esta situación sólo fue plenamente realizada después de 1989. Obviamente no cayó del cielo, pues el proceso social ya se encaminaba en esa dirección, a creciente velocidad, desde el fin de la Segunda Guerra Mundial y fue observado mucho antes. Saber cómo crear nuevos «puestos de trabajo» y fomentar el crecimiento, o saber si la coyuntura debe ser impulsada por la oferta o la demanda, inflama ahora los cerebros en la misma medida en que antes lo hacía la cuestión de saber si sólo los contribuyentes o también los desposeídos tenían derecho a votar, si una guerra era justa o injusta, o cuál sería la mejor manera de servir a la «patria». Resulta claro que los antiguos antagonismos político-ideológicos siguen presentes, pero sólo como envoltorios vacíos, gastados y descoloridos. Incluso el neonazi no justifica ya sus exigencias económicas en nombre de la raza, sino que, por el contrario, basa su racismo en intereses económicos.
La vehemencia político-económica explica también por qué la esfera política como tal no puede desaparecer con el fin histórico de la fase ascendente del sistema productor de mercancías y dar lugar a una «concertación» socioeconómica directa de intereses en la forma de la mercancía. No es la «política» como tal la que desaparece con la conclusión de la afirmación del sistema, sino su doble función y el énfasis aparentemente autonomizado, sus ropajes ideológicos, etc. Lo que permanece, en cuanto inevitable e ineliminable en la base del sistema, es la «política» como función secundaria del proceso continuo de automediación de la forma de la mercancía ahora incontestada, ubicua y total. El hecho de que la política quede como un residuo resulta del carácter fetichista de este proceso. La universalidad abstracta de la modernidad –duplicada en las formas (primaria) de dinero y (secundaria) de Estado–, o sea, la «Volonté Générale» como «dios» sin sujeto de la socialización inconsciente, exige aquellas esferas de automediación. Justamente porque el dios de la forma de la mercancía total no es un efectivo sujeto exteriorizado, sino un producto histórico en las cabezas de las personas, el cual sin embargo les impone todas las acciones históricas, justamente por eso ellas tienen que ejecutar la automediación del sistema sin sujeto, aunque a través de la esquizofrenia de su propio pensamiento y acción; tienen que ayudar al dios quimérico y actuar como el otro de sí mismas. La «política», ahora totalmente desnuda y desencantada, continúa por tanto siendo una esfera funcional imprescindible en el campo del sistema.
La necesidad de la esfera funcional de la «política», descrita aquí en términos teóricos, puede ser también expuesta desde la perspectiva de la acción inmanente. Primero, los diversos intereses que tienen la forma de la mercancía no pueden por sí mismos ser directamente «concertados» hasta asumir formas aceptables. Eso significaría que sujetos de hecho capaces de entender y de querer, conscientes de su sociabilidad, se relacionan comunicativamente y deciden directamente sobre la utilización de recursos sensibles y materiales; sin embargo, en ese caso ya no se trataría de sujetos configurados por la forma de la mercancía. Desde la perspectiva del interés constituido, por el contrario, ninguna decisión es posible cuando faltan las condiciones marginales y la «tercera» instancia. Si la sociabilidad se resolviese en una unilateral institución socioeconómica y todos los portadores de funciones en la forma de la mercancía se encontrasen sólo inmediatamente en cuanto «sindicados» en sus intereses especiales, entonces nada más se podría concertar, ya que no habría una instancia para el criterio común (de la Volonté Générale). Eso sería el regreso a la fuerza bruta y, así, a la rápida disolución de toda la estructura. La «concertación» tiene que ocurrir dentro de un sistema de reglas imperativas (derecho), cuya fijación no puede darse en el mismo plano en el que se desarrolla el conflicto de intereses en la forma de la mercancía; al contrario, debe pasar a través de la esfera funcional opuesta de la «política».
Segundo, la esfera político-estatal no es solamente necesaria como «árbitro» de los intereses en conflicto y de por sí no mediados, sino también como portadora de aquellos recursos que, como infraestructuras, se volvieron condiciones generales de todo el proceso de valorización, sin poder valorizar directamente el dinero. Así, tales agregados no pueden ser abandonados a las furias del interés particular, pues ninguna instancia particular de valorización pondría a disposición voluntariamente dinero suficiente para los faux frais de todo el sistema, y los recursos obtenidos por una simple «concertación» entre los intereses particulares jamás podrían ser atraídos en cantidad suficiente. Tanto como «árbitro» del conflicto de intereses y depositario de la forma jurídica, cuanto como administrador de las infraestructuras, el Estado permanece así imprescindible para el sistema como «capitalista colectivo ideal». En este sentido, la esfera de la «política», como forma de automediación del sistema, no puede desaparecer.
Después de la desmistificación histórica de la «política», se revela hoy su carácter secundario y dependiente, aunque continúe siendo necesaria. La política es una simple forma de mediación de algo que la trasciende, sobre lo cual ella, «como política», no tiene poder autónomo; así, la forma de la mercancía como tal y su ley de movimiento quedan fuera del «libre arbitrio» de los sujetos de la mercancía como también, lógicamente, de la forma «política» de la voluntad, que es sólo una forma derivada. El Estado es la síntesis de los intereses particulares y, por tanto, un «capitalista colectivo ideal», pero no en el sentido de que pueda alcanzarse una meta-voluntad, que tendría a la «economía» como base, sobre la cual podría efectivamente actuar de forma «libre», limitado solamente por la cantidad y por la calidad de sus «medios de poder». Esta fue la ilusión politicista y estatista alimentada durante la historia del ascenso hoy concluido. Si en esta fase la «economía» pudo aparecer como «politizada», hoy por el contrario es la «política» la que aparece forzosamente como «economizada». Con ello se restablece la verdadera relación en el campo del sistema productor de mercancías.
En esta coyuntura, vivimos también la derrota histórica del aparentemente incorruptible paradigma de la izquierda sobre el «economicismo». Su fundamento conceptual es un sofisma elemental: la forma de la mercancía como forma de la totalidad es confundida con la superficial esfera funcional de la «economía», en la cual mercancía y dinero actúan y aparecen inmediatamente de modo empírico; la forma de la mercancía, en la verdad total, aparece entonces reducida como mera «economía», sobre la cual la «política» tendría capacidad de intervención autónoma y decisiva. En rigor, deja de haber entonces un concepto del todo, o sea, la totalidad mediada se disocia conceptualmente en «economía» y «política», que no pueden (al menos de forma coherente) ser reconocidas como esferas funcionales derivadas de algo idéntico y superior; o incluso el propio concepto del todo es distorsionado en el sentido politicista («capitalismo» como falso concepto del «poder» entendido subjetivamente). De manera irónica, la usual «crítica al economicismo» de la izquierda argumenta ella misma en términos «economicistas», toda vez que atribuye simplemente la forma de la mercancía a la esfera funcional visible de la «economía», en vez de reconocerla como forma de la totalidad que encierra también la esfera de la «política». La oposición entre la «economía» y la «política» ya no puede ser entonces comprendida como el conflicto inherente a la forma de la mercancía y a su constitución fetichista, que resulta del problema de su automediación, sino sólo como oposición exterior y no mediada, que abre el camino (igualmente usual) a la hipostatización de la política por parte de la izquierda.
El verdadero secreto de esta hipostatización es la total incapacidad de todas las tradicionales formas de la «izquierda» para llegar a abordar siquiera el problema de una superación de la forma de la mercancía. En el fondo, la «crítica del economicismo» siempre fue una huida de este problema; así se saltaba rápidamente hacia la «política». En vez de la superación de la forma de la mercancía, que ni siquiera podía ser pensada, surgía una variante cualquiera de regulación «política», que debería ejercer el control político sobre la forma de la mercancía ontologizada y reducida a esfera funcional de la «economía». La hipostatización del concepto de democracia forma parte, generalmente, de esta concepción. El capitalismo, entendido en términos absolutamente reducidos, debía ser superado no por medio de la superación de la forma fetichista moderna, sino por su «democratización» y «politización». Esta campaña politicista de la izquierda, totalmente ideológica e inconsciente con relación a la verdadera constitución del sistema, era complementada por una hipostatización inversa también politicista del poder estatal capitalista, considerado capaz de una autonomía en relación a su «base económica», de una relación instrumental con esta última y de una posición general de mando. La izquierda, así como quería absurdamente superar el capitalismo de forma «política», ignorando el carácter sistémico inmanente de la esfera funcional política, así también infló al adversario, al Estado capitalista y sus depositarios políticos, como meta-sujeto y presunto demiurgo de todo el proceso. Esta imagen de un enemigo «superior» no iba más allá de la superficie funcional, pues la crítica no ahondaba hasta el núcleo del modo de producción capitalista.
La idea de la dirección político-estatal sobre la «economía» (no superada y aún en la forma de la mercancía), sea como un poder revolucionario o reformista del «trabajo», sea como un centro imperialista de mando, deambuló siempre con nuevas variantes por las teorías del movimiento obrero, del marxismo y de la izquierda. Esa concepción englobó a los dos campos del cisma entre socialdemócratas y comunistas; se encontró tanto en Lenin como en Hilferding, aunque bajo formas diversas. En la teoría de Adorno y Horkheimer sobre el «Estado autoritario», acompañada en términos de economía vulgar por las investigaciones de Friedrich Pollock, esa idea alcanzó un nuevo apogeo, aunque con una tónica pesimista. Se juzgó que el Estado había puesto definitivamente bajo su control el proceso de valorización y el mecanismo del mercado, de un modo negativo, «equivocado» y autoritario, y los había transformado en un sistema planificado y jerárquicamente estructurado.
Por más que esa concepción sea comprensible bajo el influjo directo del nacional-socialismo, no deja de constituir un error teórico fundamental. El modo estatal y politicista de afirmación del sistema, entre cuyos depositarios estaba el propio nacional-socialismo, fue confundido con la lógica estructural del sistema y con su perfeccionamiento. El mismo error se halla también en el «obrerismo» de extrema izquierda (Negri y otros), donde ya es, históricamente, menos perdonable; y, por fin, ese mismo equívoco surge aún en el esfuerzo de Habermas y de los teóricos posmodernos (Baudrillard), en los cuales la «teoría del valor» de Marx o incluso el «valor» en general se da como «superado». Estas posiciones no reconocen el potencial de crisis del proceso de valorización o creen devotamente en los simulacros fantásticos del «capital ficticio». Todo el nuevo radicalismo de izquierda más reciente está profundamente enredado en ese paradigma teórico groseramente erróneo, cuyas raíces históricas, en gran parte, es ya incapaz de reconocer.
La crítica de la izquierda al «economicismo», por tanto, sólo se explica por el excedente politicista de la historia de la fase ascendente burguesa; y con ello la propia izquierda (y el «izquierdismo» en general) se revela como un mero elemento de esa fase, como un polo en el interior de la constitución moderna, y no como su crítica. Tal crítica está aún por hacerse y no se la puede formular desde el punto de vista de la izquierda tradicional. La angustia burguesa de la crítica al «economicismo» se explicita a partir del nexo funcional inmanente. La supuesta autonomía de la «política» es desmentida ya por el hecho de que la esfera política no dispone de ningún medio propio de influencia. Todo lo que el Estado hace por intermedio de la política, tiene que hacerlo por medio del «mercado», esto es, en la forma del dinero. De hecho, cada medida y cada institución tienen que ser «financiadas». El problema de la «financiación» hace naufragar toda la autonomía de la «política», inclusive la llamada autonomía «relativa», tan evocada por la izquierda (incluso esa frase hecha fue, la mayoría de las veces, una profesión de fe en la irresuelta crítica de la economía de Marx; en realidad, la izquierda trató siempre la supuesta autonomía de la «política» como absoluta).
La dependencia de la «política» de la financiación de sus medidas y, de tal manera, de la forma del dinero del mercado es absoluta, ya que la esfera política y estatal no puede crear dinero autónomamente. Siempre que el Estado intenta reclamar para sí la competencia para la emisión de moneda, eso ya constituye un momento de colapso del sistema: el funcionamiento de las prensas de la Casa de la Moneda y la producción de «dinero sin sustancia», o sea, la emisión estatal improductiva de dinero, es siempre castigada con la hiperinflación ruinosa para el sistema. Lo absurdo es presentar esa supuesta intervención de la seudoemisión estatal de dinero como «medida saneadora», como intenta casualmente el radicalismo politicista de izquierda. Por el contrario, la inflación es el propio término de rendición de la esfera política en el terreno para ella intangible de la forma de representación del «valor». La quiebra definitiva de la «política» en este terreno, hecho recurrente en la historia, nunca fue, en tal sentido, superada o aplazada mediante medidas políticas, sino siempre y únicamente a través de un avance histórico ulterior de la valorización del dinero, independientemente de toda «política».
Esta limitación del Estado revela la verdadera impotencia de la esfera política; en efecto, éste sería el punto decisivo en el que la autonomía de la «política» y de la capacidad de mando del Estado debían ponerse a prueba. El Estado, por tanto, sólo puede recaudar recursos para financiar todas sus medidas por medio de procesos exitosos de valorización que el mercado media. Su función de recoger los tributos y el autoritarismo conexo lo hacen parecer, al ojo histórica y estructuralmente desarmado, como el comandante de todo el proceso, mientras que, de verdad, es literalmente apenas el «ministro» (servidor) del fin en sí mismo fetichista, a cuyo ciego movimiento permanece irremediablemente entregado. Todas sus deliberaciones, decisiones y leyes, por cuya «configuración» se bate el proceso político, aparecen ridículamente ineficaces cuando su financiación no se ha «ganado» regularmente en el proceso de mercado.
Esto vale, por último, para los propios medios de poder. También los tanques, aviones y sistemas electrónicos militares tienen que ser obviamente financiados antes de ser utilizables; y viceversa, el proceso de valorización, las leyes de mercado y los mercados financieros no se dejan impresionar en lo más mínimo por unidades especiales o especialistas en tortura, por portaaviones o ejércitos en marcha. Así se pone de manifiesto, también en la relación empírica de las dos esferas funcionales, «economía» y «política», la verdadera proporción de pesas que nunca dejó de regir, aunque haya podido ser encubierta momentáneamente por la nube de polvo levantada durante el ascenso del sistema. Solamente por medio de los ciegos impulsos sistémicos de acumulación real se puede crear un espacio de acción para la «política». El carácter de totalidad de la forma de la mercancía relega a la política a una figura funcional subordinada y sometida, lo que aparece como su dependencia de la «economía». No hay un dualismo por resolver entre dinero y poder: el poder sólo puede ser el «ministro» del dinero. Con esto, de hecho, el poder –y también la esfera funcional de la política– queda desenmascarado como la forma fenoménica de la totalidad fetichista, dominado por la forma de la mercancía social. La «política», por su esencia, no puede organizar los recursos humanos y naturales, aunque sea la esfera de la comunicación social directa; tal comunicación, de todos modos, no es «libre» ni abierta, sino que está enclaustrada en la codificación ciega de la forma de la mercancía y de sus «leyes», que siempre se anteponen, como cuasi-leyes naturales inconscientes de la «segunda naturaleza», a todas las leyes jurídicas conscientemente creadas de la esfera estatal y política.
Esta desgraciada circunstancia hace prevalecer sobre todo una corriente que, como «liberalismo» o «liberalismo económico», acompañó desde el principio la historia del moderno sistema fetichista. Su credo es la «libertad de los solventes»; «libre curso para ciudadanos libres», por así decir. El liberalismo fue inicialmente, en correspondencia con el nacimiento revolucionario y «político» del sistema, una avalancha contra los antiguos poderes, en gran parte aún premodernos. Al mismo tiempo, sin embargo, llevaba en sí un impulso «antipolítico», en cuanto antiestatal (de ahí también cierto parentesco del liberalismo radical con el anarquismo, ambos igualmente aferrados a la forma de la mercancía); así, demostró ser el paradójico depositario político del polo contrario a la política en general, o sea, de la esfera funcional «económica» disociada. Por eso el liberalismo, en la fase ascendente con su retórica politicista, traspasó el lema a los politicistas de izquierda y de derecha: a los socialistas y «comunistas», nacionalistas, «conservadores», fascistas, etc. En el interior de la esfera política, que en verdad le era bastante sospechosa, se mantuvo como un cuerpo extraño tan marginado como los antiguos monárquicos y partidos de la nobleza, aunque por razones diametralmente opuestas. Si estos últimos corporizaban los estertores del pasado premoderno, el liberalismo, a su vez, representaba el núcleo «económico real» –en cierto modo, la totalidad oculta de la forma de la mercancía social, que todavía debía afirmarse históricamente en la sociedad; aun así, en la apariencia superficial y en la concepción ideológica, encarnaba el automovimiento de la «economía» contra las instancias de regulación de la «política».
Bajo esta perspectiva, el liberalismo ostentó una posición ideológica central tanto al principio como al final del proceso de modernización –desde la invisible hand en la teoría de Adam Smith hasta el liberalismo tardío de hoy, que se infiltró en todos los partidos. Si el antiguo liberalismo era forzosamente él mismo «político», hoy su paradoja se invierte: representa el criterio «económico» en la «política», y se vuelve el fermento general (ya no limitado únicamente a los partidos liberales) de la economificación de la «política». La «libertad económica» por él propagandizada es, superficialmente, apenas la libertad subjetiva y destructiva de los «solventes»; en rigor, detrás de ella asoma la «libertad» salvaje de la forma fetichista desencadenada, monstruosa y sin sujeto, de la cual el liberalismo es el agente directo en la «política». Su credo completamente «economicista», en el fondo ya formulado por Adam Smith, apunta a la regulación total de todas las cuestiones humanas a través de las ciegas «fuerzas del mercado», lo que es idéntico a la sumisión ciega de todos los recursos humanos y naturales al «dios» fetichista de la valorización del valor, al tautológico automovimiento del dinero.
Naturalmente, también el liberalismo se ramifica en un vasto espectro ideológico. Las posiciones clásicas dejaban a la esfera político-estatal cierta función regulativa externa («Estado guardián»), y la posición monetarista del neoliberalismo contemporáneo (Milton Friedman) quiere erigir sobre todo al Estado como austero «guardián» de la estabilidad monetaria, sobre cuya base podría actuar la «mano invisible» del mercado. El liberalismo extremista (Hayek, por ejemplo) pretende incluso abandonar el dinero como tal a las ciegas «fuerzas del mercado» y disolver los bancos centrales; en última instancia, desea eliminar la esfera político-estatal en general, a fin de someter directamente todas las funciones y expresiones vitales (hasta la «seguridad») al mecanismo del mercado. En su conjunto y especialmente, claro está, en sus posiciones más radicales, el liberalismo ignora por completo la necesidad funcional y sistémica de una esfera política. La diferenciación objetiva de esta última, en el ciego proceso histórico del sistema, les parece sólo un «error» subjetivo o una viciosa aberración.
Su nítido carácter asocial aflora también a la superficie con la capitulación incondicional a los insensatos criterios del proceso inmediato de valorización. La afirmación ideológica de que el mecanismo del mercado es en sí social y regula la «distribución de recursos» para el bienestar de todos, se convierte rápidamente en abierto cinismo desde el momento en que se sabe que tal cosa no sucede evidentemente en la realidad. Entonces el liberalismo afirma que la creciente miseria debe ser imputada a la escasa voluntad de trabajar de los pobres y excluidos, a la pereza y a la decadencia moral; o, en un discurso pobre de ideas, llega incluso a decir que la pobreza y la miseria existirán siempre y que tal destino debe ser aceptado, ya que el mercado y sus criterios, concebidos como necesidad natural eterna, a pesar de todas las expectativas, no «permiten» nada más a innumerables personas.
Llegado a este punto (documentado, por ejemplo, en los discursos recientes de la británica Margaret Thatcher o del alemán Otto Graf Lambsdorff), el liberalismo se revela como lo contrario exacto de la libertad humana para configurar la propia vida. Antes recursos improductivos y arruinados (o, a la inversa, movilizados de forma destructiva), que «permitir» que sean puestos en movimiento de acuerdo con criterios diferentes a los del mercado. El liberalismo como fuerza determinante conduce así, naturalmente, a todo tipo de guerra civil. Por fin se transforma paradójicamente en su contrario, pues no le queda otra alternativa que ponerse voluntariamente bajo la tutela de cualquier poder armado (sea una banda mercenaria o de gángsters), que se ríe a su costa, sin que él pueda, como resulta claro, acercarse a la comprensión de las leyes del movimiento de la forma de la mercancía sin sujeto y de la mediación del mercado. La inconsciencia de todos los involucrados respecto a los verdaderos motivos y resultados de su propia acción está ya siempre supuesta.
El liberalismo es, abiertamente, el contrario complementario del politicismo, sea de derecha o de izquierda. Contra la crítica siempre infrasistémica de izquierda (y a veces también de derecha) del «economicismo», constituye la franca ideología y propaganda de un «economicismo real». En ello se revela un paradójico enredo ideológico de estas dos posiciones. La crítica de izquierda al «economicismo» tiene su razón relativa –o mejor, su pretexto– cuando combate una concepción en verdad poco sustentada, que defiende una dependencia directa y mecánica de la «política» respecto al proceso económico empírico. Claro que incluso hoy la política no es una variable directamente dependiente, por ejemplo, del PIB, de los precios de importación y exportación, etc. Pero, a la inversa que en la pasada fase ascendente del sistema, este proceso económico empírico está en la actualidad mucho más próximo a la política, al punto de casi paralizarla. La dependencia empírica directa de la «política» con relación a la «economía» jamás se manifiesta, sin duda, de manera que el curso del proceso político reproduzca mecánicamente el curso del proceso económico o lo siga de forma directa. El mayor peso de la esfera funcional económica se muestra en el hecho de que su proceso restringe y estrangula las posibilidades de acción de la «política», lo que puede llevar en la esfera política, por ejemplo, a explosiones irracionales, acciones desesperadas, corrientes regresivas, etc., que obviamente no son un mero «reflejo» especular del «desarrollo económico» empírico.
Fuera de eso, sin embargo, el verdadero error de la crítica al «economicismo» es lo que ella deja de decir, en su ignorancia acerca de la constitución fetichista estructural de la forma de la mercancía total. La crítica al «economicismo» acaba por excluir cualquier crítica a la socialización en la forma de la mercancía o a la forma de la mercancía social como tal, e intenta compensar esta omisión a través de fantasías politicistas. En esta secreta aquiescencia al sistema, entra en contacto con el liberalismo, que de manera igualmente inconsciente hace la misma afirmación de forma inversa. Los críticos del «economicismo» de izquierda o de derecha y los «economicistas reales» liberales unen sus voces en una celebración común del sistema productor de mercancías; los primeros se encuentran con esta amante a escondidas, de manera vergonzante y «crítica del economicismo»; los segundos abiertamente y cantando loas al «economicismo real».
La crisis de todo el campo de referencia es hoy evidente, y se volvió conocida del público como «crisis de la política». A medida que la forma de totalidad de la mercancía se hace manifiesta como principio dominante en el final de su fase de ascenso y a medida que, en consecuencia, el «subsistema economía» impone su dominio estructural sobre el «subsistema política», el cielo político se viene abajo. La política vive su desmistificación económica como distorsión de todos sus parámetros. Aunque todavía existan e incluso surjan partidos explícitamente de derecha (o de extrema derecha), todos los partidos (incluso los de izquierda) basculan hacia la derecha como reacción a la crisis; y aunque el neoliberalismo se presente como ideología específica y los liberales como partido específico, la posición de liberalismo económico y de radicalismo mercadológico se insinúa relativamente en todos los partidos y en todas las ideologías, tanto en la derecha como en la izquierda. El punto decisivo es el abandono creciente de la «política» a los criterios económicos autonomizados. Con ello, además de extinguirse el énfasis histórico de la política, se torna visible la crisis existencial de todo el modo de socialización. La «crisis de la política» crece con la «crisis de la economía» y la de su categoría nuclear, el «trabajo»; la crisis de los «subsistemas» apunta hacia la crisis de todo el sistema de la mercancía, el cual alcanza su límite histórico absoluto en el preciso momento en que deja atrás su fase ascendente, logrando ser idéntico a sí mismo sólo durante un breve momento histórico.
4.
Como muestran cada vez más claramente sus circunstancias y sus desarrollos, la «crisis de la política» no significa sólo la pérdida de su énfasis y de su hipostatización históricas, de manera que ella colabore ahora, en la paz más perfecta, como sistema reducido y desmistificado, correspondiendo así a su verdadera esterilidad funcionalista. Se tornan visibles o entran en la conciencia pública las estructuras que habían formado hasta ahora el telón de fondo tácito de todo el proceso social como «condición de posibilidad» de la política, y que hoy se hacen notar como trastornos de funciones elementales. Estos trastornos, que señalan el colapso histórico del sistema, se manifiestan esencialmente como crisis ecológica, como crisis de la sociedad del trabajo, como crisis del Estado nacional y como crisis de la relación entre los sexos. Y, justamente en estos campos, los telones de fondo tácitos de la «política» ven la luz y emergen del silencio. Los ruidos de la catástrofe social, provocados por su desmoronamiento, se transforman directamente en los gritos de dolor de la «política», cuya función reguladora se desintegra, junto con el mecanismo funcional económico. En la exacta medida en que las bases del sistema, inalcanzables por la «política», pierden su capacidad de funcionar, la esfera política comienza necesariamente a girar en falso.
Desde el inicio del sistema industrial bajo la forma de la mercancía, se lamentó su potencial destructivo en relación con la naturaleza biológica. Esta fuerza destructiva reside en el propio proceso de abstracción operado por la forma de la mercancía, esto es, en la indiferencia del dinero a cualquier contenido sensible. En tanto la forma de la mercancía poseía sólo una existencia periférica dentro de nichos en las constituciones premodernas, el carácter destructivo de esa «abstracción real» (Sohn-Rethel) y de su trato «no-concreto» con la materia concreta del mundo sólo pudo manifestarse de manera dispersa y casual. Pero a medida que la forma de la mercancía se convertía en la forma social de totalidad en la forma del capital, tenía que salir también a la luz su carácter destructivo de la «primera naturaleza». En un primer momento, la crisis ecológica así desencadenada se limitó a ciertos sectores y regiones; ella seguía al proceso de industrialización en la forma de la mercancía. Por tanto es lógico que, con el perfeccionamiento estructural y global del sistema productor de mercancías después de la Segunda Guerra Mundial, se haya vuelto una amenaza directa para la humanidad. Afectados el suelo, el aire, el agua y el clima, el potencial destructivo de la forma de la mercancía total alcanza los fundamentos más elementales de la vida, convirtiéndose así, a partir de los años 70, en una cuestión política permanente.
Pero incluso en la llamada cuestión ecológica, el carácter no autónomo y estructuralmente dependiente de la «política» se hace evidente; más de un cuarto de siglo de debates ecológicos suministró hace mucho la prueba práctica de ese hecho. Por su propia esencia, la política sólo puede resolver problemas funcionales en el interior de la lógica del dinero, pero no los problemas causados por dicha lógica como tal. Como el Estado tiene que financiar todas sus medidas de regulación, esto vale también, claro está, para las medidas ecológicas. Los fundamentos naturales son destruidos por la lógica abstracta del dinero; pero la reparación de los fundamentos naturales, a su vez, cuesta dinero, que primero ha de ser «ganado». Para poder reparar las destrucciones causadas por el dinero, la sociedad, por tanto, tiene que ganar más dinero y provocar más destrucciones. Resulta fácil imaginar que tal círculo se vuelve cada vez más vicioso, en perjuicio de la naturaleza y de los fundamentos de la vida.
Así, es imposible solucionar el problema ecológico a partir de la lógica estructural del sistema. Y como la política no puede ocupar otro espacio funcional que no sea el Estado, debe capitular en última instancia frente al potencial de destrucción ecológica. Entonces pasa a concentrarse en medidas secundarias, que cuesten lo menos posible al Estado, como las intervenciones legales para la «internalización» de los «costos ecológicos» por parte de las empresas; se habla actualmente de «impuestos ecológicos» (en especial, la tasa sobre el consumo de energía). Estas medidas puramente legales, que incluso llegan a aportar al Estado una renta suplementaria, son puestas en ridículo, sin embargo, por la lógica del sistema. En primer lugar, se enfrentan con la competencia internacional. Como el espacio de actuación del Estado y de sus leyes está restringido a la nación, y como los Estados perdedores en el mercado mundial no se vinculan a los acuerdos ecológicos internacionales, el mercado mundial tiene que penalizar los productos más caros en virtud de los impuestos ecológicos con la pérdida de la capacidad competitiva, demostrando rápidamente lo absurdo de esta medida.
Se argumenta que dicho efecto podría ser evitado si el Estado, para compensar los impuestos ecológicos, redujese los costos del trabajo (gastos salariales, aportes a la seguridad social, etc.) y, de esta forma, limitase la elevación de precios de los productos penalizados por el mecanismo de mercado. Sin embargo, ello significaría que sería el propio Estado el que pagase el impuesto ecológico, pues tendría que reducir en otra parte sus ingresos y subvencionar las medidas hasta ahora costeadas por otros (por los «acompañantes sociales»). Pero toda la construcción muestra su carácter ilusorio cuando se afirma que el Estado sería capaz de financiar medidas para la reducción de los costos del trabajo con el impuesto ecológico. Un discurso claramente absurdo, pues el impuesto ecológico debe servir para, en beneficio de la naturaleza, reducir drásticamente el consumo de energía y forzar a la industria a invertir en medidas de reducción del consumo para eximirse del impuesto. En suma, si la medida legal se aplicara, el impuesto ecológico no sería recaudado en cantidad suficiente para poder financiar duraderamente providencias que acompañasen dicho impuesto en términos sociales y de mercado.
Por tanto, el efecto de un impuesto ecológico sobre el consumo de energía es fácil de prever. La gran industria invertirá en medidas de ahorro energético, pero los costos para ello serán repercutidos en los precios, lo que se convertirá en una amenaza en lo que se refiere a la competencia; o entonces dejará de lado esa repercusión de los costos, a causa de la competencia, pero emprenderá una campaña ante el Estado contra la elevación de los costos empresariales. El Estado, a su vez, al reaccionar la gran industria al impuesto ecológico con inversiones para el ahorro de energía, recaudará menos impuestos de lo necesario para financiar la reducción de los costos laborales, lo que lo pondrá en una situación de gran dificultad, y para financiar esta baja los recortará de otro lado, etc. Con todo, si la gran industria prefiere desembolsar el impuesto ecológico antes que invertir en el ahorro de energía, el Estado será capaz de financiar esa elevación de costos con la compensación de los costos laborales acrecentados, pero el conjunto recaerá en un mero juego de suma cero, y el verdadero objetivo no será alcanzado, pues la destrucción de la naturaleza continuará como antes, sólo que con impuesto ecológico. La pequeña industria, por su parte, incapaz ya de asumir los costos de inversión para una drástica reducción del consumo de energía, quedará entonces entre dos fuegos: por un lado sufrirá el impuesto ecológico; por otro, el Estado sólo podrá financiar en pequeña escala las medidas de compensación, en virtud precisamente de las inversiones de la gran industria en el ahorro energético.
Por más vueltas que se le dé, la alternativa es la misma: o bien el impuesto ecológico sobre la energía tropieza con el problema de la financiación, o bien se reduce a un juego de suma cero y no alcanza su objetivo ecológico. En ninguna hipótesis el sistema estructural de la valorización del dinero se deja impulsar por el subsistema de la «política», que constituye su función sistémica. Una «política» ecológica es, por tanto, una contradicción en sí, ya que el remedio es peor que la enfermedad. En general no se arriesga a enfrentar el principio de la valorización del dinero, que constituye el verdadero problema. Esta contradicción en sí no es más que la forma fenoménica de la esquizofrenia estructural de los sujetos en la forma de la mercancía; así, ella se manifiesta, en lo que se refiere a la cuestión ecológica, en cada individuo de la forma de la mercancía, y no solamente en las grandes instituciones estructuradas en la forma de la mercancía. En la crisis ecológica cada individuo ganador de dinero ve el horizonte de sus intereses escindirse dramáticamente. El interés en el dinero producido por el sistema obliga a que se tome parte en la destrucción siempre creciente de la naturaleza, mientras que el interés elemental en la vida y en la supervivencia impone la superación de la lógica del dinero. Sin embargo, este último interés, por esencia, es trascendente al sistema, y sólo se manifiesta en evasivas hipócritas. La infeliz tentativa de limitar por medio del dinero los efectos ecológicos del dinero conduce al absurdo en la misma medida en que se destruyen aquellos recursos naturales que ni los magnates pueden pagar ya con dinero. La «política ecológica», por otra parte, es la falsa coartada de una humanidad que, a través de la esquizofrenia de la forma de la mercancía, se transformó en asesina de sí misma.
La crisis ecológica puede ser aplazada, postergando cínicamente la catástrofe biológica final para los propios hijos y nietos, mientras todavía afluya dinero para las medidas de reparación más urgentes. Pero entretanto la «crisis de la sociedad del trabajo» se superpone a la crisis ecológica. El modo de producción capitalista (el sistema productor de mercancías) se manifiesta como valorización del dinero; éste, sin embargo, no es más que la representación del trabajo abstracto pasado («muerto»). El capital como dinero que se autovaloriza –un fin en sí mismo absurdo– se basa, por tanto, en el tautológico e incesante gasto empresarial de cantidades abstractas de trabajo. El crecimiento constante es necesario al sistema, ya que el trabajo vivo empleado tiene que revalorizar la masa acumulada de trabajo muerto, o sea que se trata de un proceso de progresión geométrica. Aunque interrumpido periódicamente por «crisis de desvalorización», éstas no logran que se vuelva al nivel anterior de acumulación del capital. En realidad, debido al aumento de productividad exigido por la competencia, el nivel de acumulación alcanzado antes de la crisis de desvalorización es alcanzado nuevamente en períodos cada vez más cortos.
El núcleo del problema reside en el hecho de que, gracias al aumento de productividad, se produce cada vez menos «valor» por producto y por capital empleado, ya que «valor» es un concepto relativo, medido por el respectivo nivel de productividad históricamente creciente del sistema capitalista al que se refiere. Esta tendencia inmanente a la crisis sólo puede ser compensada con la ampliación absoluta del modo de producción como tal, a fin de posibilitar una ulterior acumulación. En la medida en que el aumento de productividad debido a la aplicación de la ciencia supera en términos absolutos la ampliación del modo de producción, ese mecanismo de compensación empieza a fallar. Tal estadio fue alcanzado hoy por la sociedad mundial productora de mercancías. Lo que en el lenguaje de la sociología se denomina «crisis de la sociedad del trabajo», es, en última instancia, el límite histórico absoluto de la propia acumulación del capital. Todo el proceso social, de vida y de reproducción es prolongado de forma cada vez más penosa a través de sustancia-«trabajo» pasada y en vías de pérdida de validez.
Pero la fuente de la forma fetichista capitalista se agota por obra de su propio mecanismo interno. La contradicción fundamental de esta sociedad –que se basa en la transformación incesante de «trabajo» en dinero, aunque por su propio desarrollo haya llegado al punto en que es incapaz de movilizar, de forma rentable, «trabajo» suficiente dentro del patrón de productividad por ella creado– ya no se manifiesta sólo cíclicamente, sino de modo permanente y visible en la superficie, y se convierte en parálisis histórica. Y es aquí donde se hace evidente el absurdo del tradicional extremismo de izquierda, que niega una crisis terminal de la acumulación del capital, pues es incapaz de trascender el paradigma del «trabajo», y se aferra sobre esa base al concepto burgués de sujeto; para él, el capital tiene que ser capaz de «explotar» la fuerza de trabajo ad infinitum.
Esta cuestión hace explícita nuevamente la dependencia estructural y la impotencia de la «política», que no puede intervenir sobre los mecanismos básicos de funcionamiento del sistema. Cuando se seca la verdadera fuente del dinero, la esfera política desfallece, justamente porque no posee ningún medio propio de vida. Por un lado, se consume la riqueza histórica restante, y los retrasados históricos y los últimos en llegar son los primeros alcanzados por la crisis del sistema y lanzados a la ruina. Ya se vio en innumerables casos que ésta no puede ser contenida con medios estatales y políticos. Las «viejas» naciones del fetiche del capital pueden resistir durante más tiempo, en virtud de su mayor volumen histórico de sustancia, aunque también sean alcanzadas por los fenómenos de la decadencia. Como «sustancia» aparece a su vez el trabajo muerto, acumulado bajo la forma de dinero más o menos «sólido» y de reservas competitivas de capitales.
Por otro lado, tanto las economías en colapso como los países capitalistas centrales intentan prolongar la reproducción basada en la forma de la mercancía a través de la creación de «moneda sin sustancia» (crédito y consumo estatal, emisión de dinero). El crédito para ello, esto es, el acceso a una capitalización ficticia de «trabajo» futuro (mercados financieros internacionales, formas derivadas de capital monetario) es dado por el respectivo patrón de productividad. Pero tampoco las diversas formas de «capital ficticio» (Marx) pueden ser ya sustentadas cuando, del mecanismo básico de valorización de la fuerza de trabajo abstracta productiva de capital, deja de afluir la sustancia «real» suficiente. Incluso este problema es eludido por el viejo extremismo de izquierda, fijado en una acepción burguesa de «explotación» en el interior del sistema productor de mercancías. La «crisis financiera del Estado tributario» –ya discutida con la parcial desvinculación estructural del capital ficticio de la sustancia real del trabajo, surgida con la financiación de la Primera Guerra Mundial– entra hoy en una fase terminal, que fue considerada imposible por los politicistas de todas las tendencias. En la mayoría de los Estados de la actual sociedad mundial capitalista, la hiperinflación, el colapso de las finanzas estatales y el fin de la propia autonomía monetaria demuestran ya los límites de la capacidad de acción política en el interior del medio autónomo del dinero. Es sólo una cuestión de tiempo (de mediano o incluso de corto plazo) para que también en las supuestas «monedas estables» centrales se manifieste fenoménicamente la pérdida real de sustancia ya ocurrida y, así, el colapso del sistema financiero mundial.
Ya aquí se muestra que en la práctica la «crisis estructural de la sociedad del trabajo» conduce lógicamente –por medio de la pérdida de sustancia del dinero políticamente no influenciable– a la «crisis estructural de la política». La pérdida básica de funciones de la «economía» se reproduce como pérdida de funciones de la «política», que, en su propio terreno de acción estatal, está cada vez más estrangulada monetariamente. No le queda más remedio que aferrarse a su destino y seguir el curso turbulento o abiertamente catastrófico del trastorno de sus funciones básicas. De un modo banal, el debate político sobre la distribución de recursos se transforma en el debate sobre la restricción de recursos. Según sea la situación de la economía nacional en la crisis planetaria, se llega a la exclusión de sectores enteros o de parcelas enteras de la población. El Estado social se encoge o es liquidado, sectores estatales de infraestructura decaen, las medidas ecológicas son limitadas, la pretensión política de regulación se vuelve cada vez más débil y finalmente amenaza con extinguirse. En este punto, el parpadeo de las últimas luces de la vida política sigue al ciclo económico cada vez más débil, al que desde hace mucho se le superpone la crisis estructural de la valorización del dinero.
Tal como la crisis ecológica y la crisis del «trabajo» y de la valorización del dinero se solapan mutuamente y paralizan la «política», así también a ambas formas de crisis sistémica se superpone la globalización del capital, que rompe los moldes de las economías nacionales habituales, aboliendo más radicalmente aún el espacio de acción de la esfera de la política. Las mismas fuerzas productivas que destruyen estructuralmente, por dentro, el mecanismo funcional estructural del «trabajo» y de la valorización del dinero disuelven también, paso a paso, los moldes nacionales de la «economía» en todos los niveles. A la internacionalización y la globalización de los mercados financieros siguió la internacionalización y la globalización de la propia producción y, asimismo, la de los mercados de trabajo. Estamos cada vez menos ante una importación y exportación de mercancías y de capital entre las economías nacionales; antes bien, la importación y exportación de mercancías son tan sólo formas fenoménicas de un capital total que se globaliza directamente.
El Estado deja de ser el nexo funcional de una economía nacional coherente y su «capitalista colectivo ideal». Así como la pérdida de sustancia del dinero estrangula en el plano monetario la acción estatal y política, también esta última pierde la capacidad de controlar e influenciar la restante acumulación real del capital productivo; finalmente también se le escapa el propio movimiento del «capital ficticio». Acumulación real residual y «capital ficticio»: ambos buscan refugio en la «tierra de nadie» estructural (G. Reimann) de los mercados, que actúan fuera de los marcos de las economías nacionales, a pesar de que formalmente todo sea territorio de una nación. El Estado se vuelve rehén de la «cuestión coyuntural» y de los movimientos financieros y especulativos internacionales. Esta pérdida de control, que apenas puede ser disimulada con dificultad, entorpece y debilita los últimos músculos de la «política». El cielo político se viene abajo también en el sentido de que desaparece la distinción clara entre política externa e interna. Ya no hay más «exterior» e «interior» en términos de economía nacional, lo que desorienta a la política, ya que ella es incapaz por naturaleza de seguir esta inversión del sistema de referencias.
5.
La crisis de todo el sistema político y económico, que alcanzó sus límites históricos, se extiende más allá de las esferas funcionales visibles, hasta las profundidades de la «privacidad» –no sólo en el sentido de que crecen el desempleo estructural en masa, la nueva pobreza y la pérdida de rumbo político, sino también como decadencia de la propia forma del sujeto. Hoy es difícil reconocer esto, así como la crisis en general y su concepto, porque la crítica social («de izquierda») fue incapaz hasta ahora de pensar por encima de la forma de la mercancía, debido al simple hecho de que confundió la progresiva formación y «revelación» del sujeto bajo la forma de la mercancía con su decadencia. Una auténtica paradoja. De modo que ahora ya no logra descifrar históricamente la efectiva crisis terminal y la efectiva ruina del sujeto, sino que tan sólo descubre en ésta lo ya conocido, o sea, el eterno retorno de un capitalismo siempre igual.
Esta observación vale también para la más avanzada (y en muchos aspectos trascendente ya al sistema) teoría de izquierda de Horkheimer y sobre todo de Adorno. La reducción decisiva y fechada de esta concepción puede resumirse así: el proceso en el que el individuo, el sujeto bajo la forma de la mercancía, se vuelve idéntico a sí mismo fue confundido con su progresiva decadencia, pues el ascenso del sistema productor de mercancías fue confundido con su decadencia. El punto culminante, o sea, el punto de una superación considerada como «perdida» o fracasada habría de ser señalado entonces, erróneamente, en algún punto de la curva ascendente de la modernización, en verdad aún no concluida, fuese 1848 o 1918 (o en cualquier punto intermedio), en vez de concebir el nivel sólo hoy alcanzado (que para Adorno y Horkheimer era todavía futuro) de la socialización mundial negativa, de las fuerzas productivas, de la forma de la crisis y de la crisis del sujeto como tal cima, después de la cual el sistema productor de mercancías de la modernidad, o bien será superado (lo que sólo ahora es posible), o bien se precipitará al abismo.
Lo que en Adorno era todavía una tragedia teórica se transforma en muchos adornianos –y gestores del expolio de la Teoría Crítica– en farsa teórica. Adorno aún pudo, en lo relativo a la superación supuestamente negativa, estatal y «falsa» del capital, lanzar su «mensaje en la botella»; sin embargo, no existe mensaje en la botella de un mensaje en la botella. Toda actividad práctica y teórica de una crítica social que ya no alega para sí una razón histórica específica y sólo puede desembocar en una elaborada imprecación pública, es superflua como una papada, representando así poco más que un escapismo intelectual. Si, según propia confesión, todo se halla sustancialmente dicho desde hace mucho tiempo, entonces insistir en la conversación se vuelve sospechoso y tal vez más íntimamente familiar a la ideología criticada de lo que nunca se aceptará. El «politicismo negativo» seudorradical –por así decir, la resignación radicalizada (que incluso se enorgullece de su pretendido «realismo negativo»)– es sólo complementario del «politicismo y el realismo positivos», de la manera como éstos se constituirán desde los socialistas académicos de izquierda, pasando por el ala izquierda de la socialdemocracia, hasta llegar a los miembros del Partido Verde que integran el mainstream de izquierdistas y ex izquierdistas. Los restos actuales del radicalismo adorniano de izquierda (además de otros) no se reconocen a sí mismos: no analizaron su propia situación histórica, ya que, con su instrumental teórico vuelto obtuso, no son capaces de tomar conocimiento siquiera del sistema productor de mercancías en las últimas décadas.
La fallida superación teórica de la forma de la mercancía social se revela también en Adorno por el hecho de que él (aunque no inequívocamente) no encuentra su referencia positiva en la superación explícita de la forma de la mercancía como tal, sino en una imagen utópica o hasta ideológica del pasado, en el agente de la circulación (más o menos secretamente idealizado) con la subjetividad enfática de la antigua burguesía culta; y, por tanto, en una «razón circulante» idealizada y en una falsa hipostatización de la democracia. Es desde la Revolución Francesa que la izquierda se arrastra detrás de ese concepto ideológico de la democracia, en el que la lógica de la circulación de las mercancías aparece como arquetipo de la comunicación discursiva en la esfera de la política. En última instancia, se trata del reino «ideal» de la producción total de mercancías, reducido a circulación, en vez de a su vil realidad. Digámoslo abiertamente y en contra de su sacralización por la izquierda radical: «en última instancia», Adorno permanece como un demócrata radical burgués, aferrado a un equivocado concepto de razón derivado de la esfera de la circulación, que no va más allá de la forma de la mercancía con coherencia (aunque va más lejos que la mayoría de sus posteriores discípulos). Habermas no «traicionó» el nivel de reflexión adorniano, sino que más bien, con su «razón comunicativa» (de la que la forma de la mercancía es claramente la raíz), lo puso de manifiesto, con formulaciones menos crípticas que las de Adorno. De esta manera no se supera históricamente la mortífera «abstracción real».
Este dilema básico de Adorno y de los adornianos trae consigo otros dos. Primero, la individualidad y la subjetividad burguesas no son criticadas en cuanto fetichistas, sino que su evolución histórica es medida por su ideal falso e ideologizado. De ahí deriva aquella confusión entre «coincidir con el propio concepto» y decadencia, donde incluso el concepto de «decadencia» deriva ya de aquel patrón ideológico. En vez de llegar a la crítica del carácter fetichista de la subjetividad en cuanto tal, a partir del análisis del desarrollo histórico del sujeto, se quedan en la lamentación de las posibilidades perdidas del sujeto, concebido de modo enfático e ideológico. La célebre falta de vergüenza de decir «yo» [alusión a una frase de Adorno en Minima Moralia, § 29 – N.T. port.] forma parte de la estructura del yo deducida de la forma de la mercancía en general, y no sólo de su «ocaso», como se concibe erróneamente aquello que en verdad es el histórico «coincidir con el propio concepto» de este «yo» fetichista.
En segundo lugar, la razón de la supuesta decadencia es fundamentalmente malinterpretada. Como el falso concepto enfático del sujeto está ligado a la circulación, el desarrollo real aparece como creciente sujeción de la esfera de la circulación al estatismo y, por tanto, a la esfera política. Justamente por eso la Teoría Crítica se adapta tan perfectamente al énfasis politicista de la historia del ascenso capitalista hasta mediados del siglo XX (deslices «economicistas» ocasionales no invalidan esta tendencia básica de la Teoría Crítica). La diferencia en relación a los otros politicismos de izquierda y de derecha reside únicamente en el carácter negativo del politicismo adorniano; junto al reino idealizado de la circulación, la también idealizada «democracia discursiva», en cuanto estructura política, es concebida como dominada e invalidada precisamente por obra del presunto dominio estatal sobre la circulación, ¡que llega a su «supresión»! (Una nueva muestra de este análisis «democrático» superficial, recibida con júbilo por los radicales de izquierda, se puede encontrar en Agnoli).
Como ya fue dicho, tal error teórico en estos autores es comprensible históricamente a la luz del impacto del nacional-socialismo (y también de la Unión Soviética estalinista); pero el desarrollo de posguerra desmintió rápidamente este paradigma. Bajo las alas de la pax americana, estamos ahora frente al triunfo de la circulación (competencia) y de la democracia, que se precipitan desde su apogeo rumbo a la crisis histórica terminal de la forma de la mercancía social. No es de asombrar que una teoría ideológica (desde hace mucho tiempo banalizada, en comparación con la de Adorno) que mantiene el concepto de un predominio estatal latente o manifiesto sobre la circulación y la democracia, y que ve alejarse cada vez más su falso objetivo idealizado, ya no sea capaz de explicar esta realidad. De la misma manera que no deja de suspirar por las posibilidades del sujeto, en vez de criticarlo radicalmente en su carácter fetichista, así también se preocupa por la «razón circulante» y la democracia, en vez de someterlas a una crítica radical como elementos de la constitución basada en la forma de la mercancía.
Si, de este modo, no podemos descifrar los límites históricos absolutos del sistema productor de mercancías en el plano de la ecología, de la «sociedad del trabajo» (acumulación de capital) y de la globalización (disolución de las economías nacionales cohesionadas), tampoco somos capaces de descifrar la verdadera crisis del sujeto, que sólo se torna patente con la crisis de la propia forma de la mercancía. Esta crisis se manifiesta, por un lado, como crisis del sujeto político, pues la función reguladora de la «política» comienza a agotarse, y de ahí como crisis y decadencia de la «esfera pública burguesa»; por otro lado, ella aparece también en el reverso oscuro del sujeto, a saber, en los aposentos ocultos e íntimos de la «privacidad» en la forma de la mercancía. No es por casualidad que la identidad de la crisis de la «esfera pública» y de la «privada» asuma la forma de una crisis fundamental de la relación entre los sexos. Del mismo modo que los otros supuestos hasta ahora tácitos y obvios del sistema productor de mercancías, como la naturaleza biológica, el «trabajo» y la nación, también el supuesto de la «feminidad» comienza a emitir sonidos estridentes de trastorno, a causa del desarrollo del sistema.
Tales supuestos, claro está, nunca fueron absolutamente tácitos, pues la contradicción interna del sistema productor de mercancías estaba siempre presente. Pero cum grano salis se puede hablar de supuestos tácitos, en la medida en que la formación del «trabajo» y de la nación, así como la domesticación de la mujer y de la naturaleza (por lo demás, ideológicamente equiparadas) provocadas por la forma de la mercancía, sólo hoy se vuelven en gran medida insostenibles y empiezan a perder el fundamento de su «obviedad» construida a lo largo de los siglos. En lo concerniente a la relación entre los sexos, se pone en evidencia el carácter «estructuralmente masculino» de la subjetividad en la forma de la mercancía. A pesar de que Horkheimer y Adorno, en la Dialéctica de la Ilustración, tocan este punto (aunque una vez más en formulaciones crípticas), no logran en última instancia ir más allá de la «masculinidad» construida bajo la forma de la mercancía, precisamente porque no van más allá del concepto fetichista del sujeto y de la «razón circulante». No es sorprendente que los actuales adornianos de extrema izquierda ignoren por completo los tramos críticos correspondientes de su maestro y poco tengan que decir, en términos teóricos, sobre la crisis manifiesta de la relación entre los sexos –lo que también se revela en una relación un tanto desdeñosa para con el feminismo (ya que prefieren aprender la dura realidad con los guantes puestos). La teoría feminista, por el contrario, cuando se refiere a Adorno y Horkheimer, percibe muy bien este problema.
No es nada extraño que la «razón circulante» y las conexas esferas «pública» y «privada» se muestren estructuralmente masculinas, desmintiendo su carácter abstracto, universal y aparentemente asexuado. En el sentido histórico y estructural, la universalidad abstracta sólo lo es, de verdad, como contexto de vida masculino. El sujeto masculino de la mercancía es privado en cuanto sujeto circulante del dinero, que persigue sus intereses monetarios; y «público» como sujeto político, que se refiere discursivamente a los «asuntos generales». Pero, por detrás de esa fachada de lo «público» y de lo «privado» estructuralmente masculina, se abre un espacio completamente diferente, en el cual todos los momentos de la reproducción no aprehensibles bajo la forma de la mercancía son «separados» (Roswitha Scholz). Este espacio aparece como potencia completamente diversa de lo «privado», y se sitúa más allá de la «esfera privada» del sujeto monetario masculino. «Esfera privada I» es la esfera interior al contexto de vida masculino; «esfera privada II», la esfera posterior del espacio sereno y acolchado de la «feminidad», más allá de la competencia y de la esfera política. Desde la perspectiva del contexto de vida femenino, que está circunscrito a este espacio de la «esfera privada II», la «esfera privada I» de los hombres y la esfera política aparecen, inversamente, como lo «externo»; ambos son «esfera pública», en oposición al rincón privado sexuado del que «la mujer» es responsable.
La emancipación de la mujer en términos burgueses y en la forma de la mercancía, de la manera en que ocurrió en las dos últimas décadas, no desmiente esa relación básica, sino que más bien la hace patente, la pone en crisis y se revela, así, como momento central de la propia crisis. Una vez más, las mismas fuerzas productivas que, en su forma determinada por la forma de la mercancía, destruyen los fundamentos naturales, suprimen el «trabajo» como sustancia de la acumulación del capital y disuelven la cohesión de las economías nacionales, destruyen también la relación entre los sexos centrada en la forma de la mercancía, en la medida en que conducen al distanciamiento del papel femenino, a la actividad remunerada para las mujeres y a la «masculinización estructural» de la «identidad» femenina. De tal modo, involuntariamente, se arranca una piedra decisiva a la constitución en la forma de la mercancía, lamentándose irracionalmente tal éxito como «decadencia de la familia», de la educación, etc. La función hasta ahora en gran parte tácita y separada de la «esfera privada II» deja de funcionar. En este punto, es indiferente si las mujeres se concentran como los hombres, igualmente ávidas de «yo» y listas para la competencia, alrededor de la «esfera privada I», hacia la cual afluyen en cantidad cada vez mayor, o si «sólo» se doblan bajo la doble carga, en suma, bajo la contradicción estructural de una existencia duplicada en la «esfera privada I» y en la «esfera privada II». El resultado es el mismo: el espacio separado de reposo y apoyo «detrás» de la competencia económica y política se desmorona en ruinas.
La política puede actuar sobre este plano de la crisis tan poco o menos que sobre los mecanismos funcionales económicos. La emancipación de la mujer por la vía de la forma de la mercancía no resuelve el concepto ideal de la igualdad circulante, pero hace explícita su contradicción fundamental como crisis sistémica. La disolución en parte ya manifiesta del contexto de vida femenino pone indirectamente en cuestión el contexto conjunto de la «esfera pública» estructuralmente masculina, tanto en la esfera económica como en la política. Por eso, no es sólo combatida por los representantes del sistema de manera abierta o vacilante, y no choca únicamente con la línea de resistencia de un comportamiento diario masculino cada vez más brutal, sino que tampoco cuenta con ningún favor por parte de algunos adornianos tardíos de la extrema izquierda. Un proyecto teórico que se mantiene adherido a la «razón circulante» tiene que aferrarse también a su carácter estructuralmente masculino. Es otro punto en que el seudorradicalismo tentacular no llega a la crítica radical de la forma de la mercancía y de su dominio estructural masculino, pero sí a la queja nostálgica de la familia burguesa ideal (como ya enseñaba el apóstata «izquierdista» Claus Leggewie: son también perfectamente posibles, desde esa perspectiva, variantes de izquierda de tinte ideológico «radical»). La imagen un tanto melíflua y distorsionada de la madre, como surge esporádicamente en Horkheimer y Adorno, señala en esa dirección. En la hora H, se corre el riesgo de que los adornianos de extrema izquierda (y quizás incluso algunas adornianas decididamente no-feministas) se revelen no sólo como demócratas mediocres, sino también como mediocres «hombrecitos» y «mujercitas», y la «conciliación con la naturaleza» podría, al fin, encontrar cobijo –a título de biologismo sexualmente fetichista– en la elegante sala de estar de una Teoría Crítica no superada, prolongada más allá de su tiempo.
Los nietos de la Teoría Crítica, así como el resto de la izquierda, no logran trascender su «estar a la izquierda» inmanente al sistema y terminan proclamando cada vez más, ante la crisis (negada) del sistema y su evolución, el peligro de la disolución de la democracia en un nuevo fascismo o en una nueva forma de «dominación total». Ni dejan de proponer, como de costumbre, la versión adorniana del «mal menor»: defensa de la «razón circulante» y de la democracia contra el supuesto totalitarismo inminente, en vez de hacer frente a la democracia y a la forma de la mercancía en cuanto tales. El «politicismo negativo» podrá invertirse fácilmente en positivo y alinearse en el «frente unido de todos los demócratas». También en este sentido la tragedia del original retorna como la farsa de la copia. De tal modo, se comprueba definitivamente la ausencia de historia en este pensamiento adelantado de «izquierda», que se agota en principios dualistas eternamente recurrentes, incapaz de establecer una relación adecuada entre estructura e historia.
La «dominación total» fue un estadio preparatorio de la democracia y no su contrario, en una constelación histórica destinada a regresar. No será de nuevo la «política» la que efectuará un presunto control sobre la «economía» o una presunta suspensión totalitaria de la circulación, sino precisamente lo contrario: estamos ante el fin catastrófico de la política. La pérdida progresiva de la capacidad de regulación política indica la extinción de la capacidad de reproducción económica, social y de «los géneros» del sistema productor de mercancías. En su fin histórico no está la renovación de la «dominación total», como retorno de una forma pasada del ascenso, sino antes bien la descomposición, después de la barbarie secundaria, de la civilización basada en la dominación. La guerra caótica entre bandas y la efímera «economía de pillaje» en las regiones perdedoras del planeta son premonitorias de una forma diferente de barbarie, diversa a la que era inherente a la dominación civilizada. Los ropajes de esta última no le sirven de parámetro. A pesar de que desde el legítimo punto de vista del sentimiento moral inmediato las atrocidades no difieran entre sí, se trata con todo de algo distinto, en el contexto de la economificación y la estatización y en el de la inconsciente eliminación de la economía y del Estado. Teóricamente, no se puede decir nada más de esta última, pues no existe un cuadro social de referencia para ello.
Justamente por eso, sin embargo, no es el antifascismo lo que está en el orden del día, producto o no de la reflexión adorniana, sino la crítica radical de la democracia de la economía de mercado. No hay una «razón circulante» para defender, puesto que ella misma se convierte en barbarie, y esto en un sentido teórico más profundo y coherente que el señalado en la Dialéctica de la Ilustración. Es por eso que la violencia de las bandas no se contrapone a la democracia, sino que se mezcla con las acciones del aparato democrático, mientras que el escenario abierto de la «política» se transforma en el teatro posmoderno de la simulación. Tanto Berlusconi como Reagan, Collor de Mello o Tapie no son los heraldos, ni mucho menos los portadores de una nueva ofensiva totalitaria, sino un fenómeno «pospolítico», como constataran con razón Paul Virilio y otros. El totalitarismo sustancial de la modernidad es el de la forma de la mercancía y, por tanto, el de la propia democracia. Luego, el fin de la civilización en la forma de la mercancía y de ahí el fin de la «política» son efectivamente la «superación falsa y negativa» del sistema, aunque en modo alguno estatista. Así que, al fin, Adorno tiene parcialmente razón, aunque en un sentido completamente diferente del que pretenden sus nietos teóricos.