La dictadura del tiempo abstracto
La dictadura del tiempo abstracto
Por Robert Kurz
Revista Exit!, http://www.exit-online.org/textanz1.php? tabelle=autoren&index=20&posnr=55
Trad. Mikel Angulo Tarancón, 2012, para «NAHIMEN – Teoria eta Estrategia«, Euskal Herria.
El trabajo como trastorno conductual de la modernidad
En la historia del pensamiento occidental, el lenguaje de la filosofía y la ciencia se ha distanciado cada vez más del de la gente común. Elitista, separado del resto de la sociedad, se ha vuelto el idioma secreto de una casta sacerdotal del saber burgués. Y es que existen pocos conceptos que pertenezcan al mismo tiempo a la esfera de la reflexión teórica y a la de la práctica del día a día. En cuyo caso se trata, las más veces, de objetos especialmente sesgados, que de manera involuntaria remiten al absurdo de la sociedad burguesa. Uno de tales conceptos es el de “trabajo”, que por un lado presenta una categoría filosófica, económica y sociológica, pero que por el otro es empleado también, y de manera desconcertantemente diversa, en la praxis vital de todo ser humano. Especial carácter del significado social de trabajo, que remite a un contexto universal del mundo moderno. Pues no hay palabra tan clara a primera vista, ni menos clara cuando se la piensa por segunda vez, como ésta.
La ambigüedad de la categoría de trabajo se muestra ya de suyo en el hecho de que es empleada tanto oposicional como afirmativamente. El marxismo ha tratado siempre de reclamar para sí el trabajo como ideal positivo y deslindarlo así del supuesto “notrabajo” del mundo burgués y sus representantes. En sus caricaturas, la prensa socialista del siglo XIX representó de hecho a los capitalistas preferentemente como grasientos parásitos o como dandis y flaneurs, los cuales llevaban una agradable vida “sin trabajo” a costa de la clase trabajadora. De ahí que se elevase ya a pretensión central el apartar a un lado no la categoría del trabajo, sino simplemente a “los ociosos”. Más bien son los señores feudales, los rentistas de grandes fortunas, quienes propiamente se manifiestan en tan ruda visión del enemigo, y no los managers modernos. Ya que, como es sabido, los magnates industriales son esbeltos, hacen footing diariamente, gozan de menos tiempo libre que un esclavo del campo y acaban por necesitar ir a terapia, porque se han vuelto “trabajo-dependientes”.
En verdad, el trabajo siempre ha sido un ideal burgués-capitalista, mucho antes de que el socialismo descubriese para sí tal concepto. De ahí que la presunta “situación actual” del mismo, tan crítica con el capitalismo, presente de por sí una paradoja. Su alabanza es cantada en los más altos registros por la doctrina social cristiana; y precisamente es el liberalismo el que ha anunciado la santidad del trabajo y promete, al igual que el marxismo, su “liberación”. Resulta que todas las ideologías conservadoras, así como las de los radicales de derechas, lo veneran. La religión del trabajo es el sistema de relaciones común a toda teoría moderna, a todo sistema político y a toda clase social. Y concurren así unos con otros quienes rinden la mayor de las devociones de cada día a esta religión, los mismos que despojan al hombre de la mejor de sus capacidades.
La extraña evolución del concepto de trabajo
Puede que, ante tales pensamientos, el hombre moderno común se sienta un tanto irritado. “Pero es que uno debe trabajar”. ¿Acaso no lo han hecho siempre los hombres? De lo contrario, no habría alimento, ropa, vivienda ni cultura algunas. De la nada, nada viene. Y es que, sin duda, para vivir, gozar, investigar y distraerse, el hombre lleva produciendo cosas e ideas desde siempre. ¿Pero es “trabajo” el concepto correcto, suprahistórico y universal para ello? “Trabajo” es más bien una abstracción, un término de una generalidad polisémica. Karl Marx, cuya relación con el concepto de trabajo positivo es del todo equívoca, dijo por una parte que se manifiesta “prácticamente verdadero en esta abstracción sólo como categoría de la sociedad moderna” (Marx 1974/1857, 25). Sin embargo, defendió esta generalidad indeterminada al tiempo como suprahistórica, y alegó que se trata en cierto modo de una abstracción “racional” que “expresa una referencia ancestral y válida para toda forma de sociedad” (ídem). Friedrich Engels llegó incluso a afirmar que el trabajo desempeñó un cierto papel en “la transformación del mono en hombre”, con lo cual nuestros “bien velludos” antepasados de “barbas y agudos oídos” habrían sido ya partícipes de aquella benéfica abstracción racional.
¿Pero es esto cierto realmente? Una abstracción racional sería un macroconcepto general muy práctico para cosas cualitativamente distintas pero correspondientes todas ellas a un plano determinado. Así quedan comprendidas, por ejemplo, manzanas, peras, melocotones, naranjas y demás bajo el macroconcepto de “fruta”. En ese sentido, “trabajo” como macroconcepto de actividades humanas no implica abstracción racional alguna. También pasear, jugar al ajedrez o leer novelas son actividades humanas, sin que por ello se consideren, comúnmente, trabajo. ¿Dónde debe ser trazada la línea, sin introducir aquí un momento de arbitrariedad? Para conseguir algo de claridad, es preciso definir mejor el especial carácter social del concepto abstracto de trabajo.
La generalidad social de ese concepto en tanto que supuesta evidencia es, considerada en su historicidad, nada menos que dudosa. Muchas culturas cazadoras, ganaderas y campesinas no conocieron ningún concepto de esa clase en absoluto –ninguno que comprendiese actividades tan diversas. Pero no precisamente porque careciesen de una capacidad tal de abstracción. Es más, les habría parecido irracional en sumo grado, e incluso cosa alocada, el reunir bajo un único concepto de “actividad en general” actividades como las de cazar, recolectar, cocinar, criar niños, cuidar enfermos y llevar a cabo acciones cúlticas. En estas sociedades arcaicas (en la medida en que se pueden reconstruir o existen aún restos de ellas), había, por lo común y para distintos ámbitos de la vida, para hombres y mujeres, para distintos grupos o prácticas sociales (campesinos, artistas, guerreros) también conceptos distintos de actividad que no corresponden en modo alguno al concepto universal moderno de trabajo.
¿Cuándo, en qué contexto de la historia ha surgido pues este concepto abstracto-general de la actividad social y económica? En la lengua de más de una cultura, la raíz del término “trabajo” se remonta hasta un significado que designa a los hombres inmaduros, a los dependientes de otros –o a los esclavos. En su origen, “trabajo” no es, por tanto, una abstracción neutral y racional, sino social: es la actividad de aquellos que han perdido su libertad. Es indiferente qué hagan o dejen de hacer estos hombres, si se matan a sudar en la mina o en la plantación, si como mayordomos sirven la comida en una mansión, si acompañan a los niños al colegio o si abanican con una palma a la señora de la casa. El contenido de la abstracción “trabajo” es la existencia de esclavo. En este sentido, como abstracción socialmente delimitada, el concepto de trabajo no podía, naturalmente, tomar el carácter de una forma de actividad social general, como tampoco ser, en modo alguno, determinado de forma positiva.
