La situación de la clase obrera
Por José E. Villaseñor Cornejo
Publicado originalmente en El debate latinoamericano Vol. 4, Nación y movimiento en América Latina, Editorial Siglo XXI y Cela-FCPyS UNAM, 2005.
Las reformas laborales efectuadas en el subcontinente en el marco de lo que han dado en llamar globalización o mundialización son presentadas a menudo como la evidencia de que el fin del sindicalismo está cerca. Las voces de alarma que llegan desde las estructuras sindicales y los medios académicos afirman que la continuación de las reformas terminarán no sólo por limitar toda forma de representación y defensa obreras, sino que, al eliminarse las relaciones colectivas de trabajo a favor de la contratación individual descentralizada, quedará sin sustento el mismo derecho del trabajo. (Ermida,2000).
Hay coincidencia en general en que a partir de la crisis de la deuda externa, a principios de la década de 1980, se canceló la posibilidad de financiamiento externo de los déficits en las balanzas de pagos con lo cual los proyectos nacionales de crecimiento y desarrollo se dejaron para mejor ocasión. A partir de ese momento, los grupos dominantes de los Estados quedaron a merced de los organismos financieros internacionales quienes impusieron una serie de medidas económicas severas llamadas reformas estructurales, que exigían: estricta disciplina fiscal, restricción monetaria, liberalización comercial y financiera, flotación cambiaria, privatización de empresas públicas, reforma tributaria, promoción de la inversión extranjera, y desregulación del mercado de trabajo. Se trataba en síntesis de que la liberalización del mercado externo dictaría en adelante la forma y composición de los aparatos productivos de nuestros países ignorando, por supuesto, sus respectivos mercados internos. (Jiménez, 2000).
Estas medidas, que deben entenderse como una profundización de las relaciones sociales capitalistas, se atribuyen a la crisis que estalló en los primeros años de 1970, y al reflujo revolucionario de la década que se inicia a mediados de 1960 y vendrían a ser, desde la interpretación de la lucha de clases, una ofensiva burguesa contra la clase trabajadora. (Bonnet,1998).
Caracterizar el fenómeno de la globalización ha requerido desde luego otra caracterización previa: el periodo inmediatamente anterior. Se sostiene que hasta antes de 1975, prevalecía una política estatal orientada a fortalecer el mercado interno, vigilar una cierta estabilidad salarial y promover medidas de protección social para la masa trabajadora con el fin de garantizar la reproducción de la fuerza de trabajo y, también, de prevenir estallidos revolucionarios. Algunos autores califican estas funciones estatales como propias de un Estado de bienestar; otros, siguiendo esta corriente las engloban en una perspectiva más amplia que interpretan como Estado de seguridad. Esto último, para oponerlo a una crisis del llamado Estado de competencia que, se dice, fue implantado en la fecha señalada de 1975. La versión estatal latinoamericana del Estado de bienestar sería en este caso el Estado populista.
Al Estado de seguridad o protector algunos lo ubican por la época de la depresión de 1929, aunque hay opiniones de especialistas laborales en el sentido de que la protección se inició con la promulgación de la Constitución mexicana de 1917, que dedicó un apartado (Artículo 123), al tema de trabajo y la previsión social, y a la creación de la O.I.T. en 1919. (Bronstein,1998).
Cabe preguntarse si existió el Estado de bienestar tal como lo conciben los estudiosos del Estado de competencia y de la globalización, o si no será una recreación del esquema conocido donde la crítica del presente impone la visión de un pasado ideal, porque quien haya conocido la vida obrera de hace cuarenta o cincuenta años, digamos, sonreiría al escuchar que en aquella época se vivía en un Estado protector. Quizá esta percepción se ha alimentado de los estudios sobre la legislación laboral donde se afirma como verdad indiscutible que aquélla nace del conocimiento de la debilidad intrínseca del trabajador ante el capitalista. La ley, y las instituciones que su aplicación crea, en consecuencia, tendrían una esencia protectora que busca equilibrar la relación capital—trabajo. Desde este ángulo se daría como cierta en nuestro subcontinente la concepción del intercambio de protección social por legitimidad política en los llamados Estados populistas.
