La guerra de ordenamiento mundial: Las metamorfosis del imperialismo

En el mundo del moderno sistema productor de mercancías la política es solo la continuación de la competencia económica por otros medios, como la guerra (de acuerdo con una frase de Clausewitz) es la continuación de la política por otros medios. Esta identidad armonizada entre competencia, política y guerra es la que implica la lucha por la hegemonía planetaria y escribe la historia del capitalismo.

La lucha inicialmente policéntrica por el dominio mundial capitalista fue, en primer lugar, puramente europea y tuvo sus raíces en la historia de la formación del modo de producción capitalista en la Europa occidental y central. Desde el siglo XVI hasta el XIX se constituyeron simultáneamente, con el moderno sistema productor de mercancías, los estados nacionales territoriales europeos, cuyo concepto de nación se expandiría al resto del mundo y determinaría toda la historia mundial hasta el fin el siglo XX. Surgirían, seguidamente, las gigantescas extensiones de las regiones extra-europeas, solo como espacios políticamente vacíos y como manzana de la discordia en la expansión colonial de Europa. El proceso europeo de construcción de estados y naciones pronto se transformó en una escalada del conflicto por la hegemonía mundial de estas entidades capitalistas emergentes de base económico-nacional y nacional-estatal.

Una vez entablada la lucha por los territorios coloniales, y llevada a ultramar, el mercado mundial se identificó, desde el inicio, con la guerra mundial. La carrera de los estados nacionales europeos por la hegemonía tenía que acabar de forma indecisa, porque, a partir de las condiciones iniciales, ninguno de ellos disponía de una ventaja decisiva. Hasta el final del siglo XVIII, el papel de potencia dominante cambió varias veces, coincidiendo con el del pionero en el proceso de desarrollo capitalista.

Durante gran parte del siglo XIX, Gran Bretaña consiguió asumir la posición de potencia mundial nº 1, en la medida en que, por marcar el compás de la industrialización, dominó la transformación decisiva sobre cuyos fundamentos comenzó a desarrollarse el modo de producción capitalista. Pero la prosecución de Francia y sobre todo de Alemania en el desarrollo industrial hizo que este avance fuera solo tangencial a principios del siglo XX y restauró una vez más el equilibrio político-militar de las potencias. En la época de las dos guerras mundiales industrializadas y de la crisis económica mundial del período entre ellas, y ligado a ellas, los Estados-naciones capitalistas europeos depredadores lucharon entre sí saliendo mortalmente agotados del campo de batalla. El mercado mundial entró en colapso; el comercio mundial retrocedió a un nivel solo comparable con el de finales de siglo XIX. Con esto surgió el peligro de impedir la continuación del desarrollo capitalista en los mercados internos de las economías nacionales y de los Estados replegados sobre sí mismos.

Este colapso causado por la lucha europea para el dominio capitalista mundial fue ya el preludio de un limite absoluto del moderno sistema productor de mercancías. Pero fue solo el preludio. La oleada de catástrofes socio-económicas mundiales de la primera mitad del siglo XX fue, en primer lugar, inducida política y militarmente, o sea, en las formas marginales de las relaciones capitalistas, mientras que el espacio económico de maniobra del desarrollo capitalista mundial estaba todavía lejos de haberse agotado. Naturalmente esto no podía reconocerse entonces al filo de los acontecimientos. Pero desde la perspectiva actual puede decirse que la época de las guerras mundiales y de la crisis mundial a ellas ligada, fue la última catástrofe resultante de la implantación del modo de producción capitalista (es decir, en el interior de un movimiento económico largamente ascendente), pero no su límite interno absoluto, que marcase el fin del movimiento económico ascendente.

La Pax Americana: La lucha por el dominio capitalista mundial está decidida.

Como consecuencia de la época de las guerras mundiales, el desarrollo resultante de la lucha fracasada de Europa por la hegemonía mundial capitalista estuvo esencialmente determinado por un impase político-militar, y esto en un doble sentido.

Por un lado, las regiones dependientes o «subdesarrolladas» desde un punto de vista capitalista y situadas en la periferia del mercado mundial, aprovecharon las debilidades de los Estados europeos hegemónicos del centro del capitalismo, que sangraban y se lamían sus propias heridas, para sacudirse del dominio colonial de Europa y de su dependencia política externa.

El primer paso de este movimiento de descolonización y de «modernización recuperadora», que atravesó todo el siglo XX, se produjo inmediatamente después de la Primera Guerra Mundial con la Revolución de Octubre en Rusia, sin duda la Revolución Francesa del Este. Es verdad que el Imperio de los zares formaba parte de las potencias europeas tradicionales y él mismo se había robado un imperio colonial, aunque no en ultramar, sino como expansión hacia el área continental de Euro Asia. Pero, al mismo tiempo, Rusia era ella misma también periferia, sin una base industrial propia y, en muchos aspectos, se parecía en gran medida estructuralmente a las regiones coloniales y dependientes. Lenin vio siempre a la Revolución Rusa en el doble contexto de revolución colonial antieuropea, y de «modernización recuperadora», con la idea de «aprender con Europa Occidental».

La orientación que se desprendía de esto, aunque enmascarada ideológicamente de «socialismo» capitalista de estado, solo podía ser la creación de una base industrial independiente y de un mercado interno en el marco del Estado nacional, para poder participar en el mercado mundial capitalista como sujeto nacional autónomo. Y fue precisamente en esta perspectiva que el paradigma de la Revolución de Octubre irradió para toda la periferia y transformó a la Unión Soviética en «contrapunto» agregador de los retrasados históricamente en competencia con Occidente. Las simples masas de la población, territorios y recursos naturales, movilizados al modo capitalista estatal en el proceso represivo de la industrialización de la era de Stalin, transformó el contrapunto soviético, también desde la perspectiva político-militar, en contrapotencia mundial, a la que el centro europeo del capitalismo occidental, agotado por sus luchas desgarradoras por la hegemonía mundial, poco podía oponer.

Pero el mismo proceso que llevó a lucha europea por la hegemonía capitalista mundial a terminar en un empate de sujetos nacionales agotados y desmoralizados, condujo también al centro de poder capitalista Occidental a sufrir una transformación decisiva e irreversible. Así mismo, paralelamente a la emancipación político-militar y a la «modernización recuperadora» de todo el Este y Sur, los EEUU, de forma no totalmente desapercibida, pero en cierta manera a cuenta de las primeras potencias capitalistas centrales europeas, se transformaron en la nueva potencia mundial nº 1.

El centro de poder del capitalismo se trasladó sobre el Atlántico hacia América del Norte. De forma muy parecida a la Unión Soviética, solo que teniendo por base una tradición totalmente diferente, claramente de competencia capitalista en vez de tradición burocrática estatalista, las simples masas de la población sumadas a una base industrial desarrollada hace mucho tiempo predestinaron a los EEUU, un coloso en comparación con las minúsculas naciones europeas, para ser la potencia dirigente del capital.

El ámbito continental del territorio entre el Atlántico y el Pacífico (como la mirada de Janus, desviada simultáneamente, hacia Europa y hacia Asia), la aparente inagotabilidad de los recursos naturales, como en Rusia, y, al contrario de Rusia, el poder de compra acumulado, constituirían el mayor mercado interno del mundo hasta hoy día.

Fue por eso que los desarrollos capitalistas más importantes, los cambios de estructura social y las tendencias culturales y tecnológicas partieron de forma creciente de los EEUU para alcanzar a todo el mundo en mayor o menor escala. No es sorprendente que el siglo XX haya sido considerado el «siglo americano» (en primer lugar, por Henry Lace en 1941, como observa el historiador norteamericano Paul Kennedy).

A partir de esta base creció también el poder militar de la potencia mundial ascendente, los EEUU, en una dimensión hasta entonces desconocida. Las dos guerras mundiales solo pudieron decidirse a través de la intervención de los EEUU, y las potencias europeas «vencedoras» se vieron en una situación semejante a la de la Alemania vencida, no solo desde el punto de vista de los perjuicios sufridos, sino también porque rápidamente fueron obligadas, más o menos vergonzosa o indisciplinadamente, a colocarse bajo la protección feudal de los EEUU, para defender su «honra» imperial, en una situación en muchos aspectos semejante a las divas que, en una edad avanzada, sueñan con los éxitos de los tiempos pasados de su juventud.

Al final de la Segunda Guerra Mundial, la superioridad de la nueva potencia mundial nº 1 era tan impresionante bajo todo los aspectos que superaba las respectivas ventajas de las anteriores potencias europeas, solo dominantes temporalmente. No sin orgullo, escribe Paul Kennedy: «debido a que el resto del mundo, al final de la guerra, estaba tan agotado o se encontraba todavía en una situación de subdesarrollo colonial, la potencia americana – a falta de un concepto mejor – en 1945 estaba artificialmente tan elevada como, por ejemplo, Inglaterra en 1815. A pesar de ello, las dimensiones de hecho de su poderío, eran inéditas en números absolutos. En realidad, el crecimiento industrial en los Estados Unidos estuvo de 1940 a 1944 por encima del 15% anual, superior a cualquier otro período anterior o posterior. El nivel de vida y la productividad per capita eran superiores a los de cualquier otro país. Los Estados Unidos fueron el único país entre las grandes potencias que, con la guerra, se hicieron más ricos – y, en realidad, mucho más ricos – y no más pobres» (Kennedy 1991/1987, pp. 533 y sigs).

Al final de la Segunda Guerra Mundial, dos tercios de las reservas de oro mundiales estaban guardados en Fort Knox, la caja fuerte de Washington. Y a esta absoluta superioridad monetaria correspondía la superioridad industrial: «en 1945, tres cuartas partes del capital invertido en todo el mundo y dos tercios de las capacidades industriales intactas se encontraban en los Estados Unidos» (Ott/Schäfer 1984, 420). Respaldada por esta abrumadora capacidad económica, emergió desde la Segunda Guerra Mundial la «economía de guerra permanente» de los EEUU, cuya industria de armamento, fuerza militar, desarrollo continuo tecnológico del armamento y presencia militar global (hoy 65 países en todos los continentes) se volvieron rápidamente inalcanzables para las restantes potencias del centro capitalista occidental.

Después de 1945, solo la Unión Soviética, como contrapotencia mundial que congregaba a los países históricamente atrasados, pudo dar respuesta, durante algún tiempo todavía, así como, inversamente, solo los EEUU, como primera potencia Occidental, en lugar de las potencias europeas abatidas, pudieron mantener en jaque el contra-sistema competitivo del capitalismo de estado y su poder de irradiación hacia la periferia.