No sorprende, así, que el concepto de trabajo en la Antigüedad adquiriese el significado paralelo de tribulación y de desdicha (al menos en latín). Es tribulación propia de aquel que está activo en ese sentido negativo el que “se tambalee bajo el peso de una carga” (laborare). Carga que puede también ser invisible, porque en verdad se trata de la dependencia. Esto es lo que en última instancia se refiere cuando en el Viejo Testamento de la Biblia se alude al trabajo como maldición del hombre infligida por Dios. Identidad semántica de tribulación y trabajo que, con todo, no se refiere a la mera fatiga. Porque también un hombre libre puede fatigarse en determinadas ocasiones, e incluso obtener placer en ello.
Por eso es erróneo confundir el “no-trabajo” de los libres e independientes de la Antigüedad con el puro “dolce far niente”, y con la simple pereza, como tan a menudo ocurre en la literatura marxista vulgar. En Homero, el héroe Odiseo se muestra incluso orgulloso de haber construido él mismo su lecho. Lo deshonroso no era la actividad en cuanto tal, tampoco el trabajo manual, sino la sumisión de un hombre a otro hombre o a un “oficio”. Un hombre libre podía ocasionalmente montar una cama o un armario, pero no tenía por qué ser carpintero de oficio; podía también comerciar de vez en cuando, pero no tenía por qué ser comerciante; podía escribir poemas, pero no tenía por qué ser poeta (al menos no como medio de lucro). Quien fuese formalmente libre, pero tuviera que someterse, de por vida, a una tarea lucrativa cualquiera en alguna de las ramas de la producción, se volvía, de cara a dicha actividad, inmaduro, y apenas valía lo que un simple esclavo.
Es por eso que la actividad del amateur libre no era, sin embargo, más torpe, o de peor calidad, que la del “hombre de oficio” no libre. El ejercitarse en la práctica de diferentes artes y adquirir conocimientos diversos era considerado un acto honroso; y por los cuentos de distintos círculos culturales sabemos que, en las sociedades antiguas, incluso los hijos de los reyes y los príncipes debían aprender, junto con el arte de la guerra y el saber espiritual, un trabajo manual –pero no precisamente para “ser” un trabajador tal de por vida, siendo así sometido a la tribulación del trabajo, sino para ser, en muchos aspectos, “diestro”, y para poder combinar unas con otras y con libertad formas de actividad cualitativamente distintas.
Fue el cristianismo el que por vez primera redefinió el sentido negativo de la abstracción “trabajo” como positivo – ¡y, de forma paradójica, como tribulación y desdicha precisamente! Puesto que el sufrimiento de Cristo en la cruz liberó a la humanidad de sus pecados terrenales, la fe reclama a los “sucesores de Cristo”. Lo que significa echarse sobre los hombros, voluntaria y jubilosamente, el sufrimiento. El cristianismo ennobleció también, en una forma de masoquismo de la fe –fe en el sufrir positivo– el trabajo como meta que vale la pena, más o menos en el mismo sentido en que era frecuente azotarse a uno mismo en piadoso éxtasis. Los monjes y las monjas se sometían consciente y voluntariamente a la abstracción “trabajo”, a fin de conducir sus vidas, como siervos de Dios, de acuerdo con el sufrimiento de Cristo. De la misma mentalidad histórica eran, y tal y como se ha advertido ya con tanta frecuencia, la disciplina y el orden monásticos, es decir, la estricta distribución del horario de los días y de la ascesis monacal, precursores de la posterior disciplina fabril y de la abstracta cronología de la “economía de empresa”. Pero esta misión específicamente cristiana del trabajo se refería tan sólo al sentido metafórico del concepto como aceptación religiosa del sufrimiento con miras al más allá; con ello no se perseguía aún fin positivo o terrenal alguno.
Fue el protestantismo, especialmente en su forma calvinista, el que hizo del masoquismo cristiano del trabajar-sufrir un objeto del más acá: el creyente no debía cargar ya nunca más con las penurias del trabajo como “siervo de Dios” en el aislamiento monástico, sino tener éxito con ello en el mundo terrenal profano, ¡y justamente para poder probar y demostrar su predestinación por Dios! Pero en ninguno de los casos le era dado, como es natural, saborear los frutos del éxito, para no denigrar así la gracia de Dios en los sucesores de Cristo; debía pues hacer, y no sin un aire de amargo sufrimiento, del resultado de un trabajo el punto de partida de otro nuevo trabajo, y amontonar riquezas abstractas incesantemente, pero sin gozo alguno. En este extraño cruce de un monótono más allá con un fin terrenal igualmente monótono surgió la primera mentalidad verdadera, monótona, del trabajo moderno –del trabajo como una forma de trastorno conductual.
Economía política de las armas de fuego
Ahora bien, seguramente no bastaría con quedarse en la mera evolución histórico-religiosa de la categoría de trabajo desde el sufrimiento negativo al positivo. Para que el trastorno protestante de la conducta pudiera mostrarse en todo el esplendor de su triunfo terrenal, requería de la mediación de poderosos intereses materiales. Como es sabido, desde el Renacimiento la producción de mercancías progresó a pasos de gigante, y comenzó a crecer la economía natural agraria. La mentalidad protestante se asoció con este ascenso de la economía de mercado que luego desembocaría en el capitalismo moderno. Y como no podía ser de otra manera, la positivización de la categoría de trabajo estuvo implicada de lleno en esta relación, la cual se identifica hoy con el comienzo de la “modernización” y su aparentemente interminable desarrollo.
Es significativo que, al igual que el trabajo, la modernización fuera también definida sobre todo de forma positiva por todas las ideologías, por todas las reflexiones teóricas y por todas las corrientes políticas de la sociedad capitalista ascendente. En el amanecer de su propio mundo, por acérrimas que fuesen como enemigas suyas, no obstante querían, en lo esencial, conocer un cierto “progreso” social. Para la ideología burguesa, el desencadenamiento de la producción de mercancías y del capitalismo es, naturalmente, sinónimo de una producción de riqueza en continuo crecimiento. También el marxismo llegó a ver en el “desarrollo de las fuerzas productivas” –aun no siendo éste ininterrumpido– un progreso de la burguesía. En todo caso, los avances positivos siguen siendo asumidos como los estímulos originales de la modernización y, con ello, también del trabajo. Las razones de peso para el “take off” de la modernidad deben de haber sido, entre otras, las innovaciones artísticas y científicas del Renacimiento, las grandes “conquistas” geográficas desde Colón, la idea protestante-calvinista de la autorresponsabilidad del individuo y la paulatina liberación de la “superstición medieval”.