Para entender la indefensión obrera ante la globalización vale la pena hacer unos señalamientos generales. La legislación laboral busca eliminar obstáculos a las actividades productivas y en su desarrollo, es necesario advertirlo, por cada reconocimiento de una conquista del trabajador, impone variadísimas restricciones; algunas visibles y otras encubiertas que son presentadas como elementos armonizadores de la citada relación. Los conflictos obreros previos a las legislaciones desarticulaban cualquier ordenamiento social y político, desembocando con frecuencia en intentos de insurrección. Las organizaciones obreras han surgido en estos escenarios de intensas luchas y violentas represiones por parte de los poderes públicos. Del entorno social, reivindicativo, saltan a la arena política gracias a su acción colectiva, abandonando sus orígenes clandestinos donde los enclaustraban los estudiosos de las sectas y las sociedades secretas de principios del siglo veinte. ( Valentí). La combinación de la lucha social y la política hizo posible establecer en códigos y aun en constituciones una variada gama de salvaguardas o trincheras mínimas para el ejercicio de la libertad sindical, para suspender labores y conservar algunos beneficios y prestaciones, todo ello garantizado por su constante capacidad organizativa y de protesta. De esta forma los obreros rechazan las pretensiones de los capitalistas de colocarlos en la indefensión antes de empezar cada jornada laboral.
Los actores de las luchas sociales que se dieron durante el siglo XIX partían de la convicción de que la sociedad se dividía entre productores y no productores, señalándose a menudo a las corporaciones religiosas y militares como entes prescindibles pues obstaculizaban el camino hacia el progreso de la sociedad. En la siguiente etapa, los trabajadores tomaron conciencia a través de los conflictos de que ellos constituían la única clase productora y, en consecuencia, la organización de la producción y la distribución de la riqueza debía darse bajo sus condiciones. En adelante, las organizaciones más avanzadas —sindicatos revolucionarios—, además de continuar en su lucha cotidiana, impulsaron la participación política para penetrar, por medio del sufragio, en las estructuras administrativas y de conservación del sistema productivo con el fin de socavarlo. Ya como partidos obreros, eran la expresión política de las luchas diarias de los asalariados y su actividad se encaminaba a conseguir por medios institucionales o insurreccionales la eliminación del sistema salarial imperante.
Si la llamada democracia liberal es, entre otras cosas, una forma de administración de un orden productivo que actúa a través de falsas representaciones con el fin de diluir los conflictos sociales que amenazan tal orden, por la vía de la simulación o de la represión directa, cabría suponer que cualquier iniciativa que busque hacer real o efectiva la representatividad en el marco del sistema político, más que conseguir sus propósitos, será aplastada. Como ejemplo de lo anterior bastaría hacer un recuento de las luchas en Centroamérica y parte de América del Sur donde la profundización de los afanes democratizadores obtuvieron como respuesta largas y sangrientas dictaduras militares. Recuérdese que una vez destruidas las organizaciones sociales y políticas, junto con sus actores, desmanteladas muchas de las redes de protección social, se reinició cínicamente el juego democrático. Estas experiencias, que se acumulan en la memoria colectiva, se manifiestan como desconfianza y rechazo en las sociedades provocando el desaliento y la abstención política. No es, desde luego, como se pregona, falta de cultura política de los pueblos, sino precisamente la constatación de que participar en los procesos electorales es ser parte de la simulación. Hoy, a las corporaciones parasitarias señaladas antes, habría que añadir otra capa social, quizá mas nefasta: la burocracia política. Su proceso de formación, desarrollo y descomposición corren paralelo al de la democracia liberal y ha llegado a un punto tal en que, en su afán por sobrevivir, no duda en amputarse brazos y piernas, una vez que su falsa representatividad política y social se ha desvanecido.