Ya en el siglo XIX, el historiador y teórico social francés Alexis de Tocqueville previó correctamente esta constelación en un famoso y siempre citado pronóstico: «Existen hoy sobre la tierra dos grandes pueblos, que, partiendo de situaciones diferentes, parecen perseguir los mismos objetivos: el Ruso y el Anglo-americano. Ambos se volvieron grandes desapercibidamente y en cuanto la mirada de los hombres se giraba hacia otras direcciones ellos surgían de repente en primera línea de las naciones y el mundo tuvo conocimiento casi al mismo tiempo tanto de su nacimiento como de su grandeza. Todos los otros pueblos parecían haber alcanzado los límites que les fueron impuestos por la naturaleza y solo existieron para mantenerse; por el contrario, ellos crecen, mientras los otros se estancan o solo continúan a duras penas; solo ellos marchan fácil y rapidamente por un camino cuyo fin todavía no puede ser vislumbrado. El americano lucha contra los obstáculos que la naturaleza le impone; el ruso lucha contra los hombres. El uno lucha contra la selva y la barbarie; el otro lucha contra la civilización armada con todas sus armas: de esta forma las conquistas del pueblo americano han sido hechas con el arado de los campesinos y las del ruso con la espada de los soldados. Para alcanzar sus fines, el primero se apoya en el beneficio personal y deja actuar a la fuerza y a la razón del individuo, sin dirigirlo; el segundo reúne en cierta medida en cada hombre toda la fuerza de la sociedad. Para uno, el principal medio es la libertad, para el otro es la servidumbre. Sus puntos de partida son diferentes, sus caminos desiguales; en cambio, ambos parecen llamados por un designio secreto de la providencia para tener un día en sus manos el destino de medio mundo». (Tocqueville, 1987, 1853, 615).

Lo que Tocqueville formula aquí en el lenguaje del siglo XIX solo se vuelve realidad en el siglo XX: la división del mundo entre los EEUU y la URSS y el paroxismo de la lucha por la hegemonía mundial en el marco del moderno sistema productor de mercancías entre estas dos potencias que, en la época de la guerra fría, fueron pertinentemente designadas como «superpotencias», en contrapunto con las anteriores grandes potencias y prepotencias mundiales; ambas en la misma medida y no por casualidad, eran estados federales multiétnicos de escala continental, que rebasaron el limitado concepto capitalista europeo de nación en todas sus variantes.

Tocqueville comprendió de forma aproximadamente correcta hasta, incluso, la estructura antagónica de estas dos potencias que, después de 1945 se expandió conceptualmente como «conflicto de sistemas» y, en todo caso, la formuló de forma menos exagerada y sin las medias verdades de los protagonistas de ese antagonismo más de un siglo después. El mundo actual es tan incapaz como el de los tiempos de Tocqueville de comprender el sistema de referencia categorial general de la moderna producción de mercancías, como forma social históricamente distinta (en vez de una ontología social ahistórica). Lo que ya para Tocqueville aparecía como antagonismo esencial son solo los dos polos de la socialización capitalista de mercado y estado; ambos igualmente represivos, pues al poder burocrático no se le opone simplemente la «liberdad», sino solo la llamada liberdad de mercado, transformada en despotismo a través del imperativo de la competencia.

El capitalismo de estado fue, en realidad, la forma inicial de constitución del modo de producción capitalista; no solo en Rusia (ya desde el zarismo), sino también en Europa Occidental y Central, fue esa forma con la que el modo de producción se sobrepuso a la sociedad agraria del feudalismo. Lo que le confiere la peculiaridad única a la potencia capitalista de los EEUU -al lado del grado de desarrollo industrial y de la dimensión continental de su mercado interno-, es que esta forma inicial de la transformación europea fue en este caso innecesaria y el capital pudo desarrollarse por tanto en formas sistémicas avanzadas, totalmente liberado de una sedimentación histórica de modos de producción y culturas premodernas; los colonizadores europeos, liberados de las estructuras sociales de las que salieron, no solo pudieron partir de cero para un nuevo nivel de desarrollo, sino que destruyeron las sociedades de los indígenas, haciendo así del «Nuevo Mundo», en cierto modo, la tierra virgen y el campo de experiencia único de la modernización. Después de que, en el siglo XX, los capitales y el grado de industrialización de los EEUU sobrepasaran el nivel europeo, esta característica histórico-cultural específica dio un impulso suplementario a su ascensión como superpotencia.

Comparando a las dos superpotencias, los Estados Unidos eran de lejos la sociedad más avanzada en el campo del moderno sistema productor de mercancías. Por eso, no podía haber dudas sobre el resultado de la lucha final por el dominio capitalista mundial. Estas dudas solo surgieron porque fue atribuida a la Unión Soviética, en cuanto sistema «socialista» supuestamente alternativo, una capacidad de resistencia y de desarrollo que realmente no tenía, precisamente porque su cualidad común de sociedad productora de mercancías determinada por el mercado mundial la colocó fuera de un análisis crítico. Justamente por causa de esa forma de base común, la Unión Soviética nunca fue una alternativa histórica, sino solo la contrapotencia mundial capitalista de los países históricamente retrasados y, como tal, destinada a ser vencida un día.

Esta derrota ocurrió también y no en menor medida desde el punto de vista militar. Ni desde punto de vista de los capitales, ni desde el punto de vista científico y tecnológico, la Unión Soviética podía aguantar la permanente carrera armamentística. Así como al contrasistema de capitalismo de estado no le fue posible hacer la transición hacia la tercera revolución industrial, la de la micro-electrónica, para mantener en su conjunto las formas de reproducción social, también el poderío militar soviético quedó cada vez más rezagado de los Estados Unidos en lo referente al armamento electrónico a través de sistemas de armamentos high tech. Por esto, en los años 80 el capitalismo de estado del Este fracasó económicamente en el mercado mundial, con cuyos criterios y modelos tenía que medirse como sistema productor de mercancías, y de la misma manera acabó militarmente moribundo. El colapso total fue la consecuencia lógica.

Si la lucha policéntrica de las antiguas potencias capitalistas europeas por la hegemonía mundial se transformó, desde mediados del siglo XX, en una lucha bipolar, también a finales del siglo XX se constituye una nueva estructura monocéntrica y un sistema mundial capitalista bajo la exclusiva égida de los Estados Unidos. No existe ninguna potencia, sobre la base de la sociedad del moderno sistema productor de mercancías, que pueda rivalizar con los EEUU por la hegemonía mundial, ni desde el punto de vista de poderío militar y tecnológico ni desde el punto de vista de la dimensión económica y política o del poder financiero.

Los EEUU son hoy realmente la «única potencia mundial» como escribió el politólogo norteamericano Zbigniew Brezinski (profesor de relaciones internacionales en Baltimore y consejero del «Centro de Estudios Estratégicos Internacionales»), en su libro de 1997 con ese título sobre la hegemonía global de los Estados Unidos: «en la última década del siglo XX la situación mundial se alteró profundamente. Por primera vez en la historia, un estado no euroasiático se convirtió no solo en el árbitro de las relaciones de poder euro-asiáticas, sino también en la potencia dirigente en el ámbito mundial. Con el fracaso y después colapso de la Unión Soviética, un país del hemisferio occidental, los Estados Unidos, se volvió la única y en realidad primera potencia mundial» (Brezinski 1999, 15).

Esta nueva característica de única superpotencia superviviente no estuvo determinada solo por las especiales cualidades históricas y por la dimensión exterior de los EEUU, sino también por la fase de desarrollo del capitalismo a finales del siglo XX. Solo la tercera revolución industrial de la micro-electrónica, en la que la contrapotencia mundial, la Unión Soviética, fracasó por falta de capitales, hizo posible una potencia mundial en la acepción plena del término, o sea, con posibilidad de intervención directa global. Es cierto que las grandes expediciones militares continúan precisando de una amplia y dispendiosa logística territorial, pero está significativamente facilitada por la existencia de una tecnología de comunicaciones que cubre el mundo entero.

En tanto que las antiguas potencias europeas tienen que contentarse con expediciones militares pesadas e difícilmente controlables, basadas en la industrialización clásica, y que hoy parecen anticuadas (como navíos de guerra y ejércitos de blindados), la máquina militar de los EEUU puede, en realidad y hasta un cierto punto, afirmarse como omnipresente y capaz de intervenir globalmente – y esto en el plano de la guerra entre ejércitos regulares. Las grandes expediciones militares como las dos guerras por el ordenamiento mundial que siguieron a la caída del capitalismo de estado (contra los restos de Yugoslavia y contra Irak) no solo son facilitadas sino también complementadas con una capacidad de ataque hasta entonces inexistente. En vez de grandes operaciones terrestres o navales (por lo demás, totalmente superfluas) pueden ser desencadenados ataques aéreos muy flexibles y dirigidos por medio de la micro-electrónica.

Es verdad que, hasta cierto punto, ya la Alemania nazi fue vencida, en gran parte, debido a la impresionante superioridad aérea de los aliados desde 1944 y a la lluvia de bombardeos aéreos (destrucción de las industrias de guerra y de las líneas de abastecimientos, etc.), aunque ese no fue el único factor que decidió la guerra. Por otra parte, las escuadrillas tenían que mantenerse esforzadamente en el radio de las bases. Si hasta mediados del siglo XX la travesía del Atlántico era aún una aventura, hoy la fuerza aérea norteamericana puede alcanzar cualquier lugar del mundo a partir de su territorio en un tiempo récord. Por otro lado, la observación por satélite dirigida por medio de la micro-electrónica posibilita el ejercicio de un control permanente a partir del espacio, con una capacidad de resolución muy precisa, de todos los movimientos y operaciones en la superficie de la tierra en todo el globo como nunca había sido posible. En relación con la dimensión continental de su territorio y con el poder de sus capitales, así como con el avance de su tecnología de comunicaciones, el sistema de armamento high tech de los EEUU, sin competencia y en permanente desarrollo, creó un nuevo tipo cualitativo de hegemonía global en el mundo de los estados capitalistas.

Tal superioridad conduce fácilmente a absolutizar la capacidad de control de la superpotencia americana y a elevar a «mito de armamento electrónico» la expansión de las posibilidades de intervención basadas en la micro-electrónica, a pesar de que la capacidad de intervención directa en el ámbito global no es lo mismo que el control absoluto (lo que sería una imposibilidad lógica y práctica). Antes de nada, y debemos insistir en este punto, la hegemonía político-militar de los Estados Unidos se ejerce solo en el mundo de los Estados nacionales capitalistas y de los respectivos ejércitos industriales «fordistas», o sea, en el plano «macro» de las relaciones internacionales capitalistas. En esta perspectiva, el ejército high tech de los EEUU tiene una superioridad inalcanzable y puede ganar cualquier guerra grande o pequeña contra cualquier ejército de uno o varios Estados nacionales del mundo.

La última potencia mundial en los límites históricos del sistema.

La hegemonía de la única superpotencia superviviente, los EEUU, es aplastante, en comparación con las otras, así llamadas, potencias del mundo capitalista, ya sea la Unión Europea (UE), Japón, Rusia en decadencia y también militarmente degradada, o las seudo-potencias regionales, de Irán a la India, pasando por Pakistán o hasta por China, supuestamente un coloso, cuya gigantesca masa de población está en relación inversa con su poder económico y político-militar. Así se revela una de las tendencias fundamentales de la evolución del capitalismo mundial, en el que las desigualdades, disparidades y atrasos irrecuperables en la capacidad de reproducción del capital se vuelven tanto mayores cuanto menos oposición enfrentan las relaciones del capital, convirtiéndose en relaciones mundiales irreversiblemente directas y comenzando a desaparecer en muchos aspectos las fronteras nacionales.

Irónicamente, los EEUU se han vuelto la insuperable potencia mundial número uno en el momento en que el modo de producción capitalista, en cuanto tal, comenzó a agotarse. Mientras que las antiguas potencias europeas jugaron sus triunfos nacionales en épocas determinadas de la ascensión del sistema capitalista a sistema global, es decir, en el marco de la historia burguesa de la modernización, la hegemonía de los EEUU surgió ya en los limites del capitalismo en cuanto forma social de reproducción. En este sentido, los EEUU no solo son la única potencia existente a finales del siglo XX, sino también la última potencia mundial. Es como en los cuentos de hadas: en el momento en que el sueño se realiza, se transforma en pesadilla y mentira, porque revela la fragilidad e incluso el absurdo de sus presupuestos.

El proceso en que se dio la continua ascensión de los EEUU a única y última superpotencia mundial fue simultáneamente también el proceso de desarrollo de la crisis del moderno sistema productor de mercancías. Si la segunda revolución industrial, la del llamado «Fordismo» (automoción, milagro económico), en la post-guerra, todavía podía desencadenar una especie de «plan de desarrollo» mundial, en cambio la tercera revolución industrial, la de la micro-electrónica, agudizó de tal manera la caída del desarrollo en el ámbito global, que regiones enteras comenzaron a quedar excluidas de la capacidad de reproducción capitalista.

Simultáneamente, el proceso de crisis socio-económica, desde los años 80, comenzó a devorar los centros del capital. La evaporación de la «sustancia de trabajo» del capitalismo ya solo puede ser enmascarada a través de la anticipación de rendimientos monetarios y beneficios futuros que en realidad nunca se verificarán, o sea, a través de un proceso que degenera en el endeudamiento global del conjunto de los sujetos económicos (Estados, empresas, particulares) y a través de las burbujas especulativas en los mercados bursátiles, históricamente sin precedentes. El reciclaje de masas siempre crecientes del «capital ficticio» (Marx) en el circuito económico transformó la separación entre mercados financieros y economía real en la condición fundamental de la valorización global del capital. El capital mundial alcanzó un grado de simulación que polarizó como nunca a la sociedad mundial: en uno de los polos se repite la pobreza de las masas y la miseria, y los procesos de colapso económico se suceden a cortos intervalos; en el otro polo florece una riqueza monetaria tan astronómica como sin sustancia, cuya fragilidad demuestra el carácter precario que asumió el modo de producción capitalista como tal.

La hegemonía monocéntrica de los EEUU está en el centro de esta contradicción madura del capital mundial. Verdaderamente, la supremacía político-militar de la última superpotencia no puede ser anulada (es, en esta medida, «absoluta»), pero, simultáneamente, la política como tal, incluso en su forma de política mundial hegemónica, sufre una perdida de importancia en relación con los procesos económicos mundiales, que se autonomizaron críticamente de una forma cualitativamente nueva. En este aspecto destaca, no en último lugar, el hecho de que el personal político, en los EEUU como en todas partes del mundo, es de tercer nivel, comparado con las elites de las funciones económicas. La última potencia mundial se ve confrontada a una crisis tanto interna como externa que abarca el mundo entero y que, por su propia naturaleza, no puede ser contenida con una fuerza de tipo político-militar.

Las contradicciones entre el carácter de potencia monocéntrica de los EEUU y el carácter de crisis de la tercera revolución industrial, que, más tarde o más temprano, necesariamente conducirán a la prueba de fuego, en la medida en que la crisis destruya internamente el modo de producción dominante, se vuelven evidentes desde muchos puntos de vista.

Las potencias políticas solo pueden existir y desarrollarse sobre la base de un fundamento estatal nacional, incluso cuando se trata de Estados que, debido al origen de sus ciudadanos, son grandes Estados multiétnicos de dimensión continental. Este carácter de Estado nacional que incluso la última superpotencia presenta está sin embargo en contradicción con la metamorfosis transnacional del capital debido al proceso de globalización. Al mismo tiempo que la crisis estructural crea desempleo en masa y/o grandes sectores de bajos salarios, desmantela el Estado social, etc., se desvanece el poder de compra en los mercados internos nacionales y el capital está obligado a expandirse de forma empresarial en el mercado mundial, con una dinámica inaudita, para optimizar la caída de los costos y, por otro lado, atraer el poder de compra hacia sí mismo, en cualquier parte del mundo donde todavía exista.

Esta transnacionalización del capital y la fuga simultanea, decidida aún más al nivel transnacional, para el nuevo capitalismo financiero simulado, es lo que socava los fundamentos económicos del Estado nacional; y esto es válido para la última superpotencia, los EEUU. También el capital norteamericano se somete a la metamorfosis transnacional, volviendo de esa manera involuntariamente obsoleto el Estado potencia mundial.

Por otro lado, los EEUU, en cuanto son Estado nacional limitado, y a pesar de su estatuto de superpotencia, no pueden actuar directamente como Estado mundial, que estaría en situación de regular el sistema mundial – que se transforma en transnacional – de la economía de crisis capitalista, como hasta aquí los Estados nacionales regulaban sus economías nacionales. Así, la última potencia mundial se ve arrastrada por los imperativos y formas de evolución de un proceso de crisis mundial que hace mucho tiempo ya no es controlable por medios políticos, y contra el cual su invencible ejército high tech solo puede reaccionar externamente y, en último análisis, de forma inadecuada.

Que los EEUU solo son la potencia dominante de un sistema mundial sin salida, en sí mismo enfermo y envenenado, se demuestra por el estado en que se encuentra su propia economía interna, bajo la dirección del Estado. En el interior de los EEUU la riqueza monetaria se encuentra polarizada al máximo, en el contexto del mundo occidental, y su destello económico es pura pacotilla. Pues los EEUU, contrariamente a la posición de partida confortable y sin competencia que tenían al final de la segunda guerra mundial, son hoy día el país del mundo con el mayor endeudamiento ya sea interno o externo. Su absoluta superioridad se concentra únicamente en su poderío militar.

Podría argumentarse que el flujo de capital-dinero proveniente de todo el mundo, originado por el proceso de endeudamiento fantástico de los EEUU, es precisamente el tributo que el mundo capitalista tiene que pagar a su potencia dominante. No se trata sin embargo de un tributo de tipo tradicional, como aquellos a los que estaban sujetos los «pueblos» o «naciones» vencidos o conquistados, sino de un flujo de capital-dinero transnacional privado que, como dinero-crédito, coloca a la economía norteamericana ante una exigencia peligrosa, porque puede ser retirado en cualquier momento (o «evaporar-se» debido a un crash financiero) y así derrumbar todo el poderío de la potencia mundial.

Este peligro incluye, y no en último lugar, el propio aparato militar high tech, que devora permanentemente sumas astronómicas y por eso depende de la savia del capital financiero transnacional. Se trata de una forma desviada de financiamiento, que debía asentar un poderío económico nacional efectivo y autónomo, que los EEUU perdieron hace ya mucho. El poderío militar, en su forma hasta cierto punto «natural», no tiene, por sí mismo, capacidad de sobrevivir, pues también él, como todo lo demás en el mundo capitalista, tiene que pasar por el «ojo de la aguja» de la financiabilidad.

Esto no se aplica solo a las prestaciones del Estado social o a los cuidados médicos, sino también a los mísiles crucero, a los bombarderos Stealth y a los portaviones. Desde un punto de vista puramente económico, el Estado social y el aparato militar no se distinguen, en ambos casos es necesario un financiamiento externo, a través del dinero que el Estado tiene que absorber. Y si hay que y a quien poner de rodillas con mísiles y bombarderos de largo alcance, los mercados financieros internacionales ciertamente no forman parte de ese número. Si la bola financiera revienta, la soberanía militar mundial de los EEUU se irá inmediatamente por los aires.

El coloso arrogante y repleto de músculo militar que es la última potencia mundial se asienta en pies de barro y no porque otro coloso pueda venir a derribarlo, sino solo porque el modo de producción capitalista, que estuvo en la base de todas las potencias mundiales modernas, empieza a alcanzar su límite absoluto. Los EEUU no pueden ser derribados por ninguna otra potencia mundial competidora, sino que serán derribados por su lógica interna, o sea, por la lógica del dinero capitalista. La capacidad de control global de la última potencia mundial desaparecerá juntamente con la seudo-civilización del dinero.

Es por eso que ya no puede haber guerras mundiales del tipo de las guerras de la primera mitad del siglo XX, surgidas del hecho de la existencia de varias potencias de la misma talla para disputarse la hegemonía en el marco de un sistema policéntrico. La estructura bipolar de la guerra fría ya bloqueó la posibilidad de este choque a través del «equilibrio del terror» atómico. La Unión Soviética no pudo ser derrotada en una guerra mundial, pero fue anulada por la competencia económica, y degradada militarmente.

La hegemonía monocéntrica de la última potencia mundial ya no tiene competidores en este plano, y tampoco existe potencial para una guerra mundial entre grandes potencias de igual valor. Pero la competencia de crisis transnacional no permite la existencia de una «paz mundial capitalista» (lo que seria una contradicción en los términos), mas por el contrario desencadena, como su continuación por otros medios, nuevas formas de conflictos armados, que ya no se sitúan en el plano de los conflictos entre las grandes potencias ni pueden ser analizados con sus respectivas categorías. En esta nueva constelación de la crisis mundial se lleva a cabo una profunda metamorfosis cualitativa de la acción imperial, que ya tuvo su inicio en la estructura bipolar de las superpotencias de la historia de la posguerra.

Del imperialismo nacional territorial al «imperialismo global ideal»

A inicios del siglo XXI los EEUU no son solo la última potencia mundial y, por otro lado, la «primera efectivamente» mundial, sino que asumieron un estatuto diferente del de todas las potencias imperiales anteriores. El carácter monocéntrico de esta potencia mundial, que en el límite histórico del modo de producción capitalista y que hasta cierto punto debe administrar todas las contradicciones globales, apunta hacia una transformación del imperialismo, en la que este ya no corresponde a su definición anterior, sino que se trasladó a otro plano de contradicción.

En lo más alto de su poderío, la posición de los EEUU debería incluso aparecer – desde el punto de vista de la comprensión válida hasta mediados del siglo XX – como un «postimperialismo». La violencia, la brutalidad y el cinismo de las intervenciones y de su legitimación no se volverán ciertamente menores, pero el contenido se desprendió cualitativamente del concepto originario de «imperio» moderno. A los tres estadios de evolución de la hegemonía político-militar en el mundo moderno, el policéntrico, el bipolar y el monocéntrico, corresponde un proceso continuo de alteración del carácter del imperialismo, que refleja el paso de la fase de ascensión e implementación del sistema mundial capitalista a la fase de madurez de su crisis.

En la época del antiguo imperialismo policéntrico de las potencias industriales europeas (aproximadamente entre 1870 y 1945) se trataba sobre todo del reparto territorial del mundo en colonias nacionales y «zonas de influencia». Este nacional-imperialismo europeo clásico estaba enraizado en el principio territorial del estado nacional burgués, tal como estaba constituido en oposición al principio dinástico o personal de la sociedad agraria feudal. La expansión territorial de los Estados nacionales capitalistas, ya iniciada a comienzos de la Edad Moderna, prosigue en gran escala sobre la base de la industrialización; su objectivo era la ampliación del control territorial. No era todavía un mercado mundial sin fronteras el que estaba en la base de esta evolución, ni una globalización transnacional del capital, sino precisamente lo contrario, la formación del proceso de acumulación, crecientemente basada en la economía estatal y centrada nacionalmente. La expansión del movimiento económico asumió por eso la forma de un esfuerzo por la simple constitución de parciales y relativas «economías mundiales» (en la pluralidad de las naciones), controladas por los «grandes imperios» nacionales.

Precisamente en este sentido, el debate sobre política externa y política social en todas las grandes potencias capitalistas europeas seguía el lema de una frase del general Friedrich von Bernhardi, de la época del káiser Guillermo II: «poder mundial o muerte» (citado por Gollwitzer 1982/2, 25). Como base para una orientación estratégica se desarrolló en Alemania la llamada «Geopolítica», sobre todo con Karl Haushofer (1869-1946), que ascendió en el «Reich» nacional-socialista a jefe de los creadores de consignas geoestratégicas. Ya el título de su obra en tres volúmenes Poder y Tierra apunta al carácter territorial de la tendencia de expansión imperial entonces vigente. En otro texto ejemplar de Haushofer se lee en consonancia con eso: «las grandes potencias son ‘Estados expansionistas’… por eso las vemos a todas surgir con grandes o pequeños anexos de zonas de influencia, que pertenecen al concepto de gran potencia como la cola a los cometas…»(citado por Gollwitzer, Ibíd., 562).

Uno de los conceptos centrales de esta expansión territorial era el de «gran territorio», o sea, un imperio mundial parcial, dominado de forma nacional-imperial, sobre la base de una economía capitalista de «gran territorio» coherente, que ya no podría ser más que la prolongación de una gran economía nacional hacia las colonias, zonas dependientes y territorios simplemente anexados. El siniestro jurista y teórico social reaccionario Carl Schmitt, que hace mucho se colocó al servicio de los nazis, elaboró oportunamente, en 1939 (con la 4.ª edición en 1941), el ensayo de teoría jurídica titulado El estatuto jurídico internacional del gran territorio y la prohibición de la intervención de potencias extranjeras en su ámbito. Contribución para el concepto de imperio en el derecho internacional (citado por Gollwitzer, Ibíd. p. 562).

Este concepto geopolítico de gran territorio, frecuentemente transformado vitaliciamente en «espacio vital», pertenecía también, como es sabido, al vocabulario preferido de Hitler: Pueblo sin espacio era el título del oportuno romance best-seller del popular escritor colonialista Hans Grimm (1926). Después de que el comercio mundial entre las grandes potencias en el período entre las dos guerras hubiera caído profundamente, surgieron esfuerzos para conseguir una autarquía nacional en ultramar, lo que ya desde el principio condujo al imperialismo clásico. El objetivo de esta política de autarquía, como declaró al comienzo de los años 30 en un congreso contra la economía liberal el economista Wilhelm Gerloff, era «la creación de un espacio económico auto-suficiente desde el punto de vista de la producción y del consumo, disponiendo de tanto espacio y de tantas riquezas que puede proveer todas las necesidades económicas y culturales de sus miembros… (Gerloff 1932, 13).

Que esta posición no era simplemente motivada por rivalidades ideológicas, se deduce de la estrategia político-económica y de las maniobras políticas de los nazis. Werner Daitz, uno de los altos dirigentes económicos del Partido Nacional Socialista de los Trabajadores Alemanes (NSDAP), formuló la tendencia autárquica del nacional-imperialismo expresamente contra «el pensamiento judaico-materialista de los economistas liberales», cuyo «pensamiento de dinero contrario al pueblo» condujo la economía alemana hacia la «economía mundial», o sea, hacia «el comercio libre y la división internacional del trabajo» en su perjuicio, durante la guerra mundial y en la crisis económica mundial. Daitz colocó el programa autárquico de los nazis de un imperio nacional autónomo contra aquella orientación económica liberal para el mercado mundial: «el descubrimiento de nuevos espacios libres y de su población (colonización)… solo puede significar un fortalecimiento del crecimiento y de la fuerza vital de la economia pátria si no queda fuera de su disciplina y de su poder… cada pueblo debe disciplinar a su dirección económica de forma que las últimas reservas en alimentos y matérias primas esten siempre dentro de sus muros» (Daitz 1938 I, 64 y sigs.).

Es en este sentido autárquico que él define también el «gran espacio económico» europeo a formar por el Reich nazi bajo control alemán: «la Europa continental solo puede afirmarse entre las otras partes del mundo como unidad económica y cultural si, en caso de necesidad puede vivir de los recursos de sus pueblos y de su território. Por eso, la Europa continental tiene que ser una unidad política de Gibraltar a los Urales y del Cabo Norte hasta la isla de Chipre. Solo en este espacio existen todas las capacidades en productos agrícolas y riquezas minerales que permiten a los pueblos del mismo, mediante cooperación, y con la ayuda de una tecnología avanzada, vivir de sus propios recursos» (Daitz 1938 II, 45 y sigs.).

No se trataba en modo alguno de un objetivo lejano o de un sueño de los estrategas nazis, sino que en el momento de la argumentación de Daitz, era ya una política económica y externa determinada y efectiva, que, en lo esencial, fue aprobada y apoyada por la dirección de los monopolios alemanes en su propio interés, como la historiográfica sobre este período esclarece: «la decisión de Hitler de alcanzar una autarquía al 100% dentro de cuatro años sin mirar los gastos en los sectores de los combustibles, de la producción de hierro y del caucho sintético (buna), fue bien acogida por los principales líderes económicos, por un lado por interes en los beneficios y, por otro, debido a las dificultades en reorganizar el mercado mundial a corto plazo. La industria del hierro, carbón y acero, habituada al proteccionismo estatal desde 1879, deseaba alargar su hegemonía continental, pues en el plano mundial no era competitiva, y tenía como ambición política, a semejanza de los panalemanes en la Primera Guerra Mundial, la creación de un gran espacio económico dominado por los alemanes en el centro de Europa» (Martin 1989, 203).

La política de autarquía de los nazis, por tanto, solo prosiguió la tendencia nacional-imperialista ya iniciada antes de la Primera Guerra Mundial. Pero el «Reich» alemán no siguió esta lógica solo debido a la evolución especialmente nacionalista llevad a cabo desde la época imperial. Un pensamiento autárquico vuelto hacia la creación de «economías de gran territorio» de tipo nacional-imperial, se encuentra tanto en el período anterior a la guerra como en el período entre las guerras en todos los países del centro capitalista, muy a pesar de que en el campo anglo-sajón seguramente no sea tan acentuado como en el régimen nazi.

Lenin calificó el esfuerzo nacional-imperialista, de acuerdo con la situación real y el discurso imperial dominante, en su famoso ensayo El imperialismo, fase superior del Capitalismo (1917), como política de anexión territorial esencialmente: «vemos ahora que comienza una gigantesca ‘carrera’ por la conquista colonial y que se agudiza en alto grado la lucha por la división territorial del mundo… La carrera de todos los estados capitalistas por las colonias a fines del siglo XIX, sobre todo desde la década del 80, constituye un hecho universalmente conocido de la historia de la diplomacia y de la política exterior… Lo característico para el imperialismo consiste precisamente en la tendencia a la anexión no sólo de las regiones agrarias, sino también de las más industriales (apetitos alemanes respecto a Bélgica, los de los franceses en cuanto a la Lorena), pues, en primer lugar, el reparto definitivo de la Tierra obliga, al proceder a un nuevo reparto, a tender la mano hacia toda clase de territorios; en segundo lugar, para el imperialismo es sustancial la rivalidad de varias grandes potencias en la aspiración a la hegemonía, esto es, a apoderarse de territorios no tanto directamente para sí, como para el debilitamiento del adversario y el quebrantamiento de su hegemonía…» (Lenin, 1979/71, 82 y sigs., 97).

Aunque el análisis de Lenin parta de un concepto limitado y restringido de capital por la visión marxista del movimiento obrero, que implica una falsa oposición entre el capitalismo competitivo y el capitalismo llamado de monopolio, su caracterización del imperialismo como política nacional policéntrica de anexión corresponde ampliamente a las formas reales del desarrollo capitalista mundial de entonces. Esta época, que terminó en 1945, no fue sin embargo la «última y más elevada fase del capitalismo», que Lenin, condicionado por su tiempo, no veía bajo el aspecto de una crisis categorial de las formas económicas, sino sobre todo como el colapso de la constelación hasta entonces en vigor del capitalismo mundial.

Mientras los EEUU se desarrollaban todavía a la sombra de las potencias europeas poli céntricas, en lucha por la hegemonía mundial, es decir, en el siglo XIX y a principios del siglo XX, seguían, en todo caso, la lógica de una potencia imperial nacional en expansión. Ya en 1823 el presidente norteamericano de talla, James Monroe, formuló la doctrina que tiene su nombre, de acuerdo con la cual los EEUU no tolerarían ninguna intervención europea en territorio norteamericano. La doctrina Monroe, que tenía como telón de fondo la lucha por la independencia de América Latina contra España y que llevó a los EEUU a autoproclamarse como «potencia protectora» de la parte sur del continente, estableció así un precedente: no por casualidad Carl Schmitt se refirió a ella en su ensayo El estatuto jurídico de gran território y la prohibición de intervención. Tampoco la política nacional imperial de anexión directa era ajena a los EEUU: en 1848, después de la guerra en que derrotaron a México, se llevaron Texas, Nuevo México y Califórnia, juntamente con los yacimientos de oro allí localizados; en 1898, como consecuencia de la guerra contra España, anexionaron las Filipinas, que solo en 1946 (después de la ocupación japonesa en la segunda guerra mundial) alcanzarán la independência estatal.

Ya en la época del «milagro económico» y de la guerra fría, en la cual los EEUU ascendieron a única potencia dirigente del capitalismo occidental, la situación se alteró radicalmente. Bajo el techo de la Pax Americana el estatuto de potencia mundial hizo, conjuntamente con el desarrollo del capital mundial, una metamorfosis decisiva, a partir de la cual la antigua política expansionista de los imperios nacionales empezó a ser obsoleta. Como primera potencia mundial, en sentido literal, los EEUU ya no podían ser una «potencia de expansión territorial», y eso significó para los Estados nacionales europeos, ahora dependientes, descender un grado más en el activo como potencias abatidas. Esta metamorfosis fundamental fue determinada sobre todo por dos momentos, uno político-militar, otro económico.

Por un lado, la guerra fría bloqueada con la contrapotencia mundial de la «modernización retrasada» ya no fue, desde el inicio, conducida al estilo de un control territorial, basado en la economía nacional, sobre un determinado «imperio mundial» sino solo, ante todo, como una estrategia de orientación a largo plazo en una escala directamente global. Como «policía mundial» con la misión autoatribuida de anular el contraimperio del capitalismo de estado y «reino del mal» (Reagan), el imperialismo americano tuvo que volverse un «imperialismo global ideal», o sea, operar en el «meta-plano», para ir más allá de la simple expansión nacional.

En este sentido, no se trataba de una nueva constelación en el interior de la antigua lógica de los conflictos, sino del carácter transitorio del propio conflicto. La misma expresión «policía mundial», inicialmente usada en sentido crítico, remite involuntariamente al hecho de tratarse de una opción por un monopolio de control global apoyado militarmente, en vez del crecimiento exterior, como extensión del propio territorio.

En este plano, ya no era decisiva una visión orientada hacia un «gran territorio» imperial y su correspondiente «economía nacional de gran territorio», sino la garantía global del modo de producción capitalista como tal. Los EEUU se convirtieron así en pura «potencia protectora» del capital, solo siendo aceptada en su forma occidental privada y competitiva y siendo las variantes del capitalismo de estado del Este y del Sur consideradas como principal enemigo perturbador.

La presión era en el sentido de destruir la cortina de hierro y de «abrir» el mundo entero al movimiento del capital privado (cualquiera que fuera su nacionalidad), o sea, de producir un sistema capitalista mundial unitario. En este sentido, los EEUU fundaron la OTAN en 1949, cuyo ámbito organizativo servia para envolver directamente los Estados nacionales europeos -transformados mientras tanto en potencias de segundo o tercer grado- en las operaciones estratégicas de los EEUU en cuanto «potencia protectora» del capitalismo mundial y para utilizarlos como «porta-aviones» del ejército norteamericano.

Pero como este estatuto de potencia mundial implicaba un «imperialista global ideal», y este ya no podía identificarse con un interés expansionista nacional imperialista, la contradicción entre los EEUU, como Estado nacional, y los EEUU como potencia mundial de nuevo tipo, se volvió claramente visible a través de crecientes perjuicios resultantes de este desacuerdo. Es verdad que los EEUU por costumbre siempre utilizaron inocentemente hasta hoy el concepto de «interés nacional» para designar su actividad de «policía mundial» y se sirvieron realmente de su posición de potencia mundial, del papel del dólar como moneda mundial, etc., naturalmente también en su propio interés, siempre que fuera posible. A pesar de esto, los perjuicios sufridos en el transcurso de la guerra fría por la potencia mundial -que al final de la segunda guerra mundial había alcanzado el estatuto de absoluta superpotencia económica-, como la reducción de su cuota nacional en el mercado mundial, la caída relativa de la productividad industrial y, finalmente, el enorme endeudamiento interno y externo, se deben en gran parte al peso del «consumo» político-militar como «potencia mundial», improductivo desde el punto de vista capitalista.

Esta situación ha sido repetidamente descrita y objeto de reclamación, últimamente por Paul Kennedy, que traza analogías con las primeras potencias de la historia de la modernización desde el siglo XVI (Kennedy, 1991/1987). El papel de «policía mundial» o de «imperialista global ideal» permanece controvertido en el debate sobre la política tanto externa como interna de los EEUU: solo que fue el desarrollo del capitalismo que condenó los EEUU a asumir ese papel.

Por otro lado, la antigua política de anexión territorial nacional imperialista se volvió obsoleta, no solo en virtud de la constelación de la política externa mundial durante la guerra fría, con su estructura bipolar, sino también debido al proceso económico interno del modo de producción capitalista – en el que la unificación política del capital privado a nivel mundial constituye el marco fundamental en gran medida creado por la superpotencia EEUU. Pues solo bajo el techo de la pax americana, se volvió en gran medida real la nueva característica estructural del capital, en cuanto a exportación de capital, apuntada por Lenin y Rudolf Hilferding.

Lenin vio la exportación de capital (en oposición a la simple exportación de mercancías) todavía en el contexto de la antigua constelación de las potencias expansionistas centradas en la economía nacional. Pero en ese nivel de desarrollo, la exportación de capital no podía asumir aún ningún papel relevante. En verdad, hasta 1913, el comercio mundial se desarrolló continuamente bajo el dominio de las economías nacionales, pero las inversiones extranjeras (sobre todo en capital fijo) permanecieron limitadas casi totalmente a las colonias o zonas de influencia, por tanto al respectivo espacio imperial nacional. En la lucha policéntrica de las grandes potencias europeas por la hegemonía capitalista otra cosa no hubiera sido posible.

Por el contrario en el marco de la pax americana después de la segunda guerra mundial, no solo el sistema mundial fue subsumido al concepto bipolar del «sistema de conflictos» entre capitalismo privado y capitalismo de Estado, sino que, al mismo tiempo, el hemisferio occidental estaba ya dirigido monocéntricamente. Bajo la batuta política de este monocentrismo fue posible crear las condiciones para un rápido crecimiento de la exportación de capital: principalmente, la posibilidad de exportar capital en una medida nunca vista en el ámbito de los propios países capitalistas industriales desarrollados, o sea, de abrir grandes empresas de producción en antiguos «países enemigos». En este aspecto, la pax americana no significó otra cosa que las grandes empresas multinacionales surgidas en este contexto comenzaron gradualmente a autonomizarse del marco de la economía nacional. Se volvieron así visibles los primeros contornos de la estructura de crisis de una nueva contradicción entre el capital, por un lado, y la economía nacional y el Estado nacional respectivo, por otro.

Del pacifismo nacional «de los hombres buenos» al belicismo global intervencionista

En el proceso de la globalización empresarial, la ideologia del imperialismo americano transformado en «imperialista global ideal» sufrió una metamorfosis especial que la transformó, en consonancia con el estatuto de los EEUU, en ideologia global del capitalismo privado occidental. En los EEUU existió siempre, contra la antigua política imperial de anexión, una oposición «de los hombres buenos», que se alimentaba de las ilusiones democráticas sobre el carácter del capitalismo y se reclamaba del ideal burgués (una «paz perpetua» kantiana entre naciones comerciantes) contra la realidad del capitalismo de entonces (guerras de rapiña nacional-imperialistas). Este pacifismo originalmente anti-imperialista se reveló en la posguerra progresivamente como una nueva legitimación del renovado papel de «policía mundial» de los EEUU.

Si esta ideología era en la anterior constelación, esencialmente «aislacionista», es decir, dirigida contra las intervenciones externas de los EEUU, la nueva constelación, con los EEUU como única superpotencia occidental, podía de repente pasar a funcionar como legitimación de intervenciones. Porque ahora ya no se trata, en primer lugar, de la expansión de un «gran territorio» definido por el imperialismo nacional norteamericano, sino del mantenimiento global y de la expansión del «principio» del capital privado y del liberalismo económico y de su marco de legitimación democrática. El ideal burgués podía en este sentido ser llamado a dar cobertura a la realidad capitalista, todavía insatisfactoria, porque ya no se trataba de evidentes intereses nacionales de rapiña, sino del supuesto mantenimiento e implantación de la «paz mundial democrática» contra los llamados «enemigos de la paz no democráticos», definidos luego, en la estructura bipolar de las superpotencias, como «reino del mal» totalitario del Este y sus vasallos.

El nuevo papel de potencia mundial de los EEUU podía por lo tanto ser asumido con un empeño casi religioso: la superpotencia occidental se transforma en propagandista global y hasta en misionera del modo de producción y del modo de vida capitalista competitivo, incluyendo sus componentes culturales («American way of life»). En este sentido, el Presidente Truman, después en 1947, puso de lado la doctrina Monroe, limitada a la perspectiva nacional imperialista, y, con la «doctrina Truman», prometió la ayuda de los EEUU a los «pueblos libres amenazados en su libertad», lo que implicaba el intervencionismo en un meta- plano del sistema mundial, más allá del simple interés nacional expansionista.

Truman no operó en un espacio ideológicamente vacío. Solo prosiguió con el espíritu de la ideología de la «comunidad de los pueblos», enraizada en el antiguo idealismo americano originalmente anti-intervencionista, tal como fue formulada por el Presidente norteamericano Woodrow Wilson (1856-1924) en su programa de catorce puntos de 1918, anticipación del posterior liderazgo doctrinal americano.

En esta construcción idealista, correspondiente a la harmoniosa visión del mundo de las tradicionales clases medias democráticas, la competencia brutal y la lucha por la supervivencia en el mercado mundial fueron solemnemente redefinidas como colaboración pacífica entre Estados animados de buena voluntad y legitimados por la «soberanía popular»; una interpretación cada vez más falseadora de la realidad mundial del capitalismo, que apadrinó tanto la creación de la llamada Sociedad de Naciones (1920), sugerida por Wilson, como su renovación al final de la segunda guerra mundial como Organización de las Naciones Unidas (ONU).

Que la Unión Soviética, como contrapotencia mundial de la «modernización recuperadora» tuviese que dejarse inscribir en unas Naciones Unidas indiscutiblemente dominadas por los países occidentales bajo liderazgo de los EEUU, fue solo la consecuencia lógica, en el plano político, del hecho económico de que el capitalismo de Estado, como sistema productor de mercancías, participaba por su propia naturaleza en el mercado mundial y tenía que adaptarse a sus criterios. Con el colapso de la contrapotencia mundial desde 1989 y el ascenso de los EEUU a última potencia mundial, su papel de «imperialista global ideal» de un sistema capitalista mundial de ahora en adelante unificado se alteró una vez más.

A pesar de todos los desmentidos, de todas las idealizaciones y falsas esperanzas, la crisis mundial progresiva y la globalización del capital ligada a ella constituyen el telón de fondo que explica la razón por la que la pax americana, ahora efectivamente universal, no da lugar a un mundo pacificado. Mucho antes de que se volvieran superfluos para la dominación capitalista universal, la importancia de los EEUU como policía mundial, por el contrario, aumentó, como demuestran sus dos guerras por el orden mundial de los años 90. No se trata ahora ya de combatir una supuesta contrapotencia claramente definida, sino de conseguir mantener, bien o mal, el sistema capitalista unificado, aunque él no pueda ser ya reproducido en el ámbito global, para la gran mayoría de la humanidad. Con otras palabras: la propia lucha del «policía mundial» y de sus cherifs ayudantes europeos contra la crisis de las categorías capitalistas tiene forzosamente que asumir el carácter de una batalla contra espectros o, ya casi al estilo de Don Quijote contra molinos de viento.

En esta refriega globalizada contra los demonios de la crisis capitalista mundial, se desvanece, todavía más que en los tiempos de la guerra fría, el paradigma de los «Estados de expansión territorial». Esta metamorfosis en curso tiene también un momento político-militar y un momento económico. De forma mucho más fuerte que en el caso del estrangulamiento del sistema del capitalismo de estado, la «geopolítica» centrada en cualquier estado nacional se volvió irrelevante y contraproducente en la lucha sin esperanza por una «pacificación» del proceso de crisis mundial del capitalismo. El mundo fue supranacionalmente unificado por el capital, pero por debajo de la fina capa de barniz del sistema mundial común se propaga la crisis que conduce, hoy aquí y mañana acullá, a las erupciones catastróficas. Tanto política como militarmente ya solo es posible una estrategia de «intervención flexible» en el ámbito mundial, a través de una diplomacia ambulante de crisis, de «fuerzas móviles de intervención» y de ataques aéreos.

A esto corresponde simultáneamente la metamorfosis del capital, consecuente con la economía de crisis, en una globalización directa de la economía empresarial, más allá de la mera exportación de capital. Donde la gran mayoría de los «brazos» se vuelven superfluos desde el punto de vista capitalista, la «apropiación» de territorios y de sus pueblos ya no constituye, ni soñando, una opción para la acumulación; las anexiones territoriales perdieron definitivamente el sentido en la lógica capitalista y solo podrían constituir un peso, en vez de un lucro. Al mismo tiempo que la reproducción del capital en términos de economía empresarial entra en conflicto con los estados nacionales, el capital financiero y real transnacional, expandido por todo el globo (naturalmente con densidades extraordinariamente diversas), ya no permite la formulación de una estrategia de expansión capitalista centrada nacionalmente.

En consonancia con esta nueva situación mundial, la ideología intervencionista occidental de «freedom and democracy» (originariamente enraizada en el pacifismo «de los hombres buenos» de los EEUU) desarrollada durante la guerra fría, fue de la noche a la mañana, transmutada en la paradójica «guerra de mantenimiento de la paz» de la OTAN bajo el liderazgo de los EEUU. Y es así como el actual discurso hegemónico liberal interpreta las reacciones de Occidente a la crisis global causada por su propio terrorismo económico «objetivo», con el repertorio fraseológico de la misma filosofía charlatana que ya dominó la época precedente.

En Europa, en pocos años, el pacifismo idealista «de los hombres buenos» de los movimientos por la paz fue substituido consecuentemente por un belicismo favorable al intervencionismo global. De esta forma, las «buenas personas» de la izquierda europea solo repiten aquel cambio y metamorfosis seguida por sus primos norteamericanos, desarrollada desde los tiempos del Presidente Wilson. La contradicción ideológica interna del capitalismo entre políticos nacional-imperiales de interés intervencionista e idealistas anti-intervencionistas se desmorona definitivamente con la crisis mundial: la inexorable sustentación del sistema, la afirmación del capitalismo a cualquier precio y las manoseadas frases democrático-idealistas son idénticas en la «doctrina de policía mundial», contra los frutos aparentemente generados en los abismos de la historia.

Las expediciones punitivas conducidas por Occidente contra la periferia capitalista sumergida en el caos a partir del salto histórico de 1989 son presentadas, de acuerdo con ese espíritu, como acciones legítimas de la «comunidad internacional», de la «comunidad democrática de los pueblos», etc. El consenso mundial, de forma fraudulenta, omite sistemáticamente el hecho de que es la maravillosa economía mundial de mercado la que es el regazo que, conjuntamente con la crisis y el colapso de la reproducción socio-económica, abriga aquel «belicismo» contra el que entonces la amistosa humanidad dominante, impregnada de idealismo y con bombardeos extensivos, impone a economía de mercado mundial. La falsedad de esta legitimación se revela, desde luego, por el hecho de estar acompañada de un histérico espíritu de cruzada, sobre el cual los medios de comunicación democrático-capitalistas gritan al unísono, como si estuviesen todos bajo las órdenes de un censor todopoderoso.

La OTAN como prolongación supranacional del «imperialista global ideal»

La OTAN constituye el encuadramiento político-militar de la pax americana y de la globalización de la crisis del capital que se inicia en esta época. En este campo de referencia, ella tiene que distinguirse, desde luego de una forma fundamental, de las constelaciones de las alianzas imperiales anteriores. No podía tratarse de una relación solo exterior, entre una potencia hegemónica y los respectivos vasallos en el sentido imperial tradicional, ni de una alianza entre potencias imperialistas nacionales, que se encuentran más o menos en pié de igualdad. Antes el contradictorio estatuto doble de los EEUU, como estado-nación o economía nacional por un lado y como «capitalista global ideal» por otro, exigía una metamorfosis análoga de los estados europeos del centro capitalista que se habían vuelto secundarios, dotados de un carácter igualmente contradictorio: por un lado, tal como los EEUU, no pueden dejar de ser estados-naciones; por otro lado, tienen que integrarse todavía en la nueva estructura de una pretensión de control a nivel global, sin poder volverse pura y simplemente una parte integrante de los EEUU.

De este modo contradictorio la OTAN se transformó, más allá de la función meramente militar, en la instancia política común de todo Occidente, con el fin de integrar los estados europeos del centro capitalista en el sistema hegemónico del nuevo «capitalista global ideal» y, es decir, encuadrarlos en este sistema, o sea, para hacer también que «potencias» solo de segundo orden del viejo tipo se transformen, ellas mismas, en partes integrantes de un «imperialismo global ideal». La alternativa ya no consiste en escoger entre un estatuto independiente como vieja potencia imperialista nacional y un estatuto de vasallo frente a la superpotencia de los EEUU, sino entre un estatuto de mayor o menor peso en el seno de la OTAN, como prolongación política y legitimadora de la hegemonía mundial de nuevo tipo de los EEUU.

De este modo, por un lado la OTAN demuestra ser de hecho una estructura supranacional con una pretensión de control capitalista global, frente a un mundo tomado al asalto por una globalización económico-industrial y una simultanea disgregación de crisis. Por otro lado, la OTAN ni siquiera puede ser imaginada sin el aparato de administración de la violencia de alta tecnología de los EEUU, que continua centrado en y controlado por un estado-nación, y cuya falta de paralelo mantiene en pié la hegemonía de los EEUU en el seno de la obra de arte integral del imperialismo mundial. En un orden bárbaro, en última instancia, quien manda acaba siendo siempre aquel que ha sido capaz de blandir la mejor espada. Y en el ámbito de los criterios capitalistas y de la tecnología capitalista, Europa nunca más podrá tener la mejor espada.

El raciocinio burgués europeo enjuicia este asunto de una forma lapidaria y sobria; por ejemplo en el diario económico «Handelsblatt»: «Una identidad europea en términos de seguridad es en principio deseable, pero no es realizable de momento. Los programas armamentistas que para esto serían necesarios no pueden ser financiados… La reciente intervención en Kosovo reveló, una vez más, hasta qué punto los europeos son inferiores a los EEUU cuando se trata de proyectar poder militar más allá de las propias fronteras nacionales. Casi el 80% de todas las misiones de combate y el 90% de las bombas y mísiles utilizados lo fueron por cuenta de los EEUU. Hasta delante de sus propias puertas los europeos no conseguirán aportar más que una contribución marginal para derrotar a una potencia militar de tercer orden… Mientras los EEUU continúen siendo un socio de seguridad fiable, no debe proseguirse ninguna política armamentista europea que perjudique la consolidación alcanzada» (Wolf 1999).

En efecto, los estados europeos del centro capitalista no tienen capacidad de intervención militar en una escala mayor, ni uno ni otro por sí solo, ni todos en conjunto. Para ello faltan pura y simplemente los medios militares, como pueden ser flotas de bombarderos estratégicos, portaviones y arsenales de mísiles; y eso no se verifica solo en términos cuantitativos, sino igualmente en lo que respecta al nivel tecnológico. Si hoy Alemania, por ejemplo, se encuentra a este respecto aproximadamente al nivel de un guarda de aldea global, Gran-Bretaña y Francia, a pesar de sus experiencias con guerras post-coloniales y de las pretensiones militares desde entonces hasta ahora, no se encuentran en situación mucho mejor. En la absurda guerra de las Malvinas, los británicos consiguieron imponerse a la marina argentina por muy poco; y las diversas mini-intervenciones francesas en África mal merecen el epíteto de militares. La prensa francesa se burló del desastre del portaviones «Charles de Gaulle», que sufrió una avería cuando apenas había entrado en servicio, teniendo que ser remolcado con mucho coste por su predecesor ya retirado, el «Clemenceau».

Si tenemos en cuenta que en el seno de la UE entre el 60 y el 70 por ciento de todos los medios gastados en el desarrollo y aprovisionamiento militar son responsabilidad de Gran-Bretaña y Francia, queda claro el estrecho margen europeo para un programa armamentista e intervencionista. No es extraño que la planeada fuerza militar de la UE sea luego de entrada designada como «tropa de papel».

Una alteración fundamental de la relación de fuerzas militares –en caso de pretenderse- es de hecho utópica, incluso bajo el punto de vista financiero. Sería la ruina económica si la UE quisiera, en un tour de force en términos de política armamentista (para lo cual, además, nunca conseguiría estar suficientemente unificada), igualar el poderío militar de los EEUU. En ninguna parte se vislumbra factor alguno que demuestre como habría de conseguirse la inversión del sentido de los flujos globales de capitales que para ello seria necesario; y, si a pesar de todo se consiguiera, la economía mundial seria desestabilizada todavía más, y el ya frágil edificio del capitalismo financiero global sería llevado a la ruina.

Ni los opinion makers políticos predominantes se hacen ilusiones sobre la posibilidad de que la relación de fuerzas actuales pueda ser aún alterada un día: «No existe ninguna señal de una alteración fundamental de los pesos relativos… La base económica de Europa para desafiar eventualmente a los EEUU y a sus concepciones de ordenamiento mundial… no se ha extendido sino que ha disminuido… En el área militar, la diferencia transatlántica se destaca aún con mayor nitidez. Así, los estados europeos de la OTAN gastaron con el aprovisionamiento militar, en los últimos cinco años, solo aproximadamente la mitad de lo que fue gastado por los EEUU en el mismo período. En la categoría de investigación y desarrollo, la fosa aún se ensanchó más» (Wolf 2001). Pero estas son de cualquier modo consideraciones meramente hipotéticas, puesto que, para ir más allá de todo esto, ya ni siquiera existe un motivo económico y «materialista» para estrategias de anexión e «influencia» territorial en el ámbito de un gran conflicto entre capitalistas.

Esto no significa que no existan algunas tentativas europeas que se destaquen frente a la última potencia mundial que son los EEUU, aunque, en caso de duda, estas vienen más de Francia que de Alemania. Pero estas actitudes no pasan de disputas de competencias y de guerras de capillas en el seno del orden establecido del «imperialismo global ideal», sujeto a una hegemonía de los EEUU que está por encima de cualquier duda, no configurando la afirmación de una pretensión imperial autónoma. También cada vez más vuelven a surgir las contradicciones económicas y sobretodo comerciales entre la UE y los EEUU, pero sin que sea seriamente puesto en causa alguna vez el techo global común de la pax americana.

John C. Kornblum, hasta 2001 embajador de los EEUU en Alemania, de un trazo expresa tanto a la inevitabilidad capitalista de la alianza encarnada en la OTAN como el problema de la misma: «El miedo de que los europeos y los americanos se dividan en campos mutuamente competitivos carece de cualquier justificación. Los lazos que unen Europa con los Estados Unidos son tan fuertes que una ruptura es inimaginable… ¿Qué es lo que es tan especial en la situación actual? Raramente un nuevo gobierno americano asumió funciones en un tiempo tan volátil. Y fueron igualmente raras las veces en que los europeos y los americanos sintieran una perplejidad semejante ante este bullicio planetario» (Kornblum 2001). El «tiempo volátil» y el «bullicio planetario», una formulación en términos conceptuales tan vacua como babosa, para la caída del moderno sistema productor de mercancías en base a sus propias contradicciones internas, hace de la OTAN, después del fin de la guerra fría, todavía más la instancia del capitalismo global, cuya razón obliga a todos los conflictos internos y a todos los temas a pasar a un segundo plano.

Esto también se aplica a los puntos polémicos, como el nuevo bombardeo injustificado de Irak por los EEUU bajo el nuevo liderazgo del presidente ultraconservador Bush, los planes de Washington para una «defensa nacional contra mísiles» (NMD) o, inversamente, el proyecto de una política europea común de seguridad y defensa (PECSD). En este contexto, cada vez que se habla de «riñas» en la relación entre los EEUU y la UE, este concepto, que designa una pequeña diferencia, apunta más hacia la necesidad objetiva de una política hegemónica imperial global que hacia una ruptura de esa cohesión.

Todas esas especulaciones de que semejantes «desavenencias» mutuas podrían constituir el inicio de una alteración profunda en la constelación mundial capitalista carecen de cualquier fundamento: «Con estas reflexiones orientadas por la política cotidiana, los escépticos no aprecian debidamente… el significado fundamental de los factores estructurales que actúan a medio y largo plazo y que trabajan inequívocamente a favor de la continuidad de la asociación transatlántica. Aunque suele haber riñas, estas no conducirán a conflictos duraderos o a una rivalidad geopolítica» (Wolf 2001).

Aunque las desavenencias, las llamadas riñas, las tentativas de ganar protagonismo y las muestras de un poder arbitrario pongan en cuestión la existencia continuada de la forma del estado-nación, insustituible para la relación del capital, con su lógica intrínseca y con ello simultáneamente para las contradicciones inherentes a la estructura del «imperialismo global ideal», así y todo este asumió como tal, irreversiblemente, la forma supranacional de la OTAN. Esta inevitabilidad de la OTAN como fuerza de intervención occidental global bajo el liderazgo de los EEUU también corresponde a los intereses del capital dominante que, en el marco de la crisis y de la globalización, al final también se vuelven directamente transnacionales. Así «la integración global de los mercados da más fuerza a aquellos que sacan provecho de la globalización y que por eso se encuentran interesados en la cooperación entre estados. Esto se aplica sobre todo a las grandes empresas transnacionales, así como a los inversores de capital financiero» (Wolf 2001). Si traducimos la fórmula eufemística de la «cooperación entre estados» por la de la «guerra de ordenamiento mundial imperial global», tenemos así designado el telón de fondo real de los intereses del capital hoy dominante. Si las contradicciones en el ámbito del sistema mundial se agravaran de una forma dramática, hay que contar mucho más con acciones unilaterales de un gobierno de los EEUU cediendo al pánico que con un desafío europeo a los EEUU.

El contexto imperial global y el contexto económico de la globalización también se aplican estrictamente a la propia industria armamentista que, tal como todos los demás capitales, se ha integrado a toda velocidad en estructuras transnacionales. Las fábricas de material bélico, antes dotadas de una orientación estrictamente nacional y estrechamente asociadas al respectivo aparato de estado nacional y a sus pretensiones de control y de expansión territorial, se volvieron en gran parte «global players» dotados de una amplia diversificación económico-industrial con ramificaciones tanto en los EEUU como en la UE (y en parte en el espacio asiático). En el sector armamentista existe, por eso, tal como en todas las otras áreas, participaciones transatlánticas cruzadas, «alianzas estratégicas», fusiones y adquisiciones, teniendo en cuenta que la industria armamentista de los EEUU está dominando claramente la escena.

Así, por ejemplo, basándose en motivos económicos, todas las agujas económicas fueron puestas en el sentido de la gran empresa armamentista española Santa Bárbara Blindados (SBB); en el ámbito de su privatización, no fue controlada por una empresa armamentista europea, sino por el gigante armamentista americano General Dynamics que, a través de esta adquisición, podrá también obtener una participación en la fábrica de tanques de Munich Krauss-Maffei-Wegmann (KMW); SBB controla bajo licencia el tanque Leopard de la KMW. Inversamente la gran empresa europea de material aeronáutico y espacial EADS (la casa madre de Airbus) quiere ir a construir aviones militares a los EEUU juntamente con un socio de los EEUU (Lockheed Martin o Northrop) a fin de conseguir acceder a los lucrativos pedidos del Pentágono. Entre tanto la EADS ya colabora con Boeing en la defensa anti-misil. También se encuentra decidida a tomar el control de los astilleros náuticos militares alemanes HDW a través de una participación mayoritaria del inversor financiero de los EEUU One Equity Partners (OEP), lo que es interpretado como una adquisición encubierta del gigante armamentista norteamericano General Dynamics. HDW construye y vende submarinos, desde el otoño de 2002, juntamente con la empresa armamentista norteamericana Northrop-Grumman. Aunque existan reservas por parte de la Comisión de la UE, según un lobista armamentista alemán, más pronto o más tarde toda la industria armamentista europea dependerá del mercado de aprovisionamiento de los EEUU y tendrá que adaptarse a la situación a través del establecimiento de participaciones transnacionales: «Sin América nada es posible» ([semanario económico] Wirtschaftswoche 40/2001).

Contrariamente a todas las «riñas» y tentativas de obstrucción de las clases políticas nacionales, proseguirá la transnacionalización de la industria armamentista entre los centros capitalistas occidentales; existen ya proyectos para un mercado de aprovisionamiento electrónico transnacional para las grandes empresas armamentistas y aeronáuticas.

Al final ya no hay ningún motivo esencial para que las empresas armamentistas se ciñan al plano nacional, o incluso al de la UE; los debates y las reservas a este propósito ya no son de carácter estratégico y, por eso, ya no son de primer orden, pero se desarrollan en el ámbito de disputas secundarias de competencias. No solo en lo se dice respecto a las bases económicas generales del capitalismo de crisis globalizado, sino también en términos inmediatos de la tecnología y de la economía armamentista, la OTAN constituye una fuerza de intervención imperial global y una concepción capitalista global de ordenamiento mundial.

El concepto de «imperialista global ideal», elaborado por analogía con la formulación de Marx, según la cual el estado nacional constituye el «capitalista global ideal», evidentemente, este último, no remite quizás a una toma de influencia meramente «inmaterial»; se trata más bien de un aparato repleto de violencia de alta tecnología y de intervención política en todo el mundo que intenta establecer un encuadramiento para la acción capitalista con validez universal y, en este sentido, tiene que adoptar una pretensión de control igualmente universal. Sin embargo el «imperialista global ideal» mundializado se encuentra mucho más circunscrito al plano político-militar de lo que antes lo fue el «capitalista global ideal» en el seno del estado-nación: el imperialismo global no reúne los capitales de su área de poder en un encuadramiento ordenador también económico, sino que inversamente tiene que obedecer a la competencia desenfrenada de los capitales que transvasa cualquier marco ordenador y sobre el cual ya solo puede reaccionar de forma superficial y sin capacidad de ingerencia político-económica autónoma.

La OTAN, igual que los EEUU, no constituye un «estado mundial» que pueda pedir cuentas de las viejas funciones del estado-nación a un nivel superior, supranacional. La OTAN no es más que el «capitalista global ideal» (ampliado), o sea, una pura instancia de violencia y de presión política, y no la instancia para una regulación más abarcadora. Siendo así, la OTAN no puede resolver la contradicción del capitalismo de crisis global, pudiendo solo, en su propia estructura contradictoria, como organismo supranacional bajo la hegemonía del estado-nación de la «última potencia mundial», expresarla en muestras periódicas de violencia.

A primera vista este «imperialismo global ideal» monocéntrico de inicios del siglo XXI podría recordar el concepto casi olvidado de un llamado «ultra-imperialismo», tal como el viejo ideólogo-mayor de los social-demócratas alemanes Karl Kautsky lo tenía creído a inicios del siglo XX, en el ámbito del debate sobre el imperialismo con Rosa Luxemburgo y Lenin. Pero la analogía no pasa de ser muy superficial. Kautsky escribió en 1914 en «Neue Zeit»: «Una necesidad económica para proseguir la carrera armamentista después de la guerra mundial no se confirma, ni siquiera desde el punto de vista de la propia clase capitalista, sino como máximo, desde el punto de vista de algunos intereses armamentistas. Inversamente la economía capitalista es la primera que se ve amenazada de manera extrema por las contradicciones entre los respectivos estados. Cualquier capitalista un poco perspicaz hoy debería dirigir a sus congéneres las siguientes vibrantes palabras: ¡Capitalistas de todos los países, unios!… Como es evidente, si la política actual del imperialismo fuese imprescindible para proseguir el modo de producción capitalista, los factores acabados de enunciar no conseguirían causar una impresión duradera sobre las clases gobernantes, ni llevándolas a imprimir otra dirección a sus tendencias imperialistas. Sin embargo eso es posible si el imperialismo, el esfuerzo de cada gran estado capitalista en el sentido de expandir su propio imperio colonial en detrimento de otros imperios de tipo semejante, establece solo uno de los diversos medios de promover la expansión del capitalismo… La competencia furiosa entre empresas gigantescas, bancos enormes y multimillonarios creó la idea del cartel de las grandes potencias financieras que engullirían a las pequeñas. Del mismo modo también ahora puede resultar de la guerra mundial de las grandes potencias imperialistas una unión entre las más fuertes que pondrá termino a su carrera armamentista. Por lo tanto no está excluido desde el punto de vista puramente económico que el capitalismo conozca todavía una nueva fase, una transferencia de la política de cartel hacia la política exterior, una fase de ultra-imperialismo, contra el cual evidentemente tendríamos que luchar con la misma energía que contra el imperialismo, pero cuyos peligros serían de otra índole que la carrera armamentista y la amenaza a la paz mundial» (Kautsky 1914, 920 s.).

Queda patente que la argumentación de Kautsky estaba lejos de la realidad de su tiempo (y así continuaría todavía a lo largo de décadas), porque la época de la expansión nacional imperial a esas alturas todavía no se había agotado. Pero si miramos más de cerca, Kautsky tampoco es un buen profeta de un futuro todavía lejano. Aunque había visto con bastante acierto (de forma semejante a Lenin, sin apenas profundidad conceptual de las formas sociales capitalistas en expansión) la posibilidad abstracta de otra constelación imperial global pero está estaba para ellos no bajo el espectro de una desintegración social mundial debida a los limites intrínsecos del modo de producción capitalista, sino solo como «otros medios de promover la expansión del capitalismo». La posición de Kautsky se encontraba enteramente determinada por el discurso social-demócrata del cambio del siglo XIX para el siglo XX, que había puesto oficialmente de lado la teoría de la crisis y del colapso y apostaba por una capacidad de desarrollo ulterior del capitalismo, para ser coronada por el movimiento obrero como una transición pacífica y parlamentaria hacia el socialismo de estado.

Tal como en Lenin, también en Kautsky el tema no es la crisis (a esas alturas «impensable») ni la crítica de las formas sociales que trascendían los límites entre las clases, sino la «voluntad de clase» solo sociológicamente fundamentada y que se manifestaba de forma política en el sentido de la «explotación», por un lado, y de la respectiva superación, por otro. Contrariamente a Lenin, sin embargo Kautsky no desarrolla este análisis abusivamente simplificado en el terreno de los hechos históricos efectivos, o sea, de la real competencia entre potencias expansivas imperialistas nacionales, sino como una fantasmagoría vergonzosamente oportunista. No queda duda de que es necesaria una mezcla de ilusionismo y auto-engaño para postular, incluso en medio del tronar de los cañones que anunciaba el inicio de la guerra mundial industrial, una alianza pacífica del imperialismo global o del ultra-imperialismo para una «explotación del mundo» común después de la guerra mundial, como si la realidad de esta última ni siquiera existiese o ya hubiese pasado a la historia (una actitud hasta hoy típica del raciocinio democrático reformista a propósito de cuestiones «peligrosas»).

Sin embargo es precisamente por eso que la «visión de Nostradamus» de Kautsky, de un democrático caga-sentencias de sofá, se aplica mucho menos al hoy real «imperialismo global ideal» de la OTAN. En primer lugar lo que está en causa ya no es una «explotación común» flemática de regiones del mundo todavía no accesibles al capitalismo, pero si el problema de una crisis mundial en continua progresión y que se define precisamente por el hecho de que el capitalismo del centro, a las alturas alcanzadas por su propio estándar de productividad y rentabilidad, se va volviendo cada vez más «incapaz de explotar»; y el mercado mundial va dejando tras de sí crecientes zonas de «tierra quemada» en términos económicos, que ya perdieron la capacidad de ser explotadas por el capitalismo.

Y, en segundo lugar, la OTAN también constituye una alianza poco o nada pacífica del imperialismo global, precisamente porque está de lleno entrometida en bregar con las consecuencias político-militares y barbarizantes de la crisis sin solución posible. En este caso, todavía corresponde a la realidad que ochenta años después de las tesis de Kautsky ya no exista ningún conflicto inter-imperial semejante al de la primera guerra mundial; el contradictorio carácter supranacional de la OTAN se basa en desarrollos totalmente diferentes de los que Kautsky tuvo en mente y, así, está a la vista que no se trata de una era de paz capitalista que pueda ser transformada por la vía parlamentaria, sino una guerra bárbara de ordenamiento mundial sin ninguna perspectiva civilizadora. La analogía entre la construcción de Kautsky del «ultra-imperialismo» y el real «imperialismo global ideal» de la OTAN es perfectamente superficial y está desposeída de cualquier veracidad.

Pero lo que hace creer que en el siglo XXI no vamos a asistir a una reedición de las anteriores luchas de influencia territorial imperialistas nacionales por la hegemonía mundial no son solo los factores económicos y político-militares en el contexto de la pax americana y de la globalización. También el desarrollo cultural e ideológico no aporta las mínimas señales de que las viejas potencias de la época de las guerras mundiales vendrán en breve a prepararse para iniciar el tercero round y que la OTAN podría haber sido solo una manifestación transitoria circunscrita a la época de la guerra fría.

En una constelación de conflicto, ocurre que las sociedades involucradas tienen que ser formadas y preparadas no solo en los planos político, económico y militar, sino igualmente en el ámbito cultural e ideológico. Basta ver con que enorme esfuerzo y alcance histórico fueron montadas y cultivadas las imágenes de los respectivos enemigos, tanto en la época de las guerras mundiales entre 1870 y 1945 como en la constelación bipolar de la post-guerra entre 1945 y 1989. La «pérfida Albión», Francia como «enemigo hereditario» e, inversamente, los «hunos» alemanes etc. o posteriormente el «totalitario imperio del mal» en el Este, no fue solo objeto de un cultivo y de una coloración propagandísticos, sino igualmente artísticos en el plano de la cultura tanto nacional como popular, que se prolongó hasta en los pormenores de la vivencia cotidiana. Para tal fin fueron aprovechados todos los registros mediáticos, desde las discusiones académicas hasta el libro infantil, desde la conservación del patrimonio a la poesía lírica patriótica. Nada parecido se podría decir hoy sobre una construcción sistemática de nuevas y mutuas imágenes del enemigo en el interior del campo imperialista. Hasta el tradicional antiamericanismo europeo no solo es marginal, sino que él mismo se ha «americanizado».

Esto no quiere decir de ninguna manera que los patrones culturales e ideológicos nacionalistas, antisemitas, racistas etc. no regresen o que el recurso a los mismos no se vuelva más frecuente en los procesos de crisis de la globalización. Pero, contrariamente a la época de las guerras mundiales, estos patrones no encajan en el contexto de una formación imperialista nacional para la lucha de exterminio mutuo entre las grandes potencias capitalistas en torno a «grandes espacios geo-estratégicos». Ya la imagen del enemigo del «imperio del mal» soviético había sido formada sobre una línea de base diferente; ya no reflejaba la competencia mutua entre los estados imperialistas nacionales del centro occidental del capitalismo industrial, sino la competencia del centro como un todo con los retrasados históricos de la periferia y el respectivo «contra-sistema», que no dejaba de mantenerse encuadrado en el paradigma capitalista.

Después del colapso de la Unión Soviética y del fin de la guerra fría ya no regresan las viejas imágenes anteriores del enemigo, sino que se va construyendo una imagen nueva del enemigo, substancialmente más difusa, que ya no se encuentra determinada en primera línea por alguna competencia prolongada, como política imperial en el seno del modo de producción capitalista (tan solo se aplicaba al proceso de ascensión histórico del mismo), sino, y de forma inmediata, por las manifestaciones de desintegración que puntúan la crisis mundial capitalista: se trata de exteriorizar y personificar ideológicamente estas últimas, a fin de mantener obnubilado el carácter de las manifestaciones de la crisis y encubrir las respectivas causas.


(Capítulo I del Libro LA GUERRA DE ORDENAMIENTO MUNDIAL, Robert Kurz, Enero 2003)

Original alemão: http://www.exit-online.org/
Versión en portugués: http://obeco-online.org/
Versión en español: Contracorriente

La introducción, publicada en Breviarium: La crisis del sistema mundial y el nuevo vacío conceptual