Por otra parte, Marx describió, en el conocido capítulo sobre la “acumulación original del capital”, el inaudito carácter terrorista de la proto-modernización, la violenta expulsión de los arrendatarios de sus campos, la guerra regular contra las masas empobrecidas, el establecimiento a gran escala de instituciones disciplinarias y casas de trabajo. ¿Cómo se conjuga eso con el incremento presuntamente pacífico de la producción de mercancías? En los “nichos” de la economía natural agraria se ha dado, en mayor o menor medida y ya desde tiempos inmemoriales, un intercambio local, así como también un comercio a distancia de mercancías específicas (de sal, seda, minerales, armas y demás), sin que por ello surgiese alguna vez un “sistema productor de mercancías” tal (alias capitalismo) que abarcara la sociedad al completo, y en el cual el trabajo pudiera proseguir con su extraña evolución y coronarse, en adelante, como realidad substancial de todo ser humano.
¿Qué era pues, en los comienzos de la modernidad, aquello realmente “nuevo” que inevitablemente trajo consigo como consecuencia la historia de la modernización? Bien puede uno concederle al materialismo histórico que la mayor y más notable significatividad reside no en el mero cambio de las ideas y de las mentalidades, sino en el desarrollo en el plano de los hechos puramente materiales. Con todo, no fue una fuerza productiva, sino, por el contrario, una eficacísima fuerza destructiva, a saber, la debida a la invención de las armas de fuego, la que preparó el camino de la modernización. Y a pesar de que esta relación es bien conocida desde hace ya bastante tiempo, no obstante ha sido expuesta, en las más conocidas y trascendentales teorías de la modernización, siempre de forma completamente insuficiente.
Fue el historiador de la economía alemán Werner Sombart, curiosamente poco antes de la 1ª Guerra Mundial, en su estudio “Guerra y capitalismo” (1913), quien con más detalle profundizó en esta cuestión; claro que sólo para dejarse arrastrar luego, como tantos otros intelectuales alemanes de aquel entonces, por el entusiasmo ciego de la guerra. Sólo en los últimos años han vuelto a ser tematizados los orígenes técnico-armamentísticos del capitalismo y su economía de guerra. Es el caso del economista alemán Karl Georg Zinn en su libro “Cañones y peste” (1989) y del historiador estadounidense Geoffrey Parker en su investigación sobre “La revolución militar” (1990). Análisis que no han tenido, sin embargo, toda la repercusión que se merecen. Es evidente que al mundo moderno occidental y a sus ideólogos les es muy difícil aceptar el juicio de que la razón de ser histórica última de su sistema hay que buscarla en la invención y perfeccionamiento de los instrumentos de la muerte. Y esta correlación resultó válida no sólo para el oscuro origen de ese mundo, sino también para la democracia moderna; pues la “revolución militar” ha seguido siendo hasta hoy el móvil secreto de la modernización.
La innovación en el ámbito de las armas de fuego destruyó las formas de dominio precapitalistas, ya que hizo de la caballería feudal un frente militarmente ridículo. Ya desde antes de que existieran las de fuego, se dejaban entrever las consecuencias sociales de las efectivas armas de alcance, pues el Segundo Concilio Laterano del año 1129 prohibió el uso de la ballesta contra los cristianos. No en vano, la ballesta importada alrededor del año 1000 en Europa por culturas ajenas era considerada un arma propia de ladrones, bandidos y rebeldes. Cuando se propagaron las aún más efectivas armas de alcance conocidas como “cañones de fuego”, éstas sellaron el hundimiento de los señores de la guerra, entonces acorazados y montados.
Pero el arma de fuego ya no estuvo en manos de una oposición “desde abajo” contra el dominio feudal, sino que condujo a una revolución “desde arriba” por medio de los reyes y los príncipes. Pues la producción y movilización de los nuevos sistemas armamentísticos no era posible en el marco de estructuras locales y descentralizadas como las que habían marcado la reproducción social hasta entonces, sino que exigían una organización social absolutamente novedosa en distintos aspectos. De hecho, las armas de fuego, sobre todo los grandes cañones, ya no podían ser producidos en pequeños talleres, como lo habían sido hasta el momento las armas de filo y de punta premodernas. Por eso empezó a desmarcarse entonces del resto una particular industria armamentística, industria que producía cañones y mosquetes en grandes fábricas. Al mismo tiempo, surgió una nueva arquitectura de defensa militar en la forma de bastiones gigantescos, los cuales debían hacer frente a los cañones. Se llegaría a una carrera de la innovación entre las armas ofensivas y las defensivas, y así a la carrera armamentística que hasta la fecha no ha concluido.
Con las armas de fuego se transformó radicalmente la estructura de los ejércitos. Los guerreros no podían armarse ya a sí mismos, sino que debían recibir sus armas de una autoridad central. La organización militar se separó por ello de la organización burguesa de la sociedad. En el lugar de los civiles movilizados para las campañas según la situación, o de los señores locales con sus familias armadas, aparecieron los “ejércitos permanentes”. Surgió “lo militar” como grupo social especial, y el ejército se volvió un cuerpo social extraño en el seno de la misma sociedad. Así, de ser el compromiso personal de los civiles ricos, el status del oficial pasó a ser el de un “oficio” moderno. En relación con esta nueva organización militar y con las nuevas técnicas de guerra, se incrementó también sobremanera la magnitud de los ejércitos: “Entre 1500 y 1700, las fuerzas armadas militares aumentaron en torno a diez veces su tamaño” (Parker 1990, 20).
La industria y la carrera armamentística por un lado y, por el otro, el mantenimiento de ejércitos organizados permanentemente, separados de la sociedad civil y al mismo tiempo notablemente acrecentados, condujeron necesariamente a una transformación radical de la economía y de toda la estructura social. El gran complejo militar escindido de la sociedad requería de una “economía de guerra permanente”. Esta nueva economía de la muerte se deslizó como una mortaja sobre la estructura económica natural de las viejas sociedades agrarias. Puesto que lo armamentístico y lo militar no podían ya sostenerse sobre la forma de producción agraria local, sino que debían ser abastecidos ampliamente y en una relación anónima con los recursos, por eso mismo dependían de la mediación del dinero. La producción de mercancías y la economía monetaria, elementos básicos del capitalismo, recibieron así a comienzos de la modernidad, con el desarrollo de la economía armamentístico-militar, su primer impulso decisivo.
Este desarrollo generó y favoreció la subjetividad capitalista y su mentalidad del “plusvalor” abstracto. La permanente demanda financiera de la economía de guerra llevó en la sociedad civil a un ascenso de los capitalistas monetarios y del comercio, de los acumuladores de capital y de los financieros de la guerra. Pero también la nueva organización de los propios ejércitos engendró esa mentalidad capitalista. Los viejos guerreros del campo se convirtieron en “soldados”, es decir, en beneficiarios de un “sueldo”. Ellos fueron los primeros “asalariados” modernos, los primeros que tuvieron que vivir sus vidas por entero ligadas al ingreso de dinero y al consumo de mercancías. Y por eso no lucharon ya más por fines idealizados, sino tan sólo por dinero. Les era indiferente matar a tiros siempre y cuando el sueldo “fuera el acordado”; y así se convirtieron, para el sistema productor de mercancías moderno, en los primeros representantes del “trabajo abstracto” (Marx). Fueron también, por cierto, los primeros que podían quedarse “en paro”. Si las arcas de los señores de la guerra se quedaban sin blanca, había “puestos de trabajo” del ejército que eran inmediatamente liquidados. Muchos mosqueteros y artilleros fueron víctimas de despidos masivos; se quedaban literalmente en la calle, llegando incluso a ser temidos como pordioseros, bandidos y asesinos de ocasión ambulantes.