Los efectos de la globalización, considerados irreversibles por la mayoría de las agrupaciones políticas de los más diversos signos, y el carácter casi paralizante que aquélla provoca en las organizaciones obreras, nacionales e internacionales, que se esfuerzan por adaptarse de la mejor manera a las posturas exigidas por los técnicos gubernamentales y patronales para su final sacrificio, han sido posibles porque hay una muralla de instituciones infranqueables y falsas representaciones. Ambas, sistemas de democracia representativa, partidos políticos, sus instituciones de administración del trabajo y grupos dirigentes de la mayoría de los sindicatos, federados y confederados, conforman el mundo político aterrorizado por los ataques del capital financiero. Éste, una vez cooptados los capitalismos periféricos, en su ansia por mantener su cada vez más precaria rentabilidad, impulsa los ajustes estructurales ordenando recortes, privatizaciones, desmantelamientos de instituciones, cambios legislativos, cancelación de derechos sociales y disponibilidad absoluta de los mercados laborales.
Pero este mundo que da voces de alarma se cuida de no aumentar demasiado el volumen, pues sabe que sus amos podrían decretar su fin y, viendo hacia abajo, donde está la administración y la vigilancia de los ciudadanos, junto al negocio de mediar ante los patrones con el disfraz de la representación obrera, su perspectiva de sobrevivencia también es dudosa. Igual que los ciudadanos que son convocados periódicamente a decidir representaciones y programas que los políticos profesionales han acordado entre ellos, las dirigencias sindicales sólo se ocupan de las negociaciones que ratifican o modifican las modalidades de subordinación exigidas por los capitalistas.
Frente a esta profundización de las relaciones capitalistas convendría preguntarse si efectivamente está cerca el fin de las organizaciones obreras y del derecho del trabajo o, en todo caso, cuáles serían las perspectivas de sobrevivencia del sindicalismo en su restringido papel de instrumento de defensa.
Los organismos financieros internacionales a través de sus investigadores y voceros afirman, para el caso de América Latina, que las desregulaciones de la seguridad social, del mercado de trabajo y los procesos de flexibilización son a la fecha insuficientes. Estudiosos del BID sostienen en sus investigaciones la necesidad de la desregulación y la flexibilidad para lograr la competitividad de las empresas y la creación de empleos, quejándose, dicen, del ritmo excesivamente lento con que los gobiernos latinoamericanos efectúan las reformas laborales. Se preguntan porqué estos gobiernos, que atendieron con prontitud (planes de choque), la exigencia de reformas estructurales, no aplican aquéllas para combatir el desempleo (Lora y Pagés, 1996). Las propuestas de estos investigadores son coherentes con la línea impuesta por el Consenso de Washington, a pesar de las evidencias en contrario: otra investigación sobre el empleo a mediados de 1990 de la misma institución, señalaba que a pesar de los buenos resultados económicos de la aplicación de las reformas estructurales, el desempleo no cedía, por lo cual se planteaban algunas cuestiones para enfrentar el problema. Según el estudio, la solución al desempleo, que se atribuía a una revaluación del tipo de cambio real y a la estabilización de precios que había abaratado el capital y encarecido el trabajo, tendría que armonizar el entorno macroeconómico dinámico con la situación de los afectados por este dinamismo de la economía. Según esta investigación, la apertura comercial, el aumento de los flujos de capital y la estabilización monetaria habían aumentado el riesgo del desempleo, por lo que sugiere se reflexione sobre la viabilidad de los actuales sistemas de protección de la estabilidad del empleo que penalizan el despido, al tiempo que aconseja una mayor flexibilidad de las condiciones de contratación y despido. (Márquez, 1998). Por lo anterior, queda claro que las conclusiones de los voceros de los organismos financieros internacionales están orientadas a presionar a los gobiernos e influenciar a partidos políticos, medios académicos y opinión pública, para desmontar cualquier legislación que obstaculice sus designios. No es creíble que profundizar las desregulaciones, es decir, terminar de desmantelar las instituciones de seguridad social, la legislación laboral, y la contratación colectiva va a remediar el desempleo, cuando estas medidas, precisamente, han provocado los actuales índices de desempleo, la informalidad creciente y una progresiva pauperización en las poblaciones de Latinoamérica.
Contrarios a las opiniones citadas, numerosos especialistas de derecho laboral y académicos, sostienen que las reformas que se han implantado en la mayoría de nuestros países durante la década de 1990, son amplias y han provocado cambios significativos en las relaciones individuales y colectivas de trabajo.
Con la desaparición de los gobiernos militares latinoamericanos y el regreso a la institucionalidad, varios países incluyeron en sus constituciones garantías para el ejercicio de la libertad sindical y la negociación colectiva, pero por otro lado, la presión empresarial, nacional y extranjera, apoyada en la crisis de la deuda externa, exigió cambios en la legislación laboral con el pretexto de que su rigidez afectaba desfavorablemente la competitividad internacional de las empresas. Se inicia de este modo, la revisión o reforma de los códigos de trabajo para “flexibilizarlos”.
Si bien se reconoce que varias de estas reformas constitucionales pueden considerarse garantistas, pusieron su énfasis en el reforzamiento de las relaciones individuales de trabajo, y en parte en las colectivas, pero no debe olvidarse que esta tendencia marcará las futuras reformas legislativas: las relaciones individuales de trabajo, por un supuesto afán de protección serán reformadas a profundidad ya que esto beneficia a los empresarios que desean contratar a los trabajadores sin la ingerencia del gobierno y los sindicatos. Las relaciones colectivas, por el contrario, mantendrán la tutela estatal con el fin de controlar e intervenir en la contratación colectiva y restringir el derecho de huelga. (Ermida, 2000).
Las reformas flexibilizadoras en Argentina se materializaron con las leyes de 1991, 1995 y 1998, además de un par de acuerdos entre dirigencias obreras y el gobierno. En ellas, se establecen diversas formas de contratación atípica o precaria bajo diversas denominaciones que significan grandes ventajas para los empresarios: contratos todos por tiempo determinado a los que se agregan medidas flexibilizadoras internas en horarios, salarios, primas vacacionales, etc., y otras externas que facilitan el despido sin costo para el patrón. Como forma de compensación a los sindicatos, las leyes buscan regularizar el trabajo clandestino y permiten un seguro de desempleo. En la ley de 1998, se consideran en parte las anteriores medidas, derogándose los contratos precarios al tiempo que se elevan los montos de indemnización por despido; establecen, allí mismo, nuevas formas de contratación por tiempo indeterminado. (Bronstein, 1998).
Las reformas que se comentan se establecieron durante el régimen de Menem, y es necesario agregar que para llevarlas a cabo traicionó su programa de gobierno con el fin de obtener el apoyo empresarial, dividió la central obrera más importante, colocando a los disidentes al margen de la ley, cooptando a otros al asignarles la recaudación y distribución de las contribuciones a las obras sociales. Esta dirigencia obrera, subordinada a Menem, cedió terreno al sector patronal aceptando reformar a favor de éste las relaciones individuales de trabajo, en tanto, que se mostró reticente a otorgar demasiado tal como exigía el gobierno, en lo referente a las relaciones colectivas, pues peligraban sus intereses como burocracia. (Torre y Gerchunoff, 1999).
Desde la perspectiva de los trabajadores, un destacado laboralista afirmó que las medidas flexibilizadoras como el llamado periodo de prueba de la ley de 1998, privaba de estabilidad al trabajador, a la vez que le escamoteaba la indemnización por despido. Para él, lo relativo a la extinción del contrato de trabajo que se trataba en esta ley, junto con otras medidas, empobrecía el empleo existente y, desde luego, no incentivaba la creación de nuevos puestos de trabajo (Recalde,2000).
En Brasil la flexibilización impuesta se inicia en 1966 con el Fondo de Garantía por Tiempo de Servicios que acabó con la estabilidad en el empleo, al grado de que se considera que los trabajadores no permanecen más de dos años en una empresa, gracias a este estímulo a la extinción de las relaciones de trabajo. En 1974 se dictó una ley sobre trabajo temporal y fue hasta 1998 que se decretó otra similar. En este último caso la duración máxima del contrato de trabajo es de dos años, estableciéndose una serie de garantías similares a las que contiene los contratos por tiempo indefinido, como vacaciones y otras prestaciones. La ley incluye la modalidad de un banco de horas, que busca adecuar las jornadas de trabajo a las necesidades de las empresas, a la vez que prácticamente elimina el pago de horas extraordinarias. Como en el caso argentino, todas las medidas flexibilizadoras se llevan a cabo mediante convención colectiva. Otras disposiciones desreguladoras serían, en primer término, la ley 8949, de 1994, sobre cooperativas que desvinculaba cualquier relación laboral; en segundo, el régimen de participación de utilidades que permitía a los patrones reducir tanto el salario como las cuotas de seguridad social al canalizar los aumentos salariales hacia dicho régimen y, finalmente, vale la pena mencionar la flexibilizadora “descentralización productiva” que consiste en agrupar una factoría central rodeada de varias subordinadas. Esta dispersión laboral y administrativa representa enormes ventajas para los patrones como puede adivinarse.
Colombia, siguiendo la explicación de Bronstein, después de muchos años de estudios y debates aprobó a fines de 1990 la Ley 50, en la que se destaca la modificación del régimen de cesantía, que consiste en el pago al trabajador de un mes de salario por cada año de trabajo al finalizar su contrato, por un sistema de depósitos anuales en cuentas de capitalización individuales, liberando al patrón del desembolso según la cotización del último salario. La ley suprimió asimismo, la reinstalación obligatoria del trabajador que, teniendo una antigüedad mínima de 10 años, fuese despedido injustamente. Como compensación a esta medida, se aumentó la indemnización por esta causa. La Ley 50 consigna también nuevas modalidades de contratación temporal y algunos elementos de flexibilidad interna sobre jornada y horarios de trabajo, parecidos al banco de horas ya mencionado.
A fines de 1999, el gobierno y la clase patronal negociaban una nueva reforma laboral para proseguir con las desregulaciones, entre ellas la de la jornada laboral, al tiempo que se reclamaba reiteradamente la creación de zonas francas donde no se aplicara la legislación laboral, con el supuesto motivo de crear nuevos empleos. (Urrea Giraldo, 1999).
Las reformas en Perú parten de 1990 y se distinguen algunas etapas para su consolidación. Después de llevar a cabo los programas de ajuste ordenados por los organismos financieros internacionales, el gobierno de Fujimori enfrentó a los sindicatos con los llamados Decretos Supremos de Urgencia sobre remuneraciones, negociaciones colectivas, contratos atípicos y prestación de servicios, que no conservaron su vigencia a causa de las protestas obreras y los actos de los sindicatos que se ampararon ante la autoridad judicial (Véase Surcos). El gobierno, sin embargo, no desistió de sus propósitos y obtuvo facultades del Congreso para imponer varias leyes sobre fomento del empleo, contratación, descansos, pensiones, etc., que fueron invalidados por el Tribunal de Garantías Constitucionales, hecho que contribuyó a decidir al gobierno a dar un golpe de Estado en abril de 1992. A partir de este suceso se hace efectiva la reforma laboral que flexibiliza las relaciones de trabajo a favor de los patrones: se eliminan derechos colectivos y la reinstalación de despedidos por causas justificadas; se amplían las causales de extinción del contrato de trabajo, se reduce el número de sindicatos y la huelga prácticamente desaparece.
Chile ha realizado reformas para restaurar en parte la situación laboral anterior a la dictadura de Pinochet. Este, a partir de 1978, dictó decretos para reglamentar las relaciones individuales de trabajo y en contrapartida disminuyó las colectivas. Su reforma fomentó la contratación atípica, facilitó el despido y alteró la organización del trabajo a costa de los derechos de los trabajadores. El gobierno que lo sustituyó a partir de 1990, intentó mejorar la precaria situación de los trabajadores con un aumento a los salarios mínimos. Las reformas de esta época se orientan a quitar la discrecionalidad patronal en la contratación individual y a devolver a los sindicatos su capacidad de negociación colectiva. Se limitó, también, la facilidad para despedir con o sin causa justificada aumentando las indemnizaciones. Se reincorporan a esta reforma algunas conquistas que eran comunes desde los años 30 del siglo pasado.
La flexibilidad laboral en Venezuela se halla equilibrada con medidas protectoras en la Ley Orgánica del Trabajo de 1990. Las más importantes son la eliminación de la flexibilidad numérica que buscaba mantener en la empresa las plazas de trabajo cuando se producían despidos injustificados y las modificaciones a la jornada de trabajo, la cual no excede de 44 horas semanales. Esta Ley, revisada en 1997 por efecto de un acuerdo tripartito, modificó salarios, prestaciones, indemnizaciones por despido injustificado y prima de antigüedad. Aun con las modificaciones y rebajas de estas dos últimas, debe advertirse que son muy superiores a las de la mayoría de los países de la región, incluido México.
En el caso de Centroamérica, en cuanto a las flexibilizaciones, vale mencionar a Costa Rica, que las introdujo modificando su Código de Trabajo por un acto administrativo que ha sido cuestionado, y en Panamá, cuya reforma de 1995, negociada con los sindicatos, las introdujo pero alternándolas con medidas protectoras en contratos, salarios y prestaciones.
Sobre México poco hay que decir. En los últimos años se ha discutido el tema en los medios sindicales, académicos y gubernamentales. Es claro que la iniciativa partió de las esferas del gobierno presionadas por los organismos financieros internacionales que desean completar sus reformas estructurales. Los débiles intentos de los últimos gobiernos por avanzar en este sentido obedecieron al temor de provocar el derrumbe del sistema sindical, parte importante del aparato político de dominación del entonces gobernante Partido Revolucionario Institucional y, sobre todo, porque gran parte de las flexibilizaciones conocidas, internas y externas, pueden aplicarse (y se aplican) con la complicidad de la administración del trabajo. La Ley del Trabajo data de 1970, y sigue la tradición de la primera de 1931. En México hay arbitraje obligatorio y es prácticamente imposible estallar una huelga sin la anuencia o indiferencia del Poder Ejecutivo, representado por las autoridades del trabajo. La libertad sindical, aparte, es más bien ilusoria a pesar de que México ha ratificado varios convenios de la OIT: la representatividad y dirección de un sindicato no depende de la voluntad de sus agremiados, sino del interés de la autoridad laboral que cuenta con un registro para tal efecto. El aparato de administración hace que las demandas laborales por despido injustificado se concluyan después de varios meses o años, pues las Juntas de Conciliación y Arbitraje son asiento de corruptelas y consignas patronales y gubernamentales.
Las demandas de flexibilización de empresarios, gobierno y agencias financieras nacionales e internacionales, nada tienen que ver con la libertad sindical, la negociación colectiva, la protección efectiva de los contratos individuales ni el respeto al derecho de huelga, sino con el afán que no duerme ni descansa de los capitalistas por despojar a los trabajadores de todas y cada una de sus conquistas logradas en luchas de muchas generaciones.
Unos años antes del desplazamiento del Partido Revolucionario Institucional, se abrió el citado debate, y en medio de las discusiones se dieron a conocer dos anteproyectos de reforma del Partido Acción Nacional y del Partido de la Revolución Democrática, respectivamente. Ambas propuestas se inclinan por el respeto a la libertad sindical, lo cual es una obviedad. El Partido Acción Nacional busca flexibilizar las contrataciones, aumentar las causales de despido y dar mayor discrecionalidad al patrón en el uso de la fuerza de trabajo. El Partido de la Revolución Democrática, por su parte, admite la flexibilidad negociada con los sindicatos, respeta la estabilidad laboral y propone mejoras en prestaciones y condiciones de trabajo. (Bensusán, 1998)
El Presidente de la república ha declarado que este año, 2002, deberá concretarse la reforma laboral, y ante esta exigencia del exterior, lo que está en juego son las raquíticas formas de organización que conservan los obreros y las menguadas prestaciones que sólo en casos excepcionales y por sectores pueden defender. Ambos partidos, como el sistema político en conjunto, se hallan sometidos por fuerza y convicción al fenómeno de la globalización, y defenderán lo único que les interesa a sus cuerpos dirigentes: el cultivo de sus respectivos aparatos políticos, como lo haría cualquier burocracia que busca sobrevivir.
Después de esta revisión, las opiniones de las agencias financieras internacionales y sus estudios, así como las posiciones de la clase patronal y los círculos políticos ligados a las esferas del poder en Latinoamérica, en el sentido de que las reformas laborales han sido lentas y escasas, conviene recurrir a las investigaciones de la OIT. En ellas se sostiene que al menos 11 países del subcontinente han hecho reformas más o menos profundas con una clara orientación flexibilizadora; en otros tres la flexibilización, aunque limitada, ha sido profunda y, en 6, las reformas han sido menores. (Marín y Vega, 1999). Para estos autores, el empleo asalariado sometido a la flexibilización representa el 70% del total en la región y su instrumentación se debe, dicen, a factores externos tales como condicionamientos de créditos y asistencia de bancos internacionales.
Y si la flexibilización más importante se da en las relaciones individuales de trabajo, dicho estudio concluye que aquélla y la consecuente rebaja de sus costos no se ha traducido en un crecimiento del empleo. Este resultado es similar, finalizan, a las reformas estructurales que han inspirado a la mencionada (véase también OIT. Lima. Documento de trabajo 94. 1998).
El abaratamiento de costos en la contratación por tiempo determinado se calcula en 34%, en tanto que los trabajadores sin contrato resultan hasta 30% menos del tipo de contratación anterior. (Tokman y Martínez, 1999) Unos datos más sobre los costos laborales por hora trabajada por un trabajador con contrato por tiempo indeterminado en 1997, ayudan a explicar estos afanes patronales. El costo en Corea es de 8 dólares; en EEUU, de 18 dólares; Alemania, de 28 dólares. En Argentina, de 6.31 dólares; en Brasil, de 5.47 dólares; en Chile, de 3.85 dólares; en Colombia, de 2.37 dólares, y en Perú, de 2.12 dólares (OIT, Panorama Laboral 1998 ). Y si se considera que la contratación por tiempo determinado y el trabajo clandestino representan costos todavía más bajos, resulta que la competitividad de las empresas descansan más en esta circunstancia, antes que en la productividad como suele ocurrir en los países desarrollados. Esto sin contar con el mecanismo de la devaluación, experiencia que se repite a menudo en nuestra región para competir a costa de reajustar los salarios. Así las ganancias que obtienen los patrones explican su interés por eliminar la contratación por tiempo indeterminado, con sus garantías y prestaciones. La falta de protección y el empobrecimiento que tales contrataciones ocasionan al trabajador no parecen ser suficientes para quienes ven la flexibilización de los contratos individuales como un proceso inevitable que se debe aceptar. Se piensa que la solución se encuentra en la negociación colectiva pues las reformas, en teoría, reducen el desempleo y aumentan la competitividad de la empresa. Su recomendación de que tal negociación colectiva no debe desembocar en conflicto, (Ozaki, 1999), la hacen después de reconocer que la flexibilidad significa menos seguridad en el empleo y en los ingresos, además de que obliga al trabajador a la incondicionalidad laboral.
La situación de los trabajadores y el continuo desmantelamiento de las pocas garantías que aún conservan en las legislaciones laborales llena de incertidumbre no sólo a los dirigentes sindicales, sino a los estudiosos del derecho y de la academia en general. Se llega a creer que en verdad está cerca el fin de los códigos del trabajo, que serían sustituidos por la legislación civil, mientras se plantea también la futura desaparición de los sindicatos como forma de representación obrera. Hay, desde luego, voces que si bien admiten que el sindicalismo se halla en una profunda crisis, pues ha disminuido la afiliación y su influencia en la sociedad, además de que carece de credibilidad y sus agremiados no son capaces de movilizarse, sostienen que tal crisis no anuncia su desaparición sino la evidencia de que ésta se extiende a las instituciones del trabajo, es decir, a la empresa, a las formas de producción, al Estado de bienestar, etc. La solución que se aconseja es el regreso a los objetivos originales de los sindicatos que serían, defender los derechos de sus agremiados, conservar su autonomía e independencia frente a cualquier forma de poder y canalizar las protestas obreras para garantizar la estabilizar social. (Spyropoulos, 1999). Y si la característica de los sindicatos es saber adaptarse a las situaciones de cambio, tendrían que variar su composición, haciéndola heterogénea por lo que su estructura comprendería trabajadores de pequeñas y grandes empresas además de técnicos, intelectuales, desempleados e informales.
Algo no aclarado de las anteriores propuestas es cómo podría un sindicato ser independiente y representativo de los intereses de trabajadores amenazados por el desempleo, precarizados, que practican flexibilizaciones internas indignas de rebajas de salarios, aumentos y disminuciones de jornadas y polifunciones extremas, y a la vez ser instrumento de estabilidad social.
Este modelo de sindicalismo es el que está en crisis. Basta con escuchar los reclamos de centrales obreras, como la Central Latinoamericana de Trabajadores, que se lamenta del desempleo, la pobreza y la exclusión social, denunciando el fracaso del proyecto neoliberal. Estos dirigentes exigen empleo digno, salarios justos, seguridad social, educación básica, capacitación, respeto a la libertad sindical y al derecho de huelga, solicitando cortésmente la condonación de la deuda externa y la revisión de las políticas del Fondo Monetario Internacional. Suponen estas personas que ésta sería una buena forma de enfrentar el desempleo, el subempleo, la flexibilización y la desregulación imperantes. Para acceder a este ideal, la citada central no convoca a la huelga general, sino que, como parte de la Confederación Mundial del Trabajo, convencida de que la globalización es irremediable, aspira a que entidades como la OIT convenzan a los capitalistas del mundo y sus agencias gubernamentales para que se respeten los convenios de esta venerable organización y puedan obtener lo que desean para sus representados. (CLAT, 2000). La burocracia sindical ve con temor que la flexibilización y la desregulación se extiende sistemática y tenazmente por todo el mundo. Europa, Asia, África y los mismos EEUU experimentan de diversas maneras los efectos de la plaga de la mundialización, como la llaman candorosamente algunos funcionarios de la OIT, y resulta en verdad lastimoso ver cómo implora la Confederación Mundial del Trabajo que los gobiernos respeten los compromisos contraídos en la Cumbre Social de Copenhague. Es ingenuo suponer que gobiernos que representan no los intereses de sus pueblos sino los del capital financiero puedan obligar a quien sirven a dar una dimensión social a la globalización. (CMT, 1997).
Es evidente que la flexibilización externa y desregulación, tanto como los ataques a los códigos del trabajo no se sustentan seriamente en necesidades de mayor competitividad y productividad de las empresas, sino en la convicción capitalista de que no hay enemigo al frente. Pero convendría aclarar que esta iniciativa del capital no se debe a la supuesta derrota del marxismo y al fin de la Unión Soviética, sino a la crisis de los sistemas políticos que se autonombran democráticos. El anquilosamiento de las burocracias de todo tipo y la corrupción que genera su falta de representatividad han creado innumerables barreras para la clase trabajadora en general. Todas las instancias políticas están interconectadas y jerarquizadas, retroalimentándose con sus propias imposturas. Los trabajadores tratan de hacer uso de un instrumento (sindicato) que la burocracia hizo para canalizar protestas, quitándole su poder transformador. Las burocracias gubernamentales han recibido la orden de desmontar del aparato administrativo y jurídico laboral los elementos estabilizadores y conservadores de la paz social que sus antecesoras construyeron con tanto cuidado, cuando aún estaban presentes los recuerdos de las revoluciones sociales. Este nuevo amo, el capital financiero, que como bien dicen está aquí y en ninguna parte, recorre alegremente el mundo preparando el gran estallido social, pues los excluidos, los precarizados y los que aún conservan alguna forma flexibilizada de empleo se darán cuenta que es un engaño internacionalizar sus esfuerzos y sus quejas: el enemigo está dentro de sus propios países y cuenta con variadas organizaciones e instituciones que irán moldeando según se lo ordene su instinto de conservación.
Las múltiples formas de resistencia y protesta que se observan en Latinoamérica, desde los plantones, cortes de ruta, levantamientos indígenas, huelgas atípicas, guerras de guerrillas, ocupaciones de tierras, repudio a las formas tradicionales de representación, abstención política, etc., no revelan en realidad nuevos sujetos sociales. Si se revisan los últimos cincuenta años, cuando menos, se advertirá la persistencia de la movilización social donde los actores intercambian posiciones en las luchas reivindicativas. Conviene hacer memoria en cuanto a la lucha sindical para advertir que cualquier organización de trabajadores que sea verdaderamente representativa enfrentará tarde o temprano al sistema político, como lo hacen periódicamente campesinos, indígenas, estudiantes, desempleados, jubilados, etc. La alternativa de trabajadores y demás excluidos sociales es construir redes de solidaridad entre ellos y experimentar con formas de auténtica representatividad y autogobierno.
Referencias.
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