Razón sangrienta
Razón sangrienta: 20 tesis contra la llamada Ilustración y los «valores occidentales»
Por Robert Kurz
El texto que se publica a continuación es de junio de 2002 y ha sido tomado de la versión portuguesa (Razão Sangrenta. 20 Teses contra o assim chamado Iluminismo e os «valores ocidentais»), a cargo de Lumir Nahodil, disponible en http://planeta.clix.pt/obeco El original alemán se encuentra en www.krisis.org
Traducción española original para Pimienta negra: Round Desk.
1.
El capitalismo está avanzando hacia la derrota final tanto en términos materiales como en el plano ideal. Cuanto mayor se torna la brutalidad con la que esta forma de reproducción convertida en modelo social universal devasta al mundo, más se va infligiendo golpes a sí misma y más va minando su propia existencia. En este marco se inscribe también el común hundimiento intelectual de las ideologías de la modernización en una ignorancia y falta de conceptos de un nuevo tipo: la derecha y la izquierda, el progreso y la reacción, la justicia y la injusticia coinciden de manera inmediata, toda vez que el pensamiento dentro de las formas del sistema productor de mercancías se empantanó por completó. Cuanto más estúpida se vuelve la representación intelectual del sujeto del mercado y del dinero, más tenebroso llega a ser su farfullar repetitivo en torno a las tan gastadas virtudes burguesas y a los valores occidentales. No existe ni un solo paisaje marcado por la miseria y las matanzas sobre el cual no se derramen millones de lágrimas de cocodrilo de un humanitarismo policial democrático; no hay una víctima desfigurada por la tortura a la que no se convierta en pretexto para la exaltación de las alegrías del individualismo burgués. Cualquier idiota leal al Estado que se extenúa al completar un par de líneas invoca la democracia asténica; cualquier ambicioso bribón político o científico pretende broncearse a la luz de la Ilustración.
Lo que otra vez quisiera llamarse crítica radical sólo puede distanciarse con rabia y asco de los desechos reunidos de Occidente. Queda muy por debajo de las necesidades la sobradamente conocida figura de pensamiento que intenta defender a la Ilustración en cuanto tal de sus groseros acaparadores burgueses de la actualidad, reivindicando para sí, en una actitud casi idéntica a la de los burgueses cultos, una elevación consumada de la reflexión en detrimento de la plebe intelectual y el populacho del siglo XXI. Este populacho es la propia Ilustración llegada a sí. Es por sus resultados devastadores que se debe juzgar a la supuesta Modernidad: sin subterfugios, sin una dialéctica forzada hecha de justificaciones y relativizaciones.
La crítica, sin embargo, no puede dejarse guiar por la rabia que siente en sus entrañas; tiene que apoyar su legitimidad intelectual sobre fundamentos completamente nuevos. Aunque maneje conceptos teóricos, ello no significa una vinculación renovada a los modelos de la propia Ilustración, deduciéndose, por el contrario, únicamente de la necesidad de destruir la autolegitimación intelectual de ésta. No se trata, a la vieja manera ilustrada, de maniatar los afectos en nombre de una racionalidad abstracta y represiva (o sea, contra el bienestar de los individuos), sino, a la inversa, de derrumbar la legitimación intelectual de esta autodomesticación moderna del Hombre. Para ello es necesaria una Antimodernidad radical y emancipatoria que no se refugie, según el ejemplo bien conocido de la antiilustración o de la Antimodernidad meramente «reaccionaria», ella misma burguesa y occidental, en la idealización de cualquier pasado o de «otras culturas», rompiendo, por el contrario, con la historia convencional hasta el día de hoy, concebida como una historia de relaciones de fetiche y de dominación.
De acuerdo con el dicho marxiano que designa a la superación del fetichismo moderno como el «fin de la prehistoria», lo que está en el orden del día es un megaproyecto revolucionario que se extienda a todos los niveles de la reflexión y a todas las áreas de la vida, que abarque tanto las categorías más abstractas como las formas culturales y simbólicas y lo cotidiano: una gran teoría negativa que sitúe la palanca de la crítica radical a una profundidad considerablemente mayor que la de sus predecesoras de los siglos XIX y XX. Tampoco se debe confundir esto con una continuación de la pretensión ilustrada por otros medios. Antes bien, semejante abordaje teórico abarcador dotado de una nueva cualidad corresponde solamente a la necesidad de dejar atrás la construcción legitimadora de la Modernidad productora de mercancías, ella misma con pretensiones de una gran teoría positiva, negándola a fin de quebrarla en vez de contentarse con hacerle fintas. Justamente por eso tiene que tratarse de una gran teoría negativa que se supere y se vuelva redundante a sí misma, y no ya del establecimiento legitimador de un nuevo principio positivo (en analogía con la abstracción capitalista del valor), según el cual debería moldearse todo.
2.
Si bien la pretensión de una nueva gran teoría negativa y emancipatoria ya se encuentra formulada bajo el título de «crítica del valor» como crítica categorial del sistema productor de mercancías, ésta no se afirma aún con claridad y aversión emancipatoria suficientes frente a la Ilustración –cuya ontología burguesa e ideológica, por el contrario, continúa encontrándose positivamente presente como «dimensión tácita» incluso en la crítica aparentemente más radical–, siendo invocada ocasionalmente de forma axiomática y despojada de contenido por medio de muletillas rituales.
Es un hecho que, ante la imparable producción de miseria y el aumento de los procesos destructivos en el transcurso de la historia de la modernización, ya en el pasado se había formado igualmente, más allá de la contramodernidad reaccionaria, una crítica de «izquierda» de intenciones emancipatorias, pero que, por su parte, era «modernista» en el sentido más amplio del término; sin embargo, esas tentativas invariablemente no superaban las meras relativizaciones, ya que sólo se podían entender como una supuesta «autocrítica» de la Ilustración. Semejante modo de proceder pusilánime, que mantenía relaciones preferentemente amistosas con el objeto de la supuesta crítica, implicaba a priori que no se pusiese en cuestión el núcleo sustancial de la ideología de la Ilustración (la forma burguesa del sujeto y de la relación). Por eso, hace falta dar el paso decisivo que separe a la crítica definitivamente de la ideología burguesa; el Rubicón no está aún atravesado.
Lo que se volvió decisivo es la categoría de la ruptura, en la medida en que la crítica elaborada hasta hoy terminó siempre por constituir un componente afirmativo de su objeto, viéndose en la obligación de poner el énfasis más en la continuidad que en la ruptura; innumerables veces esta actitud se revestía de la fórmula hipócrita de la necesidad de conservación de un imaginario «legado» positivo. Sin embargo, en estos comienzos del siglo XXI, ya no es posible ningún camino positivo de acción y de pensamiento que se apoye en las formas del moderno sistema productor de mercancías.
Cualquier referencia a la forma del sujeto y a la legitimadora historia de las ideas de la Modernidad negativamente socializada a través de la abstracción real del valor, de cualquier manera que sea suavizada o alterada, bajo la designación de crítica ya no podrá sino hacer una figura ridícula.
Por eso se volvió necesaria una crítica radicalmente nueva de la constitución burguesa y de su historia. Las ruinas inhabitables de la subjetividad occidental no claman por la arquitecta de interiores intelectual dotada de buen gusto, sino por el conductor de excavadora provisto de la familiar pera de demolición. Esto se relaciona, sobre todo, con los fundamentos y la referencia legitimadora al pasado de todas las elaboraciones teóricas de los siglos XIX y XX, especialmente la propia filosofía de la Ilustración. Contrariamente a las teorías posteriores, se trataba aquí de una reflexión que no presuponía, desde luego, al sujeto burgués de la Modernidad plenamente desarrollado, sino que más bien ayudó en cierto modo a traerlo al mundo; la llamada Ilustración fue, en esta medida, una «ideología de imposición» del moderno sistema productor de mercancías en un sentido incomparablemente mayor que el de las reflexiones teóricas que se basaron en ella o que de ella creyeron distanciarse a lo largo de la historia ulterior de la imposición de la socialización del valor.
El pensamiento ilustrado, que en su tiempo se hiciera notar como un modo de pensar distinto e insólito, y en parte hasta difícil de comprender, no sólo se convirtió en el supuesto de todo el pensamiento teórico posterior sino que también llegó a ser parte integrante del tipo de conciencia socialmente generalizado, pasando a constituir además, bajo la forma de una especie de sedimentación inconsciente, el modo de pensar no reflexivo del sentido común burgués. Y, también bajo esta forma, tiene que ser implacable y radicalmente destruido.
3.
Esto implica, sin embargo, algunas consideraciones preliminares. Así, cualquier historia tiene, a la vez, su historia y, por tanto, tampoco el pensamiento ilustrado está exento evidentemente de supuestos; ni en el sentido de una «historia intelectual», ni en lo que se refiere a desarrollos sociales objetivados. La prehistoria o la constitución social primordial de la Modernidad podría situarse, en cuanto «economía política de las armas de fuego», en los siglos XV y XVI, cuando la «revolución militar» (Geoffrey Parker) produjo una forma de organización nueva y represiva bajo formas nuevas, la cual llevó, a través de los regímenes despóticos militares de la Modernidad incipiente, tanto al Estado moderno como al desencadenamiento del proceso de valorización capitalista (consustanciado en la «economía monetaria» en cuanto fin en sí irracional).
A este proceso se superpuso parcialmente un movimiento intelectual que se inició de forma independiente y que condujo fuera de la llamada «Edad Media» (lo que, por lo demás, constituye ya por su lado una clasificación originaria del pensamiento de la Ilustración), y que hoy ha sido catalogado bajo la denominación de época del «Renacimiento». Probablemente, una reformulación crítica del valor de la historia y de la teoría de la historia hará necesario también un nuevo establecimiento de las subdivisiones históricas. En todo caso el pensamiento renacentista, con su redescubrimiento de los clásicos de la Antigüedad, al igual que la respectiva sociedad, comenzó a manifestar, al menos en una determinada fase de crisis y transformación –recordemos por ejemplo los levantamientos populares de los comienzos de la Modernidad–, una relativa apertura hacia desarrollos y giros del pensamiento alternativos.
No obstante, después del paso por el absolutismo, que constituyó el proceso formativo primario del sistema económico y político subyacente al modo de producción capitalista, se cerró la posibilidad de otro camino de desarrollo, a pesar de que la resistencia de diversos movimientos sociales a este proceso se haya prolongado aún hasta los inicios del siglo XIX. La moderna socialización del valor comenzó entonces a desarrollarse sobre sus propios fundamentos, y el pensamiento ilustrado acompañó esta segunda fase de arranque, que iría a desembocar en la industrialización bajo la forma del valor, como una ideología de domesticación tan militante como afirmativa.
En el transcurso de este proceso, la subjetividad concurrencial circulativa introducida por la economía de los cañones de los principios de la Modernidad y por los correspondientes protagonistas sociales fue fijada en el nivel ideológico y, simultáneamente, sufrió un proceso de remoción de envoltorios que sólo sacudió el revestimiento absolutista para lanzar sobre el mundo al sujeto moderno del dinero y del Estado en estado puro, más allá de la cruda forma embrionaria, y para dotarlo de una justificación ontológica. El hecho de que este pensamiento, que por primera vez formuló de manera explícita la forma del valor como una pretensión totalitaria sobre el hombre y la naturaleza, se haya legitimado mediante un concepto de libertad y progreso paradójico y represivo, lo convirtió en una estafa para el deseo de emancipación social. Justamente por ello, la crítica acabó siendo invariablemente instrumentalizada para la imposición continua de la forma del valor.
La perpetua referencia positiva al sistema de conceptos y a los llamados «ideales» de la Ilustración constituye el contexto de oscurecimiento de un pensamiento crítico de la sociedad que, de este modo, hasta hoy día se ata a sí mismo a las categorías del sistema vigente de la destrucción universal. En la medida en que estas amarras al pensamiento ilustrado no sean cortadas, la crítica, o bien permanece como la criada de su objeto, o bien tiene que extinguirse junto a la capacidad de éste para un desarrollo ulterior.
4.
Uno de los puntos cruciales del malentendido acerca de la crítica social a la Ilustración es la arraigada interpretación según la cual se habría tratado de una promesa emancipatoria, o incluso de la promesa de libertad para la búsqueda de la felicidad por parte del hombre (pursuit of happiness). Con el propósito de una racionalidad en cuanto tal y de una crítica permanente, esta promesa fue supeditada al juicio de esa misma racionalidad, de manera que no podía sino parecer que el pensamiento ilustrado tenía que prolongarse para siempre, incluso más allá de sus creadores y protagonistas, hasta que se hubiese «cumplido». Fue precisamente por ello que se pudo mantener el malentendido fundamental según el cual la Ilustración sería algo distinto a la autorreflexión positiva del capitalismo o a la lógica del sistema productor de mercancías, y que contiene en sí momentos trascendentes de emancipación que apuntan más allá de sí misma en su constitución burguesa.
Aunque el concepto impreciso y opaco de racionalidad del pensamiento ilustrado haya sido tematizado innumerables veces, aun así la propia crítica de éste siguió siendo poco incisiva, al evitar invariablemente una definición exacta del contenido reducido y preceptivo del concepto ilustrado de racionalidad. Esta comprensión de la racionalidad, sin embargo, no contenía en el fondo otra cosa sino la afirmación militante de la forma metafísica, esto es, de la forma del valor del moderno sistema productor de mercancías o de la forma irracionalmente independizada del «sujeto automático» (Marx); designación ésta que remite al carácter absurdo del movimiento valorizador del capital reacoplado a sí mismo en cuanto fin-en-sí y, de este modo, al mismo tiempo, a la absurdidad correspondiente de la respectiva forma del sujeto, tal como ella confiere su sello al pensamiento y a la actuación de los individuos sociales atados a este engranaje. Dicho concepto destructivo de la racionalidad fue, en lo esencial, desarrollado en el seno del pensamiento ilustrado, tallándose el pensamiento reflexivo a su medida y eliminándose cualquier otro plano de la reflexión, hasta que, con el sistema de socialización del valor capitalista en vías de imposición progresiva, el «poder de los hechos» logró llegar al pensamiento en cuanto positivismo de esa racionalidad «realizada», y la reflexión, en general, pudo ser circunscrita a la prestación de los debidos servicios mínimos. Siendo esto así, la aurora ilustrada de la racionalidad constituyó, al mismo tiempo, el crepúsculo de la razón, mediado por el aprisionamiento de la capacidad humana de raciocinio en el interior de la forma nada racional de la socialización del valor.
Por eso, tampoco existe ningún motivo para que se pueda hablar de una permanencia trascendente de la intención esclarecedora de la crítica. La Ilustración, en todas sus variantes y grados de desarrollo, siempre se limitó a someter a crítica aquellas situaciones y manifestaciones que de algún modo se interponían en el camino del engranaje abrumador del movimiento de la valorización. Por ello mismo, su crítica a las realidades anteriores a la Modernidad sólo constituía una crítica al poder en la medida en que las formas tradicionales de dominación eran censuradas por su falta de eficiencia y por su falta de capacidad de injerencia en lo más íntimo de los individuos. La Ilustración fue, desde el comienzo, el examen minucioso de los puntos débiles del poder, con la intención de fortalecer a este último bajo una nueva forma, objetivada, que al mismo tiempo fue ideologizada como una forma natural insuperable. Por consiguiente, el inicio de la crítica ilustrada fue simultáneamente el fin de toda crítica, la desaparición de la crítica en la forma autorreferente de la subjetividad burguesa. La Ilustración, no limitándose a la pretensión de rechazar una crítica fundamental a esta forma, intentó convertirla literalmente en impensable.
Por todo esto, la filosofía ilustrada, en cuanto acto fundador de los valores occidentales, al no constituir una promesa ni siquiera por su naturaleza intrínseca, acabó por transformarse en una amenaza; dicho con más rigor: la amenaza asumió pérfidamente la forma de una promesa. No era la felicidad lo que se prometía, sino únicamente su búsqueda en la forma de una competencia desenfrenada y asesina que rápidamente desmiente el concepto de felicidad. El concepto de felicidad, ya de por sí vago y aleatorio, nunca designó otra cosa más que el éxito en la competencia, lo que presupone siempre los objetos de la felicidad en una forma capitalista, en cuyo exterior se da por sentado que no existe ninguna forma alternativa. La coacción a la que se somete a los individuos para que busquen su felicidad bajo la presión del movimiento de valorización es idéntica a una monstruosa amenaza en la medida en que, primero, preestablece la historia de la felicidad como una historia del sufrimiento y de la infamia y, segundo, aun en el interior del sufrimiento y de la infamia, no sólo al admitir el fracaso total y la pérdida de la existencia social, e incluso física, como posibilidad, sino al darla por supuesta desde el inicio para los necesarios perdedores.
Una vez descifrada como amenaza, la promesa ilustrada de una libre búsqueda de la felicidad ya no puede ser entendida, pues, como un ideal positivo (de cualquier manera vacío de sentido y contenido, a imagen de la falta de contenido de la forma del valor). En consecuencia, lo que está en cuestión no es posiblemente el establecimiento de una diferencia entre el ideal burgués y la realidad burguesa: sea con la finalidad de reivindicar el ideal contra la realidad y de construir una realidad burguesa ideal (la variante ingenua); sea sometiendo esa ingenuidad a una crítica aparente, con el único fin de intentar realizar el ideal, que sigue siendo burgués, supuestamente más allá de la condición burguesa. Antes bien, la misión de la crítica radical consiste en poner al descubierto el carácter negativo y destructor del propio ideal burgués e ilustrado y, con ello, la identidad de hecho entre el ideal y la realidad sobre todo en la historia de los sufrimientos y de las infamias de la Modernidad. Juntamente con la forma moderna de la felicidad, que se presenta como una verdadera desgracia, también la forma moderna de la riqueza debe ser sometida a una crítica fundamental. Ésta presupone una crítica igualmente fundamental a las concepciones ilustradas de la racionalidad, del sujeto y de la historia.
5.
Nada inculcó la ideología burguesa de la Ilustración en nuestras cabezas con mayor insistencia que la metafísica histórica respectiva. La metafísica real del trabajo y del valor está enmarcada históricamente en la construcción teleológica del «progreso». A la ontología burguesa del trabajo que define el «trabajo» realmente abstracto (según Marx, la «sustancia» de la forma del valor) como condición perpetua de la Humanidad, y a la de ahí resultante metafísica del trabajo consistente en la supuesta liberación del trabajo (y liberación por el trabajo) corresponde la ontología y metafísica burguesas del sujeto: el sujeto del trabajo, de la circulación, del conocimiento y del estado de la Modernidad, productor de mercancías, pasa a ser «el Hombre» en términos generales, al cual se encuentra asociada la promesa metafísica de una «autonomía y responsabilidad propia» emanada de la forma de pensar y actuar burguesa. A esta construcción ideológica del sujeto corresponde, a su vez, la ideología burguesa del progreso que entiende toda la historia anterior como la ascensión desde una forma inferior a otra más elevada, así como la metafísica del progreso construida sobre esta última que viene a descubrir en la moderna socialización del valor el ápice y el final de la historia.
En el pensamiento original de la Ilustración se trataba inicialmente del presunto movimiento desde el «error» hacia la «verdad», clásicamente formulado en Condorcet. La Humanidad hasta entonces, así opina Kant todavía en sus principales obras, estaba condicionada en su pensamiento y en su acción por errores sistemáticos e inconsecuencias; ella se había dedicado a irracionalidades e inclinaciones erróneas, mientras que sólo ahora, con la Modernidad burguesa, se había iniciado la era de la «razón».
Hegel se limitó a criticar esta construcción en la medida en que la refundió en una forma más refinada. De acuerdo con su versión, las condiciones premodernas del intelecto y de la sociedad no deben ser concebidas como meros errores, sino como «formas evolutivas necesarias» y estados pasajeros del «Espíritu del Mundo » que, en la historia humana, se aproximaría a sí mismo. La historia es, por tanto, una historia de desarrollo, y por añadidura, necesaria. A todas las formaciones anteriores se les concede el derecho resultante de esta necesidad que, sin embargo, va menguando a medida que retroceden en el pasado. En la identificación metafórica de la ontogénesis y la filogénesis histórico-social se presentan algo así como las etapas de un proceso de maduración de la humanidad desde estados prehumanos y semihumanos o semianimalescos a través de la infancia y de la adolescencia hasta el glorioso estado del adulto (masculino y blanco) finalmente «razonable». El positivismo, como heredero legítimo del patrimonio de la Ilustración, se dedicó desde Comte a vulgarizar, popularizar y politizar este esquema, por ejemplo en las políticas legitimadoras del colonialismo y en las posteriores teorías político-económicas del «desarrollo».
6.
La forma del sujeto que se aproxima a sí misma en esta construcción histórica es, por un lado, abstracta y universal (de ahí la «Igualdad») y, en esa misma medida, asexuada. Por otro, sin embargo, los momentos imposibles de ser abarcados por el concepto del valor, tales como la reproducción social, las formas de expresión humanas, etc., son delegados a «la Mujer» (en cuanto ser biológicamente sexual y materno) y separados de la «verdadera» forma del sujeto del valor. Así, la relación de valor sólo se presenta como trascendente y universal a primera vista, y lo hace sugiriendo constituir una totalidad que no es ni puede ser. Más allá de un concepto positivo de la totalidad, se trata realmente en la sociedad moderna de una metarrelación encubierta bajo las categorías del valor, sobre todo de la «relación de separación» determinada fundamentalmente sobre la base de criterios sexuales (Roswitha Scholz).
Esta relación que desmiente precisamente la supuesta universalidad desaparece, por una parte, en el mundo conceptual burgués e ilustrado; por otro lado, allí donde tiene que ser designada en sus manifestaciones prácticas de lo cotidiano, tales fenómenos significativamente sólo pueden representarse dentro de las categorías burguesas como «desigualdades objetivas (naturales)». De este modo, la igualdad abstracta se refiere exclusivamente al universo interior a la forma del valor y en consecuencia se aplica a la mujer sólo en la medida en que ésta actúa justamente dentro de los límites de esta forma (en cuanto compradora o vendedora de mercancías o de fuerza de trabajo), al tiempo que los momentos separados de este universo sólo en apariencia autosuficiente permanecen invisibles.
De esta forma, el universalismo del sistema productor de mercancías no es sólo abstracto (realmente) y destructivo, como resulta igualmente evidente, al carecer de una verdadera universalidad social. En cuanto esencia separada, la «feminidad» social se halla situada en el exterior del universalismo, al tiempo que la mujer empírica es desgarrada en su interior por ese mismo hecho: como sujeto también monetario, está «dentro»; como portadora de los momentos y de las áreas vivenciales separados, está «afuera».
La relación de separación en cuanto relación general paradójica de la socialización del valor implica, por tanto, la universalidad no verdadera, formal, en el seno de la esfera del valor y, al mismo tiempo, la determinación sexual de los momentos separados y excluidos, de manera que el sujeto verdadero y pleno acaba siendo definido como masculino. Así, el sujeto histórico, o sea, el portador del «progreso histórico» y de la ontología que «se aproxima a sí misma», es en principio masculino, en tanto que el momento del no-sujeto que necesariamente permanece natural y, con ello, sin historia, es femenino a causa de una supuesta determinación biológica.
7.
En una relación entre los sexos construida como relación de separación, los momentos de la reproducción material, cultural y psíquica, socialmente necesarios pero imposibles de ser representados bajo la forma del valor, son retirados del contexto de la igualdad y universalidad de la socialización del valor y, así, reducidos a una forma mutilada en la que se encuentran limitados a una existencia muda como sombra de la forma del valor. Pero toda vez que pura y simplemente no pueden ser representados bajo la forma del valor, tampoco tiene sentido querer introducir a la fuerza los momentos separados en la universalidad abstracta, delimitada por la forma del valor. Esta universalidad falsa, negativa, al fin de cuentas descansa justamente sobre la separación, sin la cual no puede existir ni ser pensada. Inversamente, los momentos separados, a su vez, no constituyen ninguna «realidad verdadera» social, cultural o psíquica en la que el universalismo abstracto pudiese ser positivamente integrado. Antes bien, lo que se encuentra separado, en cuanto tal, no puede sino encontrarse reducido y mutilado; la superación de la relación de separación y, con ella, la de la propia relación de valor, únicamente es posible como superación de ambas partes.
Sucede que la relación de separación constituye la lógica trascendente de la Modernidad que no debe ser confundida con la realidad empírica inmediata de las relaciones entre los sexos. La atribución sexual del universalismo del valor, por un lado, y la separación, por otro, no constituyen en última instancia una realidad de hecho natural, sino una construcción social; sin embargo, una construcción no fortuita y aleatoria, sino históricamente objetivada que únicamente puede ser suprimida en conjunto con la constitución formal del valor. Es, pues, en esta medida que configura un momento empírico, irrefutable, de la identidad de los individuos, pero sin que éstos se reduzcan a ella.
Por eso es una realidad empírica indiscutible que, por ejemplo, ciertas mujeres no se limiten a actuar en el interior de la esfera abstractamente universalista del universo del valor de una manera parcial, sino que se integren a él por completo, hagan carrera, etc. En esta medida, ellas son «sujetos», es decir, casi estructuralmente «masculinas», si bien, en la mayoría de los casos, bajo formas de identidad paradójicamente fragmentadas. Ello no interfiere en lo más mínimo con la lógica de la relación de separación en cuanto tal. Las mujeres de carrera, por ejemplo, no desmienten esta relación, representándola más bien en cuanto sujetos frente a otras mujeres (y, en cierta medida, frente a sí mismas). La separación en cuanto tal se prolonga, incluso bajo formas infinitamente fracturadas y fragmentadas, en tanto la relación de valor siga existiendo.
8.
El carácter abstracto, represivo, separador y exclusivista del universalismo occidental, constituido sobre la base de la relación de valor, no se afirma sólo en su nivel básico que es sexual, sino también más allá de éste. Este universalismo referido únicamente al mundo interior a la forma del valor configura bajo varios aspectos un sistema de exclusión, así como los mecanismos conducentes a ésta. La definición «del Hombre» como sujeto del valor no sólo reduce lo femenino separado a un estadio semihumano, sino que por su propia naturaleza excluye socialmente de la humanidad a todos los individuos que, a título temporal o definitivo, no (o ya no) pueden actuar en el ámbito del movimiento espontáneo del «sujeto automático» y que, por consiguiente, desde el punto de vista de éste, que se convirtió en el punto de vista de la reproducción social en general, deben ser considerados «superfluos» y, así, fundamentalmente no-humanos. El derecho ilustrado del Hombre implica la deshumanización temporal o total de los individuos no reproducibles de forma capitalista, porque desde el principio se encuentra referido al Hombre en cuanto sujeto del valor.
La deshumanización del hombre se halla objetivamente establecida por la propia definición del universalismo como delimitación al universo interior a la metafísica del valor; sin embargo, este resultado sólo es llevado a la práctica por el proceso de la competencia. La competencia decide quién, cuándo y dónde sale de la categoría «Hombre». Es por ello que la competencia recibe a priori, partiendo de la autodefinición occidental de la Ilustración, una connotación racista y (como ultima ratio de la competencia de crisis) antisemita. El racismo y el antisemitismo no constituyen, por eso, una oposición fundamental al universalismo ilustrado, siendo, por el contrario, en tanto consecuencia necesaria de la limitación a la forma del valor y, con ello, a la competencia, sus componentes integrales. El sujeto, según su propio concepto, no es sólo masculino sino también blanco.
El par lógico de la deshumanización social y de la exclusión racista, sobre todo por parte del universalismo occidental, se aplica del mismo modo que la relación de disociación que se encuentra en su base: se trata de una lógica eficaz como una construcción objetivada que no coincide de forma inmediata con la realidad empírica, pero que, de cualquier manera, la estructura. A los individuos no-blancos tiende, por eso, a aplicarse algo semejante a lo que se aplica a los femeninos: en el transcurso de la globalización, pueden ascender de forma minoritaria (y frecuentemente en las regiones de desmoronamiento global) al universalismo abstracto del valor; sin embargo, en cuanto sujetos, ello les confiere la dudosa categoría de «blancos no-blancos». Así como el ascenso de las mujeres a la categoría de sujeto del universo del valor no desmiente la relación de separación, un correspondiente ascenso minoritario de individuos no-blancos no desmiente el universalismo occidental como relación de exclusión social y racial. Y del mismo modo no tiene sentido pretender universalizar el universalismo occidental nuevamente de forma secundaria, dado que éste, por la vía de la competencia, se basa justamente en esa exclusión. La emancipación social tampoco puede invocar el universalismo de la Ilustración, al igual que la emancipación sexual.
9.
El esclarecido sujeto del valor y de la historia, que por su lógica inherente es masculino y blanco, contiene en sí una aporía imposible de solucionar en el terreno del valor. Por un lado es definido como el sujeto prominente de la «libre voluntad» burguesa que se dota de un mundo de objetos de los cuales, al mismo tiempo, se encuentra separado para siempre, como por un biombo impenetrable, debido a su propia forma autorreferente: así se encuentra retratado de forma afirmativa en la problemática kantiana de la cosa en sí; en Hegel –en cuanto movimiento de exteriorización de la libre voluntad en dirección a los objetos, en los cuales ésta, sin embargo, se mantiene como algo de otro, consonante con la pretensión, autosuficiente o autorreferente, de regresar a sí misma –, es ésta la representación lógico-filosófica del proceso de valorización y de lo que mueve a su sujeto.
Esta forma de la «libre voluntad», no obstante, es ella misma esencial e irreductiblemente objetiva, no coincidiendo, en esa medida, con la «libertad» de escoger una alternativa. Se trata tan sólo de la «libre elección» en el seno del universo de las mercancías, en función de la capacidad de pago y jurídica del individuo que, exteriormente a estos criterios, ni siquiera existe en cuanto ser humano. Con ello, el libre sujeto del valor constituye un objeto para sí mismo, objetivándose a sí mismo en cuanto ser empírico, lo que se encuentra resumido en la ética kantiana de una autoviolación verdaderamente monstruosa del individuo real según los criterios de la forma vacía de una «ley en cuanto tal».
La propia filosofía, ampliada por y apoyada en la Ilustración capitalista y economicista escocesa (anglosajona), lleva la relación aporética al paroxismo tanto desde el punto de vista de la teoría del conocimiento como del de la teoría de la acción («ética»): el sujeto en cuanto sujeto, así como la «libertad» correspondiente, no es de este mundo, al hallarse separado, por su propia esencia, de toda sensualidad, objetividad práctica y necesidad social; es un mero fantasma de la forma vacía del fetiche del valor. Sin embargo, en la medida en que este fantasma de un sujeto se refiere al mundo real, también ya «carece de libertad por necesidad natural», toda vez que sólo puede adquirir conocimiento y actuar de acuerdo con las «leyes naturales» (mecánicas) físicas y sociales, las cuales, paradójicamente y para contribuir al festín, en opinión de Kant ni siquiera son las leyes de la existencia inmanentes a la propia naturaleza, sino tan sólo la forma de conocimiento de su propia relación alienada (que aparece como algo ajeno a sí mismo) con el mundo de los sentidos. La libertad es vacía y de otro mundo, en tanto que la vida real se desarrolla según la batuta de la despiadada «ley natural» del capital y de su incesante proceso de valorización.
Aquí, el propio concepto de sensualidad es definido de forma abstracta como «sensualidad en cuanto tal», precisamente porque la verdadera referencia sensual permanece indiferente a la abstracción del valor. De ahí resulta una inversión paradójica en el concepto de sensualidad y de naturaleza: por un lado, se niega que el «proceso de metabolismo con la naturaleza» (Marx) esté él mismo constituido desde siempre de forma cultural, no siendo, en modo alguno, inmediato; y que, por tanto, la propia sensualidad se presente histórica y culturalmente de una manera diferente, incluyendo la concepción del espacio y del tiempo. En vez de ello, la sensualidad aparece de forma ahistórica bajo la forma de la sensualidad desde siempre abstracta e indiferente de la relación de valor. Por otro lado, la socialización del valor «trabaja» con fervor, como ninguna otra formación anterior, por adecuar completamente la totalidad del mundo natural y sensual, incluida la sexualidad humana, a su propio concepto; o sea, por convertir a la propia naturaleza en un estado ahistórico de compatibilidad plena con la abstracción del valor, nivelando cualquier diferencia entre la naturaleza y la sociedad capitalista (lo que constituye un proyecto condenado necesariamente al fracaso).
Al objetivar de este modo toda la naturaleza y, con ella, también la sensualidad por intermedio de la abstracción del valor, la socialización del valor como un todo se desintegra en sí misma, tal como cualquiera de sus sujetos, en una polaridad aporética de sujeto y objeto; la sociedad se convierte en una objetividad ciega que se opone a los sujetos por ella formados (estructuralmente masculinos y blancos) como un poder extraño (segunda naturaleza), mientras que los momentos que no logran encuadrarse en esta lógica tienen que ser separados y, así, «irracionalizados». La prominencia e «incondicionalidad» de la libre voluntad totalmente privada de sensualidad y, de un modo general, irrealizada, se transforma en su exacto contrario, de un objetivismo igualmente incondicional.
De ahí se infiere que, tal como la metafísica del sujeto, la metafísica histórica tiene que ser de naturaleza aporética: al sujeto de la historia, masculino y blanco, corresponde la «ley natural» objetiva de la historia, en la medida en que ésta es la verdadera historia de la sociedad; cuanto más libre, más necesario (Hegel: «La libertad es la conciencia de la necesidad»). De tal modo, la Ilustración es esencialmente una ideología de autoviolación y de autosujeción de los individuos al imperativo objetivado de la «segunda naturaleza», según los criterios del movimiento espontáneo de la forma del valor (valorización del valor) autonomizada con relación a ellos.
Como tal, si mujeres y no-blancos ascienden empíricamente a la categoría de sujeto de la metafísica del valor, no se emancipan, limitándose a trocar la reducción a la categoría de la separación y la exclusión por la otra reducción a la categoría de la auto-objetivación.
10.
Como consecuencia de su estructura aporética, el sujeto de la historia, masculino y «libre», que sólo es «libre» en cuanto ejecutor del movimiento determinado del fin-en-sí del valor, no tiene que separar únicamente los momentos de la emocionalidad, de la sensualidad, etc., sino que también debe escindirse a sí mismo en una oposición interior entre el pensamiento y la acción: de un lado aparecen los «pragmáticos» (económicos y políticos), que representan a las élites funcionales en gran medida exentas de reflexión (por lo menos en el meta-nivel de las formas sociales); de otro, los teóricos sociales, en gran medida contemplativos, que no actúan en el nivel social de forma inmediata, los cuales (tan privados de sensualidad y de emociones como los «pragmáticos») tienen que comportarse como observadores meramente «exteriores»; por así decir, como si el cerebro sobrenadara en una solución nutricia en Marte y, a través de la forma apriorística del pensamiento del valor y por intermedio de aparatos técnicos (o de la capacidad de abstracción teórica), observara desde el exterior la bullente vida objetiva de la sociedad moderna.
La escisión sistemática entre la teoría y la práctica es por eso, en realidad, parte integrante de la constitución del valor y se manifiesta simultáneamente en la correspondiente teoría metafísica del sujeto y de la historia. Los pragmáticos ejecutan la marcha de la objetividad, mientras que los teóricos contemplativos comprueban que todo lo que está conforme, está y no puede estar de otra manera.
11.
El subjetivismo, aparentemente contrario, no es más que un producto colateral periódico y una manifestación secundaria de esta lógica; o sea, la hipostatización del otro polo sin que se abandone la constitución propia de la forma. Es por ello mismo que, en efecto, fracasa invariablemente al ser reintroducido en la objetividad tanto del sujeto como de la historia. Sin embargo, en el curso de la historia intelectual burguesa, también él se consolidó y autonomizó en cuanto postura subjetivista de una falsa inmediatez que encubre el contexto constitutivo, histórico y lógico del sujeto determinado por la forma del valor del sistema productor de mercancías, presuponiendo este último de manera positivista en su génesis irreflexiva.
El resultado consiste, o bien en la mistificación, o bien en la estetización (o en ambas) de la subjetividad moderna en su existencia banal y miserable como agente y «orificio bucal» del movimiento de valorización carente de sujeto. Desde el romanticismo, pasando por los supuestos solitarios Kierkegaard, Schopenhauer y Nietzsche, hasta la llamada filosofía de la vida, el existencialismo de Heidegger y similares, la ideología nazi, asociada a éste y de poderosos efectos sociales, y los movimientos del pensamiento alimentado por estas raíces en la segunda mitad del siglo XX, discurre toda una cadena de manifestaciones de esta falsa inmediatez ideológica del sujeto del valor que se vivencia dolorosamente como «derrelicto» [abandonado, desamparado; N. del T. esp.] en un mundo que le es extraño y clavado a la cruz de su objetividad para, en un abrir y cerrar de ojos, heroizarse a sí mismo en esta existencia en vez de sublevarse contra tal estado y de emanciparse de él.
12.
La forma de pensamiento y de la adquisición de conocimiento, tanto de los «pragmáticos» como de los teóricos contemplativos, es la lógica de la identidad. En ésta, en términos prácticos, el mundo, la naturaleza, así como la sociedad y todos sus miembros, son asimilados a la abstracción del valor, siendo compatibilizados con y, en esta misma medida, iguales al valor. Este enfoque, ya de por sí destructivo, configura, por decirlo así, una «intención objetiva»; es decir, una inversión que, a su vez, remite a la paradoja fundamental de la relación social, en la medida en que las intenciones de los individuos y de las instituciones se encuentran preformadas por la forma de percepción y de actuación que les es propia, antes de toda intención «subjetiva». En el proceso de valorización puesto a actuar sobre sí mismo (proceso del trabajo, proceso de la circulación, retorno del capital financiero multiplicado a sí mismo), el sujeto del valor extiende las cualidades de signo diverso en el lecho de Procrustes de la abstracción del valor. Todo y cualquier cosa, desde la materia más bruta hasta las emociones del alma, se encuentra sujeto a tal proceso de identificación práctica, según la característica una y única de esta abstracción real.
El resultado es una economización siempre creciente, y un tratamiento del mundo en función del proceso de abstracción del valor, que es tan sólo flanqueada y en muchos casos hasta incrementada por las ideologías aparentemente contrarias de la mistificación y de la estetización. Incluso se da por supuesto que el proceso de consumo en cuanto reproducción material de la vida debe someterse en la mayor medida posible a esta forma y adecuarse a ella, en tanto que los momentos que nunca se encuadran en ella, que invariablemente constituyen el reverso de la forma y, de algún modo, un mero «resto» se remiten a la separación (de connotaciones sexuales). Sin embargo, el sujeto de la separación, «femenino» en los términos de la historia social, las mujeres de las ruinas de la historia en cuanto batallón de remiendos de la socialización del valor y de las devastaciones por ella causada, debido precisamente a las «virtudes femeninas» no pueden detener la catástrofe constituida por la forma del valor, ni superar sus imperativos, porque justamente él mismo constituye tan sólo la figura simétricamente invertida, negativamente idéntica al sujeto del valor «masculino», hallándose constituido juntamente con éste.
Lo mismo se aplica, por su parte, a las culturas premodernas, excluidas de forma racista, o a sus réplicas ideológicas. El «buen salvaje» que desde Rousseau puebla el pensamiento ilustrado, un fantasma proyectivo del presentimiento de los contenidos destructivos de la propia filosofía ilustrada, proporciona mucho menos un potencial para la superación emancipatoria de la Modernidad productora de mercancías. Las reales relaciones de fetiche premodernas ni eran mejores que las modernas ni son capaces de aportar la menor indicación sobre cómo la furia asesina de la socialización del valor podría ser detenida. Mucho menos aún se encuentra un potencial emancipador en la construcción meramente ideológica de un pasado idealizado o de «culturas» extraeuropeas que, después de siglos de una historia de imposición del capitalismo, sólo pueden ser caricaturas de la socialización del valor y de la subjetividad correspondiente.
13.
El impulso interior del movimiento de la valorización en cuanto proceso histórico consiste en llegar a la autosuficiencia absoluta de la vacía abstracción formal, maltratando, por consiguiente, a los objetos del mundo durante el tiempo necesario para que éstos desaparezcan en el vacío de esa forma –o sea, por la vía de la aniquilación del mundo. Así se encuentra establecida la pulsión de muerte del sujeto ilustrado y de su racionalidad, caracterizada por la lógica identitaria y por la separación, que se va desplegando a través de la historia de la modernización. Esta pulsión de muerte se dirige igualmente contra el principio de lo separado, connotado como lo «femenino», a pesar de que y justamente porque éste configura la forma del mantenimiento negativa del sistema. Como la pretensión totalitaria de la forma del valor únicamente puede ser representada al precio de la separación, es decir, de la (admitida) «incompletitud» y de la deficiente autosuficiencia en el mundo físico y social, el impulso totalitario tiene que acabar por volverse contra la capacidad de reproducción del propio sistema. La imposibilidad lógica de la forma del valor total, de las perfectas desensualización y asocialidad, se torna práctica bajo la forma de la aniquilación del mundo y de sí misma.
Al práctico economismo totalitario de la forma vacía corresponde la política, en primer lugar, como su forma de imposición enfática (de forma redoblada desde la Revolución Francesa), que cristaliza bajo la forma de la administración de la relación de valor (administración de crisis) para finalmente terminar como forma de la conciencia de la pulsión de muerte moderna, como forma de la aniquilación y la autoaniquilación, en los procesos de descomposición del sistema productor de mercancías.
La misma forma de pensamiento y de conocimiento se reproduce en la reflexión teórica, contemplativa, como una lógica identitaria conceptual, reflexiva. Tal como los «pragmáticos» de la Ilustración burguesa, estructuralmente masculinos y blancos, se esfuerzan por maltratar al mundo, en términos prácticos, de un modo totalitario, así los teóricos contemplativos correspondientes intentan abarcar el mundo conceptualmente y de un modo no menos totalitario. Tal como en la práctica, también en el pensamiento reflexivo todo aquello que no tiene cabida en el concepto identificador (bajo el prisma de la abstracción del valor), o bien es suprimido, o bien es separado. El teórico contemplativo en cuanto sujeto del valor se refleja de un modo narcisista y autista en el mundo, en cuyos objetos vuelve siempre a reconocerse y a adorarse en su existencia abstractificante y permanentemente separadora.
Se da por supuesto que el mundo cabe en la totalidad del valor sin que quede fuera ningún resto, debiendo ser pasible de ser representado o, si no, zozobrar pura y simplemente. De ahí la exigencia de la absoluta y positiva inequivocidad y «deductibilidad» conceptual (pensamiento sistémico positivo). Tanto a la lógica identitaria práctica como a la teórica corresponde la tendencia a la ausencia de relaciones (tanto sociales como eróticas) y la incapacidad para las mismas, como reflejo de la tendencia de la abstracción del valor a la autosuficiencia en la forma vacía. Sucede que hasta el teórico contemplativo en el ámbito de la lógica identitaria más duro de roer tampoco logra tener cabida en la piel del valor, como cualquier otro individuo. Para lidiar con los problemas que así se perfilan, es que sirven justamente aquellas ideologías de mistificación y estetización en que el sujeto del conocimiento, blanco y «masculinamente» adepto a la lógica identitaria, puede refugiarse y dedicarse a la autoheroización en caso de necesidad.
14.
En el romanticismo, en la filosofía de la vida, en el existencialismo y sus derivados diversos, la irracionalidad represiva y destructiva de la relación de separación del valor se manifiesta de forma inmediata también por el lado del sujeto del valor, haciéndolo, no obstante, bajo las formas correspondientes. Al tiempo que los momentos separados de la sensualidad, de la emocionalidad, del acto de «cuidar y mimar» –imposibles de economizar por la falta de su representabilidad bajo la forma del valor o, si lo son, sólo al precio de fricciones catastróficas en las áreas de reproducción asociadas al mismo, etc.–, que no encuentran cabida en la forma del valor, se presentan como irracionalidad «femenina», natural, imposible de abarcar de forma conceptual (y, en última instancia, a eliminar), por oposición al sujeto endurecido del valor, ese sujeto de la racionalidad definida por el valor se naturaliza y se irracionaliza a sí mismo en las ideologías subjetivistas; pero sólo de forma compensatoria, en cuanto aquello que es. La racionalidad abstracta da lugar, sin previo aviso, a una irracionalidad igualmente abstracta, volviéndose nítida la identidad entre la racionalidad burguesa y la locura objetiva.
Con la adopción romántico-existencialista de la irracionalidad, el sujeto del valor no se desmiente; consecuentemente descubre en sí el lado «femenino», sensual, sólo bajo la forma de una imaginación de muerte y matanza, tal como ésta se formó desde los orígenes de la «revolución militar» ocurrida en los inicios de la Modernidad, en el «culto a los cañones», desarrollando la relación con el mundo sensual como una lógica abstracta de aniquilación que se objetiva en la pulsión de muerte de la forma del sujeto determinada por el valor. El culto romántico de lo fragmentario es el culto de las ruinas del mundo devastado por el valor, o sea que no es lo opuesto al totalitarismo de la lógica de la identidad, sino más bien su reflejo en el mundo de los sentidos. El sujeto del valor ilustrado es únicamente «sensual» si, en sentido figurado o literal, arrasa al mundo y avanza en medio de ríos de sangre que le lleguen hasta las rodillas. Esta sensualidad negativa es ella misma abstracta, ya que en ella se manifiesta de forma inmediata, periódicamente y en grados históricamente crecientes la pulsión de muerte del sujeto del valor que quiere completar el mundo en la forma vacía de su abstracción real.
El amor romántico, en su acepción masculina, prefiere su objeto bajo la forma de un cadáver sacado del agua (Ofelia); desde sus formas de expresión más artificiosas hasta la mesa de los clientes habituales de la cervecería («La barriga estaba cubierta de musgo; ¡señores míos, la nuestra!»). La historiadora literaria Elisabeth Bronfen presentó a este respecto, a comienzos de los años 90, una extensa monografía (Sólo por encima de su cadáver. Muerte, feminidad y estética). En las ideologías de «sangre y suelo», esta irracionalidad asume ella misma la forma del concepto de racionalidad; y es en los campos de batalla de la historia de la modernización donde esta sensualidad negativa, abstracta, se acerca a sí misma; en el abrazo amoroso de hombre a hombre entre los sujetos del valor que se traspasan mutuamente con sus bayonetas, tanto como en la romantización de los delirios sanguinarios de las grandes guerras industrializadas del siglo XX (Ernst Jünger).
Tal como la separación de los momentos de reproducción definidos como «femeninos», imprescindibles pero aun así siempre de nuevo y cada vez más brutalmente descuidados, restringidos o destruidos sin más rodeos, no pone en cuestión al sujeto del valor destructivo, sino que más bien lo hace posible mientras la pulsión de muerte no se haya cumplido, así la irracional ideología existencial y la negativa, sangrienta sensualidad de la masculinidad de la Ilustración encaminada hacia el romanticismo, mucho menos superan a este sujeto, llevando preferentemente a su esencia destructora del mundo a manifestarse.
Es en el periódico ataque de fiebre de los pragmáticos esclarecidos y racionales y de los propios teóricos contemplativos esclarecidos y racionales donde se muestra la irracionalidad de esta racionalidad. Se trata, por tanto, de Kant en el estado de la sensualidad, esto es, del aniquilamiento de todo lo que está vivo y no logra encajar en la abstración del valor. En esto se pone de manifiesto la identidad negativa, polar, entre la Modernidad burguesa y la (aparente) anti-Modernidad burguesa. Y, en efecto, es sólo en esta identidad inmediata entre la racionalidad y la aniquilación bajo la forma del valor cómo el pragmático puede coincidir con el pensador. La unidad burguesa entre la teoría y la práctica es el campo de exterminio, la explosión nuclear, el bombardeo de una región entera. Es en eso en lo que consiste el oculto denominador común entre Kant, Hitler y Habermas, entre la ideología alemana y el pragmatismo de los EE.UU., entre la libertad compulsiva de los liberales y el autoritarismo totalitario. A pesar de todas las diferencias históricas en la historia de la imposición de la socialización del valor, este denominador común se torna visible en las grandes crisis y, especialmente, en los límites del sistema. Y, en este sentido, conviene pensar junto lo que junto debe estar.
15.
Bajo muchos aspectos, el marxismo no constituye la superación, sino solamente la continuación y la prolongación de la destructiva metafísica del valor del sujeto y de la historia, propia de la Ilustración. Como es sabido, el propio Marx, y mucho más el llamado marxismo, adoptaron en lo esencial la versión hegeliana, ampliada, de la ontología y de la metafísica ilustrada del progreso, limitándose a intentar darle la vuelta supuestamente de la cabeza a los pies de un modo «materialista». La «historia necesaria del desarrollo» se convirtió en la historia político-económica de los «modos de producción» en armonía con los «modos de pensar» (materialismo histórico). A la reinterpretación materialista correspondió una prolongación de la construcción ilustrada. Tal como la historia necesaria del desarrollo del espíritu del mundo en la aproximación a sí mismo se convirtió en una historia necesaria de fuerzas y condiciones de producción, así el final glorioso no debía consistir en la sociedad burguesa, sino en el «socialismo obrero».
El marxismo se limitó, por tanto, a postular un «estadio del desarrollo objetivamente necesario» adicional y suplementario que todavía debía seguir al burgués, revelándose así como un mero apéndice de la metafísica histórica de la Ilustración. Es un hecho que Marx había designado ocasionalmente al socialismo/comunismo, no como un final de la historia, sino, de manera precisamente inversa, como ese «fin de la prehistoria», concepto éste que podrá proveer un primer punto de partida para una crítica más abarcadora; sin embargo, esta formulación corresponde justamente a los momentos de la teoría marxista que no son compatibles con la ideología de la Ilustración y que, por eso, (sobre todo bajo la forma del concepto de fetiche) no son compatibles siquiera con el materialismo histórico. La forma de fetiche del valor, en sí misma, poco o nada tiene de «material».
Con relación al «doble Marx», por tanto, el materialismo histórico se encuadra plenamente en la herencia burguesa e ilustrada, en el Marx de la modernización y del movimiento obrero; lo mismo se aplica igualmente a la versión marxista del concepto de «progreso» que, en lo fundamental, se encontraba tan sólo al servicio de la función de vanguardia del marxismo del movimiento obrero en el proceso de modernización capitalista (creación de una subjetividad jurídica y ciudadanía generalizada, etc.).
Lo que acompañó a todo esto fue, consecuentemente, la parcialidad categorial del marxismo también en cuanto a los otros momentos de la ontología y metafísica capitalistas; no sólo en lo que respecta a las formas de relación social objetivadas del trabajo y del valor, sino también con relación a la forma burguesa del sujeto, ya que el acceso a la misma y el reconocimiento social en el seno de la misma constituyó la causa histórica esencial del movimiento obrero. A la versión materialista de la metafísica histórica ilustrada correspondía necesariamente una versión materialista de la metafísica ilustrada del sujeto (sobre todo bajo la forma de la ideología sociologista de clase), incapaz de pensar hasta el fin la superación de la forma histórico-social subyacente.
Como es lógico, el marxismo, de este modo, fue también sólo capaz de abordar la relación entre los sexos en el ámbito de la forma burguesa del sujeto, a fin de resolver las «tareas» ya planteadas, en principio, por la ideología de la Ilustración, pero que todavía se encontraban pendientes, esto es, como «cuestión de la equiparación», abstracta y jurídica, referente a la ciudadanía en un Estado (en analogía a la lógica correspondiente de los sujetos masculinos asalariados), mientras que, al mismo tiempo, la delegación de los momentos separados a «la mujer» (la proletaria como «paridora» de «soldados del trabajo») fue adoptada igualmente de la ideología de la Ilustración bajo la forma de un materialismo biologista de la relación de separación ya imaginado por la misma.
De un modo por completo semejante se presentaba la relación marxista con el racismo y el colonialismo: también a este respecto, el movimiento obrero adoptó en gran medida la idea ilustrada de la superioridad blanca y de la «misión civilizadora» del capital, apenas atenuada por la contenida crítica a los «excesos» colonialistas. Por todo ello, también el sujeto del progreso histórico-metafísico en dirección al socialismo en cuanto supuesta culminación de la historia del progreso de la humanidad sólo podía ser, en principio, masculino y blanco.
Al apego a las categorías reales capitalistas, al inventario esencial de la ideología ilustrada y a la relación de separación tenía que corresponder un apego igual a las formas de la reflexión teórica. Marx, en su crítica a la economía política, representó con claridad la concatenación categorial y el proceso de reproducción del capital, aunque, por ahora, se limitó al núcleo de la relación de valor sin contemplar la dimensión de la relación de separación y sin darse cuenta, de un modo sistemático, de la forma de la política (lo primero, por falta de comprensión; lo segundo, por falta de ocasión para la elaboración respectiva). Resumida de una manera semejante y, por eso, contradictoria, una vez encuadrada en la metafísica ilustrada del progreso, debió permanecer la representación marxiana del colonialismo.
En segundo lugar, la forma de la representación es lo que es justamente por poder ser leída de un modo positivo y conforme a la lógica identitaria como una mera versión materialista y económico-política de la teoría de los sistemas totalitaria en el sentido hegeliano, mientras que la teoría negativa de la constitución del fetiche se presenta, antes que nada, como una «bala perdida» (que desde siempre ha causado extrañeza, sobre todo, al pensamiento deductivo masculino y caracterizado por la lógica identitaria). Una vez aislado este cuerpo extraño, el marxismo del movimiento obrero puede, por eso, adoptar la teoría marxiana de un modo positivista, como instrucción para la actuación en el interior de la envoltura de la forma del valor y de la forma burguesa del sujeto.
Bajo este aspecto, el marxismo probó de un modo especialmente consecuente ser un mero apéndice de la ideología de la Ilustración, en la medida en que, como su «heredero», siempre se colocó de un modo consecuente del lado de la racionalidad bajo la forma del valor («razón») y del «progreso» de ésta misma. La irracionalidad de la propia relación tenía que ser siempre entendida, así, como exterior y hostil con relación a las respectivas formas de pensamiento, en vez de reconocerse el carácter perfectamente inmanente de las ideologías subjetivistas e irracionalistas y de las correspondientes consecuencias devastadoras. En la reducción al «racionalismo de los intereses» supuestamente sociológico de la forma del valor, el pensamiento marxista acabó por demostrar ser más papista que el papa en cuanto al concepto de racionalidad capitalista e ilustrado, en la medida en que siempre quiso «realizar» los ideales burgueses abstractamente universalistas (que, justamente como tales, no dejan de ser una mentira, toda vez que son separadores y excluyentes) contra la irracionalidad burguesa ideológicamente exteriorizada, intentando comprender los movimientos intelectuales y las formas de actuación destructivas correspondientes a esta irracionalidad objetivada de la racionalidad burguesa como una «traición» perpetrada por el mundo burgués contra su propia racionalidad, en vez de encararla como su consecuencia intrínseca y necesaria (lo que se encuentra demostrado de forma ejemplar en Lukács, en su flojísimo tratado sobre el supuesto «Asalto a la Razón»).
Siendo así, el marxismo del movimiento obrero se convirtió en el impulsor de la historia subsecuente de la modernización capitalista justamente por el hecho de parecer representar la pureza de la forma del pensamiento y de la acción, pautada por la lógica identitaria, de la racionalidad burguesa idealizada contra la irracionalidad desbordante propia de esta última. Fue esto lo que constituyó su fuerza en la época, en cuanto la socialización del valor se encontraba todavía en ascenso histórico; posteriormente, sin embargo, fue también lo que lo volvió obsoleto al final de este desarrollo inmanente de la relación de valor.
Tal como sucedió, de un modo general, en el seno de la ideología ilustrada y en el proceso real del moderno sistema productor de mercancías, el movimiento obrero tuvo así que reproducir igualmente la escisión burguesa entre la teoría y la práctica en el modo de reflexión de un marxismo positivista. Sus representantes (en su mayoría, como es evidente, también empíricamente masculinos y blancos) se dividían, por su parte, en «pragmáticos» y teóricos contemplativos. Los primeros escindieron la práctica social, a imagen del ejemplo burgués y según la lógica identificadora, en acción económica (sindicatos análogos a la gerencia, y entretanto parte integrante de la misma) y en acción política (el partido, primero como aspirante y por fin como parte integrante también de la clase política); los segundos desarrollaron y cultivaron un aparato conceptual marxista subordinado a la lógica identitaria en el sentido de la abstracción del valor (percibida en términos sociológicos de un modo abusivamente esquematizado y, por ello, deficiente en lo que respecta a su inmanencia).
16.
Con el correr el siglo XX, la concepción ilustrada de la metafísica de la historia y del sujeto se fue volviendo cada vez más dudosa y frágil, sin poder ser resuelta de forma positiva en el terreno de la socialización del valor y de la respectiva relación de separación. Sólo la transición hacia la crítica del valor aproxima la superación de esta forma moderna de la sociedad a la posibilidad correspondiente de ser pensada. Una teoría bisagra o de transición esta constituida, en especial, por la teoría crítica de Adorno. La reflexión de este último pone en cuestión la forma burguesa del sujeto (más allá de la teoría limitada en términos de clases del marxismo del movimiento obrero) de un modo fundamental en dos momentos: por supuesto, en cuanto forma de relación del intercambio de mercancías y, luego, como forma del pensamiento –concebida como concatenada con la primera– de la lógica identitaria, en que el mundo es reducido al mismo denominador de la forma abstracta y, con ello, es violado y, al fin, acaba por ser destruido.
Sin embargo, la crítica de Adorno de la metafísica subjetiva de la Ilustración se empantana a mitad de camino, y ello se da bajo tres aspectos. Primero, la crítica de esta forma es incompleta, ya que permanece circunscrita a la forma de relación primaria (el intercambio de mercancías), sin abarcar de una manera sistemática ni el modo de producción (trabajo), ni la forma de relación secundaria (subjetividad jurídica, política), comprendiendo, por tanto, la forma negativa de la totalidad del valor sólo en el nivel de la circulación. Segundo, la crítica sobre todo es también incompleta porque Adorno, a pesar de esbozos y llamadas de atención dispersos, llega tan poco como Marx hasta la forma jerárquicamente superior de la relación de separación. Tercero y último, Adorno acaba incluso por retirar su crítica en la medida en que designa simultáneamente a la propia forma del sujeto de circulación, que para él constituye el soporte de la lógica identitaria destructiva, como el soporte positivo indispensable de la emancipación de sí mismo, lo que, como es evidente, sólo puede constituir una ampliación y una caricatura de la ideología aporética de la Ilustración, que descansa sobre la estructura real aporética del valor.
Del mismo modo, como en Adorno la liberación de la metafísica subjetiva de la Ilustración permanece incompleta y, al fin y al cabo, resulta fallida, la cuestión se traslada a lo relacionado con la metafísica histórica ilustrada. En vez de resolver la construcción histórico-metafísica, Adorno sólo la prolonga bajo el signo inverso: el lugar del optimismo histórico de la Ilustración es ocupado por un correspondiente pesimismo histórico. La historia del progreso se convierte en una historia de la decadencia, precisamente porque la liberación de la forma del sujeto burguesa no ha tenido éxito.
Esto se desarrolla en dos niveles que deben ser bien diferenciados y que revelan el doble apego de Adorno, no resuelto además de forma consecuente, tanto a la filosofía ilustrada como al marxismo del movimiento obrero. Por un lado, sobre todo, en el metanivel de la ontología suprahistórica y antropológica; aquí, la liberación del hombre de la «primera naturaleza», convencionalmente de connotaciones femeninas, se presenta como en esencia fallida, al transformarse en la «segunda naturaleza» de relaciones de poder (el dominio destructivo sobre la naturaleza y el dominio del hombre por el hombre). Así, la historia en general se transforma en una historia de la fatalidad que amenaza con acabar en la recaída en la «primera naturaleza». Sin embargo, esto también podría leerse como que el sujeto del valor, abstractamente universal y «masculino», podría deslizarse hacia el apego «femenino» a la naturaleza y, por consiguiente, también como el miedo del sujeto burgués del valor a sus propias consecuencias.
Por otro lado, Adorno piensa la propia historia de la decadencia también en el nivel de la ontología histórica capitalista. En este contexto, la «realización de la filosofía» se le presenta como incumplida, lo que no quiere decir otra cosa sino que los supuestos potenciales emancipatorios (por así decir, alucinados) de la ideología de la Ilustración, a la que se agarra con uñas y dientes a pesar de haber comprobado él mismo lo contrario, habrían desgraciadamente fracasado, pudiendo ser apenas recordados con nostalgia («in memoriam»).
En lo que se refiere a la teoría, sería precisa y paradójicamente (de manera contraria a la aparente solución de Adorno, errónea, apologética y, por eso mismo, aporética) el modo de reflexión profundamente marcado por la lógica identitaria de la Ilustración y del marxismo que, en cuanto «filosofía», no habría de «realizarse» ni siquiera mínimamente, y habría zozobrado ante semejante desafío, pero que se «realizó» de hecho, de forma real y destructiva, precisamente en cuanto proceso de imposición de la socialización del valor y de la relación de separación.
En lo que se refiere a la categoría de portador de esta emancipación aparentemente perdida, fue el movimiento obrero el que, según Adorno, «en rigor» habría tenido la vocación de salvar y «realizar» los contenidos supuestamente liberadores del sujeto de la circulación burgués (que en realidad constituyen lo contrario de una liberación) a través de su generalización trascendente; sin embargo, aquél habría fallado su vocación y, con ello, en el fondo la oportunidad histórica estaría perdida. No obstante, el movimiento obrero cumplió en realidad su vocación limitada a la socialización del valor y por eso mismo se marchitó.
Por consiguiente, Adorno queda aprisionado tanto en la metafísica histórica ilustrada como en la del marxismo del movimiento obrero, sólo que en una versión negativa y pesimista. Es que en la historia de la «fatalidad» de una liberación fracasada de la «primera naturaleza», a la cual acaba por reducir toda la historia de la humanidad premoderna, habría sido luego el nacimiento del sujeto del valor, del sujeto de la circulación provisto de una lógica identitaria (cuyo alter ego del sujeto del trabajo, en una ontologización no reconocida, permanece implícitamente presupuesto) lo que habría ofrecido una posibilidad de detener el curso de esta fatalidad –cuando en realidad, incluso observado de forma inmanente en el sentido de la construcción histórica de Adorno, la aceleró hasta llevarla a su punto culminante.
Y, al malentender la lucha del movimiento obrero por el reconocimiento en la forma de sujeto burguesa –así como al propio movimiento– ideológicamente como posible transformación emancipadora que condujese más allá de la socialización del valor, su revelación (aunque reflexionada de una forma incipiente) en cuanto lo que aquélla fue realmente tuvo que asemejársele a una recaída en la marcha de la fatalidad ya de por sí encaminada. La Ilustración, el sujeto burgués de la circulación y el movimiento obrero habrían constituido de este modo, por decirlo así, un mero compás de espera o una indefinición temporal en esa marcha. Los seguidores «ortodoxos» de Adorno que se hayan quedado detenidos en este estado de la reflexión no pueden, por consiguiente, pensar más lejos ni liberarse realmente del marxismo del movimiento obrero, pudiendo sólo prolongarlo en una versión negativa para finalmente, llegados a la frontera histórica de la relación de valor (y ante los procesos destructivos que a ella se hallan asociados), volver a caer de forma inmediata en la ideología ilustrada y, así, atrás del estado de la reflexión de Adorno.
17.
Paralelamente a la reflexión de Adorno, se desarrollaron otras dos vetas de la elaboración teórica que, sin embargo, intentaron asimilar la caducidad de la metafísica del sujeto y de la historia de un modo sustancialmente más afirmativo que aquél. El estructuralismo (Lévi-Strauss, Barthes, Lacan, etc., y en versión marxista, Althusser) y la teoría de los sistemas (Luhmann) liquidaron la ilusión subjetiva del pensamiento ilustrado sólo para formular la ciega objetividad de la socialización bajo la forma del valor, es decir, el otro polo de la misma forma del pensamiento y de la actuación, de una manera nueva y más abarcadora. Ya el propio pensamiento ilustrado había delimitado estrictamente la autonomía del sujeto –y con ello su aptitud para formar parte de la historia– al ámbito reducido de una objetividad irreflexiva que, sin ningún problema, era equiparada a la «naturaleza» y a las leyes de la misma. Al fin de cuentas, es precisamente en esto que se manifiesta la aporía de ese pensamiento, la conversión instantánea de la autonomía en heteronomía, de la libertad en coacción por la necesidad. Las supuestas libertad y autonomía se revelan, así, como el reflejo condicionado de una irracional «segunda naturaleza», de una seudonaturaleza de la forma social ontologizada que es ideologizada como componente de la primera naturaleza.
El estructuralismo y la teoría sistémica, la última de las cuales se remonta incluso directamente a la biología teórica (H. Maturana), prolongan este falso naturalismo del ámbito histórico-social en forma redoblada: el pensamiento ilustrado no es superado, sino que su aporía es sólo encubierta por una unilateralización objetivista. El sujeto autónomo ilusorio es derribado de su trono únicamente para celebrar la objetividad casi naturalista, existente y pensada colateralmente desde el inicio, en una apoteosis árida, sin pasión, «liberada» de las emociones ideológicas de la historia de la imposición –aunque «celebrar» sería decir demasiado, ya que los contables de una facticidad que se procesa de forma cibernética ya no pueden glorificar nada, y sólo son capaces, en el mejor de los casos, de poner de manifiesto, tal como Luhmann, cierta lucidez sardónica.
La aporía de sujeto y objeto del pensamiento ilustrado es devuelta enteramente al ámbito del objeto, mientras que este último, por así decir, se purifica con relación al naturalismo abstracto en un movimiento estructural y sistémico que ocupa el lugar del anterior sujeto de la historia. El supuesto triunfo estructuralista y de la teoría sistémica sobre la metafísica y la ideología subjetiva del «pensamiento de la vieja Europa» se revela como una mera conclusión de su historia de vulgarización positivista, en la cual éste se aproxima a sí mismo.
El sujeto de la historia, antiguamente enfático y masculino, abandona los poderes, los estandartes y los emblemas de su libertad para, como una especie de analista social automatizado, observar su propia miseria en los «procesos de información» de las máquinas sociales. Althusser, en esta ocasión, resume involuntariamente la lucha de clases como un mero proceso estructural con actores ejecutantes automáticos. Y Lacán dirá sobre el movimiento de 1968: «Son las estructuras que salieron a la calle».
Con este desmontaje del sujeto masculino y blanco de la Ilustración, tanto en la figura del teórico contemplativo como en la del pragmático (los imperativos sistémicos, cibernéticos y carentes de sujeto, apenas tienen que ser ya constatados por una parte y ejecutados por otra), la relación subyacente de separación sexual no es desmentida, como se podría esperar, sino, por el contrario, al igual que la forma del valor, definitivamente ocultada en cuanto objeto específico. Ella se diluye en el contexto sistémico abstracto como una estructura entre estructuras. Bajo este aspecto, ahora todos los gatos son pardos y todas las contradicciones que se manifiestan son adheridas a una lógica afirmativa y cibernética que es siempre la misma; esto fue llevado a la perfección por Luhmann, bajo la forma de un tratamiento sucesivo de todas las áreas en el ámbito de la misma conceptualidad árida y tautológica: la pareja de amantes y, de un modo general, la relación entre los sexos es tratada como «sistema» o «subsistema», tal como «la economía», «la cultura», «la religión», etc.
Junto con el concepto enfático del sujeto autónomo, desaparece también necesariamente el de la historia. La historia se disuelve en la intemporalidad de una lógica estructural y sistémica omnicomprensiva que rige a la naturaleza y a la sociedad de igual modo según leyes eternas. Las alteraciones ya no se presentan como historia hecha por seres humanos, sino como una denominada «diferenciación progresiva» de lógicas estructurales o la «autopoiesis» [autocreación: N. del T. portugués] de contextos sistémicos. Las crisis no son percibidas como límites de una formación histórica, sino como «interferencias» y «cortocircuitos» en los procesos de diferenciación progresiva, así como los individuos sólo pueden experimentarlas como una especie de amebas sociales.
El lugar de la crítica que se legitima con argumentos históricos es ocupado por el encogimiento de hombros del cibernético de la teoría social. Con esto se alcanza el estadio terminal tanto del teórico contemplativo como del pragmático. Las huellas se esfuman, el criticable concepto del valor o del movimiento de valorización desaparece, en el fin de la historia de su imposición, en el Nirvana ahistórico de la forma de un «sistema en general» y de su «estructuralidad en general».
18.
Este penúltimo estado de decadencia del pensamiento ilustrado es de tal modo insatisfactorio y desenmascarador que, bajo la forma de las llamadas teorías posmodernas o del «postestructuralismo», tuvo que dar a luz otro subsiguiente y último, en el cual la falta de salida de la Modernidad productora de mercancías aparentemente se resuelve a las mil maravillas, aunque, por así decirlo, de una manera precaria. Una vez más, fueron teóricos franceses (que entroncan de un modo inmanentemente crítico con el estructuralismo) como Lyotard, Derrida y, en especial, Foucault, quienes, con el énfasis puesto en formas diversas y recurriendo a un vastísimo acervo histórico y contemporáneo, intentaron superar la esterilidad y monotonía estructuralista, sin captar, no obstante, la subyacente relación formal social pautada por el valor y por la separación, para llegar así a reformular la cuestión de la crítica radical. Por el contrario, la posmodernidad y el postestructuralismo presuponen positivamente el oscurecimiento, propio de la teoría de los sistemas y del estructuralismo, de la definición específicamente histórica del sujeto y de la forma a fin de volverse a colocar contra ese telón de fondo y, de cierto modo, recuperar una operacionalidad ilusoria sobre ese terreno ya delimitado en términos afirmativos.
Es, pues, precisamente en esto en lo que consiste lo que estas formas de pensamiento tienen en común, lo que suele ser negado por sus receptores porque éstos no se dan cuenta siquiera de que el marco de referencia es el mismo –tan maciza fue la eliminación de la propia formulación del problema. Junto al marxismo del movimiento obrero, simplificado abusivamente bajo el prisma de la sociología de clases, también la crítica marxiana del fetiche y de la forma, erróneamente confundida con aquél y completamente incomprendida, hace mucho tiempo que fue enterrada. Al ser así, aunque la reflexión de la teoría de los sistemas y del estructuralismo se encuentren en el mismo nivel de abstracción que el «otro» Marx, ello sucede, sin embargo, de un modo desteorizado, acrítico de la forma y, por eso, afirmativo.
Todo el pensamiento de lo «pos» presupone, más aún que la más servilmente aduladora de las viejas ideologías burguesas, las categorías del sistema productor de mercancías como fundamento natural de la existencia; sin embargo, ya no lo hace de forma explícita, toda vez que lo hace más allá de la historia de la imposición. Al fin de cuentas, el estructuralismo y la teoría de los sistemas ya habían preparado el terreno. Ahora, el sujeto es «recuperado» bajo una forma reducida, mutilada, pero la historia no.
Después de que la forma social y, con ésta, todo y cada análisis y crítica basados sobre la historia de la respectiva formación desaparecieron de la reflexión, queda como sustrato histórico una ontología positivista del «poder» (Foucault) o una igualmente positivista ontología del «texto» (Derrida), de cuyo carácter ontológico los correspondientes protagonistas ni siquiera se dan cuenta, una vez que es establecida, como axioma, sin justificación y, por consiguiente, también sin constitución (pura y simplemente; de manera ahistórica). Separados de su definición limitativa, los conceptos de poder y de texto, o de «intertextualidad» (Julia Kristeva), se convierten en sinónimos de la totalidad indefinida de la realidad social.
Estas construcciones de poder y de texto, que se van confundiendo en la recepción, en su calidad de ahistóricas permanecen muy explícitamente limitadas al nivel fenomenológico. Su definición indeterminada constituye tan sólo una nomenclatura general para un caleidoscopio de manifestaciones, cuya esencia ya no debe ser designada. Si el estructuralismo y la teoría de los sistemas se dedicaban aún a la tarea de insistir en el problema de la forma, ya deshistorizado, en la medida en que seguían pensando de forma afirmativa las supuestamente insuperables leyes lógicas de los contextos sin sujeto, los teoremas de lo «pos» se limitan a evitar ese temible nivel del problema, al denunciar ya el mero planteamiento de la cuestión como un «esencialismo» y «universalismo» inadmisibles («propios de las teorías monumentales»).
Su mirada se dirige, más bien, hacia el desorden interno del encuadramiento social, ya no percibido como tal. Por eso, la supuesta crítica posmoderna al universalismo ni siquiera hace aflorar la pretensión totalitaria de la forma del valor, la cual, a la inversa, es ciegamente adoptada como uno de sus supuestos (lo que se critica son sólo las teorías universalistas, pero no el universalismo real objetivado y negativo de la forma de reproducción y de relación capitalista que subyace a todas las teorías modernas); la interpretación limitada en términos culturalistas señala a las meras manifestaciones en el interior de la forma vacía como su propia esencia, dando así una apariencia colorida a la vida democrática en el patio ceniciento del cuartel y en las salas de tortura subterráneas del terror económico.
Estas tendencias abiertamente afirmativas del posmodernismo, hace ya mucho tiempo predominantes, que protegen los flancos de la ideología neoliberal de la globalización capitalista, aunque abandonen las intenciones originales de la posición posmoderna, no dejan de ser consecuentes. Es que, en la medida en que en Foucault, Kristeva y demás se elabora un análisis del racismo y de la construcción de la alteridad, éste, aunque haga visibles ciertos mecanismos superficiales de exclusión, por falta de una concepción crítica de la totalidad de la problemática de la forma no puede ser relacionado con su trasfondo social que, en última instancia, permanece sistemáticamente velado.
El poder y el texto constituyen, así, la objetividad en estado líquido, por decirlo así, el fluido eterno o el éter de toda y cada relación social, un medio o un complejo de medios imposible de determinar con mayor precisión, en el cual se desarrollan constelaciones en constante mutación. Ya por su concepto, este texto del poder remite simultáneamente, sin embargo, a la subjetividad; él es, en cierto modo, el sujeto-objeto –ya no de una historia (tal como en Lukács el proletariado), sino de una ondulante «respectitividad» en la que los individuos tejen las redes del poder y parafrasean el texto sin poder ser el texto siquiera. El fetichismo de la Modernidad, junto con su terror económico y su forma política de administrar a los seres humanos, se transformó de un objeto criticable en el agua eterna de la vida, en la que nada el sujeto. Pero concretamente, como un ser reducido y desarmado, porque, en resumidas cuentas, ya no aparece ahora, gracias a la racionalidad, como un hacedor de la forma y, con ella, de la historia, sino como un ser que se limita a debatirse como las constelaciones de la respectitividad histórica y a improvisar soluciones en el seno de las mismas. Y es sólo en este contexto de la reducción y el desarme teórico cuando se emprende entonces (cada vez menos) un análisis crítico del sexismo, del racismo, etc.
Existe aquí cierto punto de contacto entre las teorías posmodernas y postestructuralistas con Adorno, aunque se trate de cualquier otra cosa menos de una coincidencia de posiciones. Finalmente, tampoco Adorno había invocado al sujeto del valor en su énfasis original, sino que sólo lo había recuperado como portador de la emancipación para, al mismo tiempo, denunciarlo como portador de la destrucción del mundo por la lógica identitaria. Este sujeto burgués ya recortado se asemeja de algún modo al sujeto posmoderno, de manera que no es en vano que el Foucault tardío se refiera de forma positiva a la teoría de Adorno. Si, no obstante, en Adorno la aporía de este sujeto se manifiesta con toda la intensidad dolorosa, los animadores posmodernos del sujeto pretenden, en cierto modo, darle la vuelta de forma pragmática.
Tampoco es en vano que, en este contexto, se afirmara el concepto de «juego». El «juego de los signos» es, al mismo tiempo, el «juego de los sujetos» que ya no lo son; se trata, por eso, más de un «juego con lo subjetivo» que ya no es concebido como una autoconciencia generalizada. Sin embargo, esta concepción del juego no tiene, por ello mismo, nada de emancipadora contra el rigor burgués de la relación de valor y de separación, a pesar de todo dado por supuesto ciegamente, limitándose a indicar cómo el sujeto burgués, al regresar desarmado y reducido, es atrapado por la demencia senil y se vuelve infantil. Justamente porque ya no es capaz de pensar el rigor de la forma del fetiche y de sus imperativos represivos, se concede ahora a sí mismo el derecho a la falta de seriedad. El juego en el texto eterno y con el poder eterno, que dejó de tener un nombre histórico, se limita a la fenomenología de los objetos, a la postura de la persona en cuanto máscara del valor. La máscara del sujeto del valor, que se transformó en rostro, emprende un baile de máscaras secundario, en el cual, guiñando un ojo, simula la soberanía en un tiempo imaginada, mientras que, en realidad, se halla ya con el otro ojo puesto siempre en el contexto comercial.
No es de ninguna manera por azar que las teorías de lo «pos» recurran, todas sin excepción, a la veta romántico-irracionalista y existencialista de la historia de las teorías burguesas, sobre todo a Nietzsche y Heidegger. El momento subjetivista, sin embargo, ya no es puesto en oposición, de un modo aparentemente exterior, al objetivista, sino que es mezclado más bien con éste. El poder avasallador de la objetividad en cuanto «sistema» y «estructura» se encuentra ya reconocido y presupuesto, en el momento en que el sujeto burgués regresa bajo una forma reducida. Por eso, este último ya no practica la heroización de la propia miseria formal (que acepta como desde siempre insuperable); lo que queda es su estetización (posmoderna). Separada de la mistificación y la autoheroización de las épocas de la historia de la imposición, esta autoestetización del sujeto del valor en la fase final de su desarrollo ya sólo puede constituir una autoestilización superficial que, a dosis parejas, presenta las señales del tedio y del miedo.
Lo que este juego tiene de divertido es sólo la falta de independencia frente al ciego movimiento objetual del sistema, porque en lo que se refiere al resto los sujetos-jugadores ponen de manifiesto una obstinación creciente que ya no es ni mínimamente adecuada a sus actividades colectivamente suicidas: cuanto más irreales son el sujeto y su voluntad, tanto mayor la obstinación. Lo que se supone que los juegos de bailes de máscaras deben contener en términos de posibilidades sociales de injerencia y de influencia, parece bastante irrisorio incluso en la propia terminología de los teoremas de lo «pos». Ahí ya sólo se habla de un «desplazamiento» de los componentes del texto y de las constelaciones del poder, mientras que el todo social, desprovisto de conceptos, permanece tabú. Pero incluso la idea ya de por sí modesta de un mero desplazamiento de las piezas en el «juego» de las estructuras constituidas por el valor tiene que parecer, frente a las «posibilidades de intervención» realmente restantes, exagerada y hasta arrogante. Cuanto más los teoremas del «pos» parlotean de un sistema «anárquicamente abierto», más inevitablemente el totalitarismo de la forma del valor se condensa, en crisis.
El feminismo, al seguir, fiel y educado, las huellas del mundo científico y teórico oficial, masculino y académico, acompañó en gran parte el avance del estructuralismo hacia el postestructuralismo. Como, ante la ausencia de una concepción crítica de la relación de valor o del sistema productor de mercancías, tampoco se pudo alcanzar una concepción suficiente de la relación de separación, el análisis teórico del sexo social permanece tan limitado al nivel de las manifestaciones empírico-sociales (y la separación, al nivel de la estructura y del signo) como todos los otros abordajes; y representado en la falsa y ahistórica ontología del poder y del texto, en la cual la verdadera causa lógico-histórica de la asimetría sexual en la Modernidad tiene que mantenerse oculta.
La mera desconstrucción del sexo en el nivel semántico, que ocupó el lugar de la emancipación de las vicisitudes del sexo, queda así dominada por el cariz aleatorio del «juego» posmoderno, bajo el manto convertido en tabú del valor y de la separación; la superficialidad habitual de las pretensiones de un «desplazamiento» de las constelaciones en el texto del poder se presenta especialmente en este aspecto como un baile literal de máscaras de los signos sexuales (por ejemplo, en la teoría de moda de Judith Butler). Precisamente porque la relación de separación constituye la relación total generalizada de la socialización del valor, en la cuestión de los sexos se pone de relieve con especial claridad el carácter decadente y reducido del sujeto que «retornó» en la ideología posmoderna sin capacidad ya para tomarse en serio.
19.
Con el postestructuralismo, la historia de la teoría burguesa y marxista, resultante de la ideología de la Ilustración, se agotó definitivamente, a la par con la capacidad de reproducción del moderno sistema productor de mercancías y de las formas en él incluidas de la subjetividad del trabajo, de la circulación y del derecho. Los pensadores contemplativos ya no pueden seguir pensando, porque los pragmáticos no pueden continuar actuando. Lo que aún puede venir después del baile de máscaras secundario posmoderno de las máscaras de carácter literalmente encarnadas ya no es ninguna reflexión conceptual capaz de prolongarse indefinidamente. Más aún, es imposible, en la continuación afirmativa de esta historia de las teorías, pensar de un modo realmente nuevo aquello que saltó fuera de la lógica identitaria y que no se enmarca dentro de la conceptualidad correspondiente, así como acompañar semejante pensamiento.
Lo que, como grito de guerra de Lyotard, parecía convocar una vez más al fantasma de la emancipación («guerra a la totalidad», «activemos las diferencias», etc.), sobre el telón de fondo de una teoría estructural ontológica desde siempre sin conceptos, sin historia y sin sujeto, tuvo que acabar en una miserable capitulación. Si ya no se se puede pronunciar siquiera el nombre del todo como algo que deviene de forma histórica, la palabra de orden de «guerra a la totalidad» es sólo una impostura. Ni el principio real represivo de la forma del valor fetichista es atacado, ni aquello que en las cosas y las relaciones no se enmarca dentro del totalitarismo de esta forma se descubre y se tiene en cuenta. En vez de ello, sólo son activadas aquellas «diferencias» que no son más que las múltiples manifestaciones del todo negativo, del «Uno» secularizado de la ontología capitalista. Lo que así es activado, a pesar de todas las intenciones de crítica al poder, acaba por desembocar en un revestimiento culturalista de la competencia de crisis y aniquilación.
Teóricamente, sólo estamos ante una prolongación cansada y sin ideas de las teorías de lo «pos» en los diversos campos mediáticos y académicos del editorialismo, de la sociología, de la politología, etc. Más allá de la historia de las teorías modernas, el periodismo y la ciencia académica ya no pueden formular ninguna pretensión propia, viéndose limitados a la posibilidad de servirse de forma ecléctica de los escombros de trescientos años de historia intelectual de Occidente, para refaccionar con ellos, en la era final y glacial del pensamiento moderno, sus deplorables cabañas intelectuales. Fórmulas tautológicas y vacías como las de una «modernización de la Modernidad» (Ulrich Beck) o de una «democratización de la democracia» (Helmut Dubiel) ponen de manifiesto una falta de contenido que ya no tiene medios para empeorar, en todo semejante a la que ya hace mucho tiempo dio cuenta de la supuesta política. En los insípidos y aborrecibles discursos de una «ética pragmática» totalmente carente de consecuencias (comunitarismo, sociedad civil, etc.) que se van arrastrando como productos de decadencia del positivismo, el vaciado concepto burgués de racionalidad da vueltas y más vueltas sin el menor sentido.
El lugar de la reflexión es ocupado de manera creciente por la «ayuda práctica» intelectual para el sujeto del valor desubjetivizado que se va desgastando en la competencia universal. Y después que la forma contraria inmanente, romántico-existencialista, del pensamiento dominado por la moderna constitución del fetiche se disolvió en la indiferencia posmoderna, ésta transita hacia un esoterismo de pacotilla igualmente ecléctico. Puesto que todo es, de cualquier forma, igual al litro, los productos finales poco apetitosos de la racionalidad y de la antirracionalidad yacen pacíficamente uno al lado del otro en las estanterías del «Lidl» intelectual. El pragmatismo racional del valor y el espiritismo supersticioso se engranan, porque no pueden pasarse el uno sin el otro.
En la medida en que los analfabetos intelectuales secundarios, que tartamudeando pregonan la eternidad e inevitabilidad del mercado mundial, invocan la Ilustración, lo hacen con todo derecho porque en realidad se trata del estado actual de la Ilustración y, al mismo tiempo, de su estado final. Por un lado, semejante invocación asume rasgos nostálgicos, por ejemplo, cuando un pensador de los EE.UU., que sólo llama la atención por ser especialmente lenguaraz, reclama una «segunda Ilustración» (Neill Postman) a fin de curar la, incluso así constatada, estupidez mundial burguesa de la actualidad con su propia raíz. Por otro lado, frente a los acontecimientos de la crisis crecientemente catastróficos, la frase ilustrada es expurgada de cualquier contenido y se transforma en la aguda idolatría del aparato de dominación democrático. Así, un fanatismo regresivo y autista acaba por sustituir a la charlatanería intelectual de los agitadores y curanderos eclécticos tardíos y postilustrados.
La vulgaridad del alarido occidental en torno a los valores se va convirtiendo en militante. De tal modo, un democrático filósofo terrorista francés reclama la «guerra por la Ilustración» (Bernard-Henri Levy), y con ello establece el modelo para toda la antigua «inteligentsia» de izquierda que se atraganta con las vainas vacías de las palabras de su historia intelectual para vomitarlas sobre el mundo bajo la forma de una lluvia exterminadora. En la «guerra santa», en la cruzada contra los monstruos por él mismo creados en un mundo por él mismo devastado y barbarizado por la vía del terror económico, el maléfico intelecto ilustrado ya sólo puede asumir la forma de los cazabombarderos de los EE.UU.
20.
A cada nuevo impulso de la crisis mundial capitalista, que ya no será estabilizada por ningún nuevo modelo regulativo, dejando más bien al sistema mundial entrar en el siglo XXI en caída libre, los enunciados teóricos, mediáticos, políticos, sociales, etc., se van volviendo cada vez más monótonos y monosilábicos. En el fin del mundo, las prestaciones de la ontología capitalista, el «uno» metafísico secularizado, la nada divina del valor, provocan una «coincidentia oppositorum»: no sólo la derecha y la izquierda, o el progreso y la reacción, sino, de un modo general, el Ser y la nada, la razón y la irracionalidad, la crítica y la afirmación, coinciden de manera inmediata.
Toda vez que la crítica ilustrada constituyó, a través de su proceso de desarrollo histórico, la autoafirmación de la destructiva forma burguesa del sujeto, ella se extingue delante de nuestros ojos junto a su objeto. En la misma medida en que todo y cada pensamiento se retira en fuga desordenada hacia la última y extrema línea de resistencia de la filosofía ilustrada, deja de existir, por completo, como pensamiento. Sin embargo, el espectáculo de un redescubrimiento militante de los valores occidentales, como si la historia de la reflexión de los últimos ciento cincuenta años, adherida a su objeto, nunca hubiese existido, no tiene nada de trágico, ni siquiera de ridículo; es pura y simplemente repugnante.
Lo que al mismo tiempo se afirma en esta última metamorfosis, que da a luz al monstruo violento de la autoaniquilación democrática global, es la «necesidad ontológica» del sujeto burgués que ya sólo se hace oír bajo la forma de un gañido inarticulado y maligno y que, después de su muerte natural, continúa asombrando al mundo como el zombi de la Ilustración –especialmente en el caso de los críticos adornistas, así como en el de los supuestos críticos posmodernos de la ontología de un modo general, en la medida en que se pasaron a las filas de la comunidad de aniquilación mundial occidental y democrática. Cuando el terreno ontológico, sobre el que la crítica aparente que no puede librarse de la forma del sujeto burguesa logra aún mantenerse en equilibrio, empieza realmente a oscilar, se evapora en los idiotas históricos de la modernización la reflexión sólo adquirida por la lectura. El descaro denunciatorio con el que se exige el homenaje al cadáver ya ni siquiera maloliente del pensamiento ilustrado hace patente su propia falsedad.
La salvación ahora ya sólo puede ser encontrada si descartamos realmente la falsa ontología positiva de la Modernidad y de la forma pertinente del sujeto, y quemamos las naves, porque no puede existir ningún retorno a la seguridad y a la patria ontológica de la Ilustración. La negatividad de la crítica emancipadora sólo llegará al final cuando se deshaga de esta ilusión.