Los altos cargos y jefes de los “soldados” dependían del botín que hicieran mediante los saqueos, y sobre todo de transformarlo en dinero. El output del botín debía pues ser mayor que el input de los costes de la guerra, lo que resultó ser un verdadero estímulo para el nacimiento de la racionalidad empresarial moderna. La mayoría de los generales y jefes mercenarios de principios de la modernidad invirtieron su botín de forma provechosa, siendo así partícipes del capital monetario y del comercio. No el pacífico vendedor, ni el ahorrador diligente, ni el ingenioso productor; ninguno de ellos se halla, por tanto, en los inicios del capitalismo. Más bien es al contrario: así como los “soldados”, en tanto que operarios sangrientos de las armas de fuego, fueron los prototipos de los asalariados modernos, así también los generales “afortunados” y condotieros fueron los prototipos del empresariado moderno y su “disposición al riesgo”.
Como libres empresarios de la muerte, los condotieros dependían con todo de las grandes guerras de las autoridades estatales centrales y de su capacidad de financiación. He aquí el origen de la cambiante relación moderna de mercado y Estado. Para poder financiar su industria armamentística y sus bastiones, los enormes ejércitos y las guerras, los Estados de principios de la modernidad tuvieron que transformarse en déspotas militares, y exprimir a sus pueblos hasta desangrarlos. Esto ocurrió, en correspondencia con lo anterior, precisamente en una forma nueva: en el lugar de los viejos tributos naturales, se introdujo el impuesto monetario. Los hombres estaban pues obligados a “ganar dinero” para poder pagar al Estado sus impuestos. De esta manera, la economía de guerra forzaba al sistema económico de mercado de forma no sólo directa, sino también indirecta. Así, en los países europeos, el impuesto monetario de las masas creció entre los siglos XVI y XVIII hasta un 2000%.
Ese obligado “ganar dinero” para fines no propios sino extraños y la monstruosa presión despótico-militar hicieron confluir por primera vez la abstracción del dinero y la del trabajo. No es sorprendente, por tanto, que el protestantismo-calvinismo se adecuase perfectamente como ideología a esa economía armamentística en ciernes de principios de la modernidad. La permanente economía de guerra de las armas de fuego provocó durante varios siglos un levantamiento popular igual de permanente, y con ello la permanente guerra hacia adentro; desde las guerras campesinas de la primera modernidad hasta las revueltas de los “ludditas” (los presuntos “asalta-máquinas”) en la época de la industrialización. Para recabar tan desmesurados impuestos, las autoridades centrales estatales tenían que montar un aparato policial y administrativo igualmente desmesurado: se volvieron “absolutistas”. Todos los aparatos modernos del Estado provienen de esta historia. La administración centralizada y jerárquica sustituyó a la autoadministración local por medio de una burocracia cuyo núcleo fue constituido por los aparatos tributarios y la presión interna.
El posterior desarrollo efectivo de las “fuerzas productivas industriales” acarreó también consigo el estigma de estos orígenes. La industrialización del siglo XIX fue, tanto en lo tecnológico como en lo relativo a la organización y la mentalidad histórica, un descendiente de las armas de fuego, de la producción armamentística moderna y de sus subsecuentes procesos sociales. Por eso es apenas sorprendente que el desarrollo capitalista de las fuerzas de producción, ya desde la primera revolución industrial, no haya podido nunca efectuarse más que de forma destructiva, incluso en el caso de las innovaciones técnicas aparentemente más inocentes.
No sólo en lo tecnológico, sino también en su estructura social, la democracia occidental moderna no puede pues ocultar que es descendiente directa de la dictadura armamentística y militar de principios de la modernidad. Bajo la fina superficie de los rituales electorales democráticos y de los discursos políticos, encontramos el monstruo de un aparato que dirige y disciplina a los ciudadanos aparentemente libres en nombre de la economía total y, por lo tanto, también de la economía de guerra vinculada a ella hasta hoy. Un componente central de esta estructura es la “administración laboral”. En ninguna sociedad de la historia se ha dado tan alto porcentaje de funcionarios y empleados de la administración, de policías y soldados, como en ésta; ninguna desbarató una parte tan grande de sus recursos para tropas y armamento.
La “economía desquiciada”
Si uno intenta captar la lógica socioeconómica general de aquello que los déspotas militares absolutistas de principios de la modernidad pusieron a funcionar en la sociedad, entonces puede definirse esta lógica como el desprendimiento absoluto del dinero en aras de su propia autonomía y, con ello, también la forma de actividad “trabajo” correspondiente. El hambre de dinero –literal– del absolutismo tenía todavía un fin material y específico (con todo ya independiente), a saber, precisamente el de la nueva economía política de las armas de fuego y sus exigencias. Pero la lógica del “hacer dinero”, de una vez para siempre ya en el mundo, empezó a dejar atrás los restringidos propósitos del absolutismo, que pronto se vio a sí mismo en el papel del aprendiz de brujo. Pues el “plusvalor” en forma de dinero, una vez desencadenado, ya no se limitó a un empeño en cierto modo exterior (acaso en la forma del impuesto monetario) acorde con el modo de producción conocido hasta el momento, sino que se convirtió en el motor interno de un nuevo modo de producción, el cual abarcaba a la totalidad de los cuerpos sociales.
Ya los regímenes absolutistas mismos tendieron a crear empresas productivas propias junto al impuesto monetario y al margen de los gremios y las corporaciones tradicionales, cuyo objetivo ya no era la satisfacción de las necesidades, sino única y exclusivamente la obtención de dinero. Por primera vez, las manufacturas y plantaciones estatales produjeron exclusivamente para vastos mercados anónimos, los cuales, finalmente, se convertirían en el prerrequisito básico de la “libre” competencia. Así, el dinero pasó de ser un simple medio marginal a ser un requisito general y, al mismo tiempo, el fin último de la totalidad de la vida social. En adelante, y como resultado definitivo, ya no podría producirse hogaza de pan alguna sin que ello fuera sometido a la forma de actividad capitalista, es decir, al trabajo abstracto en tanto que transformación autonomizada de energía humana en dinero. Karl Marx fue el primero que analizó con precisión este absurdo mecanismo económico, así como también el tránsito de medio a fin incluido en el mismo. El dinero llegó a ser, en cierto modo (irracionalmente), el “alimento básico”. No se trataba ya de un medio para satisfacer una parte de las necesidades, sino que, precisamente al contrario, las necesidades se quedaron tan sólo en simples medios (y su satisfacción en un mero producto residual) para procurar la valorización del dinero retroalimentada, una y otra vez, consigo misma.
Con ello, el movimiento perpetuo de la transformación de trabajo en dinero, lejos ya de sus fines originarios, se cerró en un “sistema” cibernético. Este carácter de sistema hermético encontró tras el absolutismo a sus nuevos representantes en aquel “empresariado libre” que derivaba en línea ascendente de los generales de guerra de principios de la modernidad, de los recaudadores de impuestos chupasangres y de los gerentes de las manufacturas de reclusos y de las plantaciones de esclavos absolutistas. Bien puede uno imaginarse qué concepto de “libertad” crearon estos ilustres señores en su ideología del “liberalismo” (económico), concepto que volvieron contra los padres absolutistas, a saber, la “libertad”, para unos, de estar “emprendedoramente” activo en este sistema en aras de una acumulación de dinero exenta de todo disfrute, y, para otros, la “libertad” de someterse incondicionalmente a las supuestas “leyes naturales” de este sistema autónomo de trabajo social forzado, de valorización del dinero y de mercado anónimo (!).
Los regímenes absolutistas se volvieron disfuncionales para el posterior desarrollo del sistema, ya que la forma de gobierno dinástica no estaba adecuada a las estructuras objetivas creadas. Lo que quedaba era aquella lógica desencadenada cuyo arquetipo habían sido los cañones: nos encontramos frente a la “herramienta” que comienza a dominar a su creador. Y así es como se conformó, por primerísima vez, una esfera de la economía separada del resto de la vida, la llamada “economía nacional” en sentido moderno.
Este trascendental aspecto ha sido analizado sobre todo por el historiador de la sociedad y la economía Karl Polanyi. En su ya clásica obra “La gran transformación” (Polanyi 1995/1944) se ocupó, a diferencia de Marx, no tanto de la lógica y la finalidad inherente a la “valorización del dinero” y sus regularidades, como del hecho de que la economía, que en su sentido antiguo original era sinónimo de economía doméstica de la necesidad, se ha transformado en esa inquietante esfera independiente, ya desvinculada de todo orden social trascendente. A la vista de esta inaudita novedad, que ha sido trocada en “naturaleza humana” por los ideólogos liberales, dice Polanyi: “Seguramente, ninguna sociedad puede pasarse sin un sistema que asegure la producción y el reparto de los bienes. De ello no se sigue, sin embargo, que deban darse instituciones económicas separadas; por lo común, el orden económico no es ni más ni menos que una función del orden social en que está incluido… La sociedad del siglo XIX, en la que la actividad económica se desligó y se atribuyó a un ímpetu específicamente económico, supuso de hecho una variación notable… Un patrón institucional tal no podía funcionar, excepto si la sociedad era de algún modo supeditada a sus exigencias. Una economía de mercado sólo puede existir en una sociedad de mercado… Como consecuencia de este desarrollo, la sociedad humana se redujo a mero accesorio del sistema económico (Polanyi, ibíd. 106ss.)
Mientras que en todas las demás “sociedades integradas”, como las llama Polanyi, la actividad económica quedaba supeditada a un determinado contexto cultural, independientemente de cómo se valore éste, el capitalismo, por su parte, da al traste con la relación de economía y sociedad: el orden social no es sino una función del orden económico que, frente a todos los ámbitos sociales y toda necesidad, se ha vuelto autónomo. Con esta alteración queda fundada no sólo la mera oposición de autonomía y autorresponsabilidad, a saber, el perfecto autosuministro del fin en sí mismo del dinero, sino también la desmesura de un infinito afán de crecimiento, puesto que ya no se da retroalimentación alguna para las necesidades, la reflexión espiritual y las determinaciones culturales, sino únicamente la retroalimentación del medio económico autónomo a sí mismo. Lo que comenzó no con el capitalismo “desquiciado” del siglo XIX, sino ya entonces con la “desquiciada” economía de las armas de fuego de los regímenes de principios de la modernidad; aun cuando fuera la industrialización capitalista desde finales del XVIII la que trajo la completa ruptura con esta lógica.
Trabajo en sentido moderno es, por tanto, y más exactamente definido según el sistema de relaciones impersonales creado, la forma de actividad específica de la “economía desquiciada”. Así como para la actividad de los antiguos esclavos definida como abstracción social “trabajo”, donde era indiferente qué se hiciera, puesto que se trataba siempre, precisamente, del gasto de “energía servil”, así también el contenido de la reproducción social se ha vuelto in-diferente, porque aquí se trata siempre de la misma transformación de energía humana abstracta en dinero. En tanto que casi toda la actividad se ha concentrado en esa esfera autónoma enajenada y desquiciada de la economía, la abstracción antes socialmente delimitada que era el “trabajo” como servidumbre ha mudado hacia una forma de actividad social-general. Significa, en definitiva, que en general no existe sino la servidumbre, aun cuando el “señor” no sea un señor personal, sino el sistema de relaciones anónimo.
El trabajo mismo ha ocupado el lugar de Dios, de tal manera que ahora todos los seres humanos son “siervos de Dios” que se distinguen unos de otros tan sólo por la posición funcional que ocupan en la jerarquía de una “actividad atribulada” general, la cual no tiene el sentido más que en sí misma. También la gestión es parte del trabajo y toma para sí esta cruz terrenal, a fin de hallar en ello su poder masoquista –en adelante totalmente secularizado, liberado incluso de los motivos protestantes y ya inconsciente de sus propios orígenes. El héroe Odiseo habría despreciado como siervos miserables a los llamados mandatarios de hoy en día, porque estos se arrojan a sí mismos bajo el yugo del trabajo, y con ello se rinden a esa forma de inmadurez que se ha vuelto social-general. El trabajo como trastorno conductual de la modernidad ha conducido a una sociedad de general imputabilidad.
Y no deja de ser extraño cómo el marxismo llegó a ser cómplice involuntario de esta imputabilidad, y en la misma medida a marcar tendencia en el propio desarrollo capitalista, en tanto disidente del liberalismo, cuyo concepto positivo de trabajo, a finales del siglo XIX, aceptó. Mientras que Marx, como teórico “oscuro” para la conciencia positivista, y junto con su crítica radical de las formas económicas independizadas (lo que, como es sabido, denominó “fetichismo”), al menos llegó siquiera a acercarse a la crítica del trabajo, el movimiento obrero llamado marxismo permaneció anclado en la categoría abstracta de trabajo erróneamente determinada como suprahistórica. Ahí se observa que el famoso movimiento obrero acaso no fue el comienzo de un nivel de reflexión superior de la crítica de la sociedad, sino más bien el resultado de una derrota histórica de los viejos movimientos rebeldes contra el trabajo habidos desde el siglo XVI. En su desconocimiento de las verdaderas relaciones de peso, los “partidos del trabajo” hicieron el vano intento de criticar al capitalismo con su propio concepto de actividad.
La economía de empresa como espacio de tiempo abstracto
En la “economía desquiciada”, y junto con la forma de actividad abstracta “trabajo”, adquiere también el tiempo incluido en ella una cualidad extremadamente peculiar, y en cierto modo fantasmal. El tiempo de la producción se escinde de toda necesidad y de toda finalidad establecida por los propios productores; ella misma se torna un recurso a explotar. Sabido es que el tiempo es oro; por eso ha jugado siempre un papel tan decisivo para el capitalismo. Pero bajo la fijación de sus fines independizada y absuelta de todo lo demás, también el tiempo se vuelve abstracto –con consecuencias, claro está, extremadamente desagradables para todos aquellos seres humanos que han estado, o estén aún, expuestos a este tiempo la mayor parte de sus vidas.
La reflexión filosófica decisiva, válida hasta la fecha, del concepto moderno de tiempo, se encuentra en la obra de Immanuel Kant (1724-1804). Kant descubrió que el tiempo y el espacio no son conceptos contenidos en el pensamiento humano, sino formas aprióricas de nuestra capacidad de percepción y entendimiento. Podemos conocer el mundo tan sólo bajo las formas de espacio y tiempo inscritas en nuestra razón, es decir, dadas con anterioridad a todo conocimiento. Pero Kant describe estas formas de tiempo y espacio de manera completamente abstracta y a-histórica, como igualmente válidas para toda época, toda forma de sociedad y toda cultura. El tiempo es, para él, “lo temporal en general”, sin cualidad determinada alguna. En consecuencia, llama a tiempo y espacio “formas puras de la intuición”. El tiempo es pues para Kant un flujo de duración abstracto, vacío y siempre uniforme, cuyas unidades son todas idénticas: “Tiempos diversos son sólo partes de uno y el mismo tiempo” (Kant 1979/1781, 104).
Desde hace años sabemos, por las investigaciones históricoculturales llevadas a cabo, que esta definición a-histórica de la vivencia y de la percepción del tiempo es simplemente insostenible. Ante todo, se sabe que las culturas agrarias premodernas pensaban no en un tiempo lineal uniforme, sino más bien uno cíclico; en cierto modo, en ritmos de tiempo que retornan, formados según los ciclos anuales (agrarios) y cósmicos. Por tanto, aun cuando el tiempo no fuese sino una forma de percepción inscrita de manera apriórica en la capacidad de conocimiento humana, dicha forma estaría, con todo, sujeta a una evolución cultural e histórica. Las últimas investigaciones acerca de los diferentes tiempos culturales han confirmado esta tesis. En todas las culturas extrañas a la modernidad capitalista, el tiempo no sólo “pasa” de forma distinta, sino que además coexisten formas totalmente distintas de tiempo, formas que discurren en paralelo y en conformidad siempre con el objeto o ámbito de la vida al que la percepción de este tiempo se refiera, porque “cada cosa tiene su propio tiempo.”
Al haber transformado la economía independizada del capital las abstracciones de dinero y de trabajo en aquel fin en sí mismo y retroalimentado a sí mismo del que hablábamos, lo que se invirtió, en general, fue la relación de abstracto y concreto: la abstracción (por ejemplo de trabajo o de tiempo) ya no es la expresión de un mundo concreto y sensible, sino que, por el contrario, todas las relaciones concretas y los objetos sensibles fungen tan sólo como expresiones de esa abstracción capitalista que, en su forma objetivada del dinero, domina la sociedad. Sin embargo, la medida del trabajo y, por ende, también del dinero, no es sino el tiempo. Desde luego, también éste deja de ser un tiempo concreto y dado de forma cualitativamente distinta según sus respectivas referencias. Se vuelve, antes bien, y en correspondencia con el fin en sí mismo de la acumulación de capital, aquel flujo de duración abstracto, uniforme y lineal que Kant dio erróneamente por supuesto. Ya nada hay que tenga su propio tiempo de acuerdo con los contextos culturales, ni con las correspondientes necesidades, sino que todas las cosas tienen uno y el mismo, el cual fluye siempre a idéntica velocidad, y siempre en la misma dirección.
Esta dictadura del tiempo abstracto, ejecutada por el mecanismo de la competencia anónima, creó a su medida el correspondiente espacio abstracto, es decir, ese espacio funcional del capital que, separado del resto de la vida, obedece a su propia racionalidad (empresarial). Surgió así, en cierto modo, un espacio-tiempo muerto, culturalmente indiferente, que comenzó entonces a devorar el cuerpo social. La forma de actividad abstracta “trabajo” encerrada en este espacio-tiempo tuvo pues que ser purificada de todos los elementos disfuncionales de la vida, a fin de no interrumpir el flujo lineal: trabajo y vivienda, trabajo y vida personal, trabajo y cultura, etc. se introdujeron de modo sistemático. Sólo entonces surgió también la disyunción moderna y el dualismo de tiempo de trabajo y tiempo libre. Algo que apenas nos viene ya a la mente –pero con lo que queda dicho, de forma implícita, que el tiempo de trabajo es un tiempo no libre, un tiempo forzado (e incluso violento en sus orígenes) para un fin en sí mismo y extrínseco a los individuos, determinado por la dictadura de las abstractas, homogéneas unidades temporales de la producción capitalista.
La luz de la Ilustración
El abstracto espacio-tiempo empresarial viene necesariamente determinado por esa desmesura que caracteriza al infatigable afán capitalista de la acumulación de dinero. Uno de los motivos de la ilustración burguesa más ignorados adquiere, con ello, un significado tan extraño como destructivo. La historia de la modernización se huelga, como es sabido, en la metáfora de la luz. El resplandeciente sol de la razón atravesará las tinieblas de la superstición y hará visible el desorden del mundo para organizar, al fin, la sociedad según criterios racionales. A decir verdad, esta supuesta razón es, sin embargo, el irracionalismo social de la “economía desquiciada”. En cuyo contexto la luz de la Ilustración no es en modo alguno un mero símbolo del reino de las ideas. Antes bien, posee un fuerte significado socioeconómico.
Es fatal que, justo en este punto, el marxismo y el movimiento obrero de la historia se hayan reconocido herederos de la Ilustración y de su metafórica social de la luz. En la “Internacional”, el himno del marxismo dice lo siguiente acerca del maravilloso futuro socialista: “Entonces brillará el sol sin cesar”. Un caricaturista alemán tomó literalmente la frase, y muestra en “el reino de la libertad” a hombres sudorosos que clavan su vista en el sol abrasador y claman: “Tres años ha que brilla, y ya no se pondrá jamás”.
No se trata de una simple broma. En cierto modo, la modernización ha hecho efectivamente “de la noche el día”. En Inglaterra, país pionero de la industrialización, se introdujo el alumbrado de gas ya a principios del siglo XIX, y pronto se extendió por toda Europa. A finales del mismo siglo, la luz eléctrica sustituyó a las lámparas de gas. Naturalmente, uno podría decir que ello conlleva una expansión de las posibilidades humanas, siempre y cuando la iluminación artificial sea empleada para fines no inducidos y, por tanto, en arreglo a la necesidad y a un compromiso libre. Pero precisamente de eso es de lo que no se trata en la totalización capitalista de la luz. El de la noche es un “anti-apagón” que permanentemente está encubriendo la superficie de la tierra, aunque haya sido ya hace largo tiempo probado por la medicina que ello provoca daños físicos y psíquicos. ¿A qué se debe, entonces, esta iluminación planetaria que hoy en día ha alcanzado incluso hasta el último de los rincones?
En principio, el desorbitado afán del modo de producción capitalista no puede tolerar tiempo alguno que permanezca “a oscuras”. Pues el tiempo de la oscuridad es también el tiempo de la calma, de la pasividad, de la contemplación. En oposición a lo cual el capitalismo exige la expansión de su actividad hasta las más remotas fronteras físicas y biológicas. En lo temporal, estas fronteras vienen determinadas por la rotación de la tierra con respecto a sí misma, esto es, por las 24 horas del día astronómico, que tiene un lado claro (vuelto hacia el sol) y otro oscuro (oculto al mismo). La tendencia del capitalismo pasa por hacer de la del sol la parte activa total, y ocupar así la totalidad del día astronómico. La parte nocturna interfiere en ese deseo. La producción, circulación y distribución de mercancías deberá pues tener lugar “día y noche”.
Este proceso es análogo al de la modificación de la medida espacial. El sistema métrico fue introducido en 1795 por el régimen de la Revolución Francesa, y se extendió igual de velozmente que el alumbrado de gas. Sin embargo, el paso a este sistema no se dio en Alemania hasta 1872. El patrón de medida propio del cuerpo humano (pie, vara, etc.) fue sustituido por la medida abstracta del metro, que debe corresponder a uno de los catorce millones que abarca la superficie entera de la tierra. Una unificación abstracta de la medida espacial que se ajustaba perfectamente a la cosmovisión mecanicista de la física newtoniana, y que sirvió de nuevo de modelo para la lógica mecanicista de la economía de mercado moderna, tal y como Adam Smith (1723-1790), el fundador de la economía nacional teórica, la analizó y propagó. La imagen del mundo y de la naturaleza como una única y gigantesca máquina concordaba con la máquina económica mundial del capital, y las medidas abstractas de espacio y tiempo se volvieron una forma común a la máquina física y económica del mundo –para el mundo tanto como para la “desquiciada” producción de mercancías.
Sólo el flujo temporal astronómico hizo posible correr el día del trabajo abstracto hacia la noche y devorar el tiempo de la calma y el reposo. Y sólo así pudo ser desligado el tiempo abstracto de las relaciones y de las cosas concretas. El marxismo, en su obsesión por la razón ilustrada, se ha preocupado poco de estas cosas, y así ha quedado reservado para ideólogos conservadores –como por ejemplo Ernst Jünger en su “Libro del reloj de arena”– el concebir el tiempo abstracto de la modernidad a su manera, y en un contexto que siempre fue de todo menos emancipatorio (vid. Jünger, 1954). Pero justamente en aras de la emancipación social, es importante tematizar el problema del tiempo abstracto “des-ligado” de las relaciones vitales, reales, y compararlo con otras formas de tiempo de las que ya no somos tan conscientes, para obtener un concepto general de la insoportable temporalidad capitalista. La mayoría de los antiguos cronómetros, como los relojes de arena o los de agua, no decían “qué hora era”, sino que estaban calibrados para procesos concretos, esto es, para mostrar su “debido tiempo”. Uno podría quizá parangonarlos con el cocedor de huevos eléctrico, que anuncia, por medio de un zumbido, cuándo un huevo está duro o sólo pasado por agua. La cantidad del tiempo no es abstracta aquí, sino que viene dada por una determinada cualidad. En cambio, el tiempo astronómico del trabajo abstracto está libre de toda cualidad. Permite, por ejemplo, y con independencia de la estación del año y los ritmos corporales, fijar el comienzo de la jornada laboral “a las 6 horas”.
Por eso es la época del capitalismo también la de los “despertadores”, de los relojes que, con su estridente señal, arrancan de su sueño a los hombres para arrastrarlos luego hasta sus artificialmente iluminados “puestos de trabajo”. Y como el comienzo de la jornada laboral se adelantó hasta horas bien tempranas de la madrugada, así también pudo correrse el final de la misma hasta bien entrada la noche. Esta modificación tiene a su vez su lado estético. De la misma manera como el medio ambiente acaba siendo desmaterializado por la racionalidad empresarial abstracta, debiendo someterse la materia y sus relaciones a los criterios de la rentabilidad, acaba siendo también, y debido a la misma y no otra racionalidad, desdimensionado y desproporcionado. Si los edificios antiguos nos resultan, en ocasiones, de algún modo más bellos y confortables que los modernos, y cuando advertimos después que, al tiempo y en contraste con las “funcionalistas” construcciones actuales, de alguna manera parecen no ser sino irregulares, ello se debe a que las suyas son dimensiones corporales, y que a menudo sus formas se adaptan al paisaje. La arquitectura moderna, por el contrario, emplea dimensiones astronómicas y formas “descontextualizadas”, “desligadas” del entorno. Lo que vale, no obstante, también para el tiempo. Porque también la arquitectura moderna del tiempo es desproporcionada y descontextualizada. No sólo el espacio, por tanto, se ha vuelto odioso. También el tiempo.
En el siglo XVIII y a principios del XIX, la introducción del flujo de tiempo abstracto-astronómico en la actividad vital fue percibida ya como un suplicio. Debido a la industrialización, hacía tiempo que los hombres se oponían, desesperados, al turno de noche. El trabajar desde el alba hasta la misma puesta de sol era considerado nada más y nada menos que inmoral. Aquel artesano que en la Edad Media debiese hacer horas de noche con motivo de algún plazo, ese mismo era remunerado como un noble, y tratado a cuerpo de rey. El trabajo nocturno era un caso excepcional. Y pasa por ser uno de los “grandes” progresos del capitalismo el que le haya dado buenos resultados el hacer del suplicio del tiempo la medida normal de la actividad humana.
Nada ha cambiado, en ese sentido, desde los inicios del capitalismo. Es más, a lo largo del siglo XX, el llamado trabajo por turnos no ha hecho más que expandirse. Con una actividad de dos y de hasta tres turnos diarios, las máquinas deben funcionar lo más ininterrumpidamente posible, haciendo breves paradas sólo para ajustes, inspección y limpieza. Asimismo, las horas de apertura de los comercios y grandes almacenes deben acercarse lo máximo posible a la frontera horaria de las 24 horas, como se echa de ver en la controversia en torno a la hora de cierre de los comercios en la República Federal Alemana. En muchos países, como en Estados Unidos, no existe hora de cierre establecida por la ley, y en numerosas tiendas luce el cartel: “Abierto las 24 horas del día”. Desde que la tecnología de la comunicación microelectrónica globalizó el flujo de dinero, la jornada financiera de un hemisferio de la tierra se corre sin viso de ruptura alguna hacia el otro. Como dice el anuncio de un banco japonés: “Los mercados financieros nunca duermen”.
La luz de la razón Ilustrada no es sino la iluminación del turno de la noche. Y en la medida en que la competencia de los mercados anónimos se vuelve total, el imperativo externo, social, se convierte también en una presión interna para los individuos. El sueño se vuelve un enemigo tan hostil como la noche, pues mientras se duerme, se pierden las oportunidades, y uno se muestra indefenso ante el ataque de los otros. Por eso el sueño del hombre de mercado se acorta y debilita como el de una bestia salvaje, y tanto más cuanto más “exitoso” quiera llegar a ser este hombre. El tormento laboral impuesto por el mecánico turno de noche se manifiesta en el plano de la gestión como renuncia “voluntaria” al sueño. Existen ya incluso seminarios de gestión en los que pueden ejercitarse técnicas de minimización del sueño. Las escuelas de la autogestión afirman hoy con total convicción: “El hombre de negocios ideal no duerme nunca”, ¡igual que los mercados financieros!
Pero el sometimiento del hombre al trabajo abstracto y a su medida astronómica no es posible sin un control igualmente total. Un control ubicuo requiere a su vez de una observación igual de ubicua, y la observación sólo es posible al amparo de la luz: como en el caso del policía que, en el curso de un interrogatorio, vuelve el foco de su cegadora linterna sobre la cara del presunto delincuente. No en vano, la palabra “Ilustración” posee en alemán un significado paralelo militar, a saber, el de “espionaje del enemigo”, “averiguaciones” sobre el mismo, etc. Y una sociedad en que cada uno se vuelve enemigo del otro y de sí mismo, porque todos deben servir al mismo dios secularizado del trabajo, desemboca por su propia lógica interna en un sistema de la observación y de la autoobservación total. Aquí no se discute ya por libre sobre el sentido y la finalidad del propio actuar, sino que se “desilumina” todo sin piedad, para ejecutar así el fin en sí mismo de la “economía desquiciada”.
La expropiación del tiempo
La expropiación del hombre de las condiciones de su propia reproducción está relacionada, en consecuencia, también con la expropiación sistemática del tiempo. Lo que es cierto en un sentido no sólo cualitativo, sino también cuantitativo, como se echa de ver en la dilatación del tiempo de trabajo hasta la esfera del día astronómico. Pese a que engulle la mayor parte del tiempo de actividad diaria, el tiempo de trabajo no es, para la inmensa mayoría de quienes producen, tiempo de vida propio, particular, sino que se trata de un tiempo muerto y vacío que, como en una pesadilla, es barrido del reino de la vida. A la inversa, y visto desde el punto de vista del espacio-tiempo capitalista, la libertad de quienes producen aparece como un tiempo vacío y propiamente inútil. De ahí que exista en el capitalismo una tendencia fuertemente objetiva a minimizar la libertad o, cuando menos, a racionalizarla con no poco rigor. No sólo debe darse el máximo de “rendimiento” día y noche, sino que también la explotación de los individuos-de-trabajo singulares tiene que ser llevada a la máxima proximidad posible con respecto a ese límite absoluto que es el tiempo abstracto.
Como ya dijera Marx en los Grundrisse (Elementos fundamentales para la Crítica de la Economía Política), de ello resulta una paradoja que compromete por completo al llamado “progreso” burgués: “La más avanzada maquinaria obliga por tanto al trabajador a trabajar por más tiempo de lo que el salvaje o de lo que él mismo, con las más simples y rudas herramientas, lo hizo nunca” (Marx 1974/1857, 596). Esta tan curiosa desproporción deja pues a las claras que quienes producen no pueden ni siquiera decidir por sí mismos a qué fin desean orientar el crecimiento de la propia productividad. Como del resto de las decisiones, también de ésta, es decir, de aquella que tiene que ver con la lógica del funcionamiento capitalista, han sido despojados. Bien es cierto que, en las viejas sociedades agrarias, el bajo nivel de las fuerzas productivas generó no pocas arbitrariedades (por ejemplo, tradiciones severas y dependencias por parentescos de sangre) y en ocasiones incluso problemas de abastecimiento (por las malas cosechas). Pero el fin de la producción, a pesar de la escasez de medios, no era nunca un fin en sí mismo abstracto como el que prevalece bajo la situación impuesta por el sistema productor de mercancías moderno. Se trataba, más bien, del placer y del ocio.
Concepto antiguo y medieval, éste del ocio, que no se debe confundir con el concepto moderno de tiempo libre. Pues el ocio no era un proceso de actividad para la obtención de una fracción residual, sino un momento de la vida completamente sustancial. Por eso mismo, un aumento de la productividad era, por regla general, empleado antes para un mayor ocio que para una mayor producción. En cambio, la racionalidad empresarial de reducción de pagos transforma cada progreso técnico única y exclusivamente en una necesaria, desproporcionada producción adicional, y por tanto también en trabajo adicional, pero nunca en un ocio adicional del productor.
No en vano, y a pesar del bajo nivel técnico dado en la Antigüedad y en el Medievo, sólo la pura cantidad externa de tiempo productivo ya tendía a ser mucho menor que en el capitalismo. Por lo que sabemos de las reglas monásticas de la Alta Edad Media, que como precursoras de la disciplina laboral contienen ya ciertos elementos del tiempo abstracto, se conoce que, curiosamente, a la sufrida pasión del trabajo apenas se dedicaban más de seis o siete horas diarias –así pues, y como se echa de ver, entonces se tenía por un acto de piadosa castidad y de autosuperación lo que hoy, si bien sólo en ciertos sectores y en los llamados países “felices” del mercado global, los sindicatos celebran como un enorme logro de la “reducción del tiempo laboral” (!).
La explosiva expansión del “tiempo laboral” vino precisamente de la mano del trabajo mismo. Los “expertos en tiempo libre” modernos no caben en su asombro al constatar lo siguiente: “Para los pueblos agrarios primitivos y en la Antigüedad en general, los días de asueto cubrían, a menudo, la mitad del año… (También) el trabajo asalariado de los esclavos empleados y de los incultos estaba menos intensivamente ligado a la vida laboral de lo que uno, desde su perspectiva moderna, podría llegar a aceptar… En tiempos de la república romana, a mediados del siglo IV, se contaban no menos de 175 días libres…” (Opaschowski 1997, 25ss.). Sólo con la gloriosa modernidad comenzaron a reducirse cada vez más los tiempos festivos, y sólo a fin de ampliar ese espacio-tiempo del trabajo.
Pero por muy poderosamente que lo obstaculizasen, hay otra razón de peso por la que el rendimiento anual de los productores era notablemente más bajo que en el capitalismo. Pues en las sociedades agrarias de la vieja Europa también se daban, en lo que respecta al volumen de actividad, grandes diferencias de temporada. En la estación templada (en épocas de cosecha, aproximadamente) había más tareas por desempeñar que en invierno, el cual la población campesina pasaba con relativo sosiego y empleaba, con frecuencia, para la celebración de fiestas privadas, como a menudo puede apreciarse por el cancionero que ha llegado hasta nosotros. Fue a dicha restricción del cuanto de rendimiento anual por razón del cambio de estaciones a lo que no se le halló alternativa alguna, una vez que la obligación de rendir fue sistemáticamente extralimitada por el flujo de tiempo astronómico propio de la funcionalidad empresarial.
Y no hay que olvidar que aquello que en las sociedades precapitalistas semejaría ser un “día de labor” corriente no se caracterizaba en modo alguno por esa tensa actividad que tiene lugar bajo el control de un poder económico objetivo. Había, por ejemplo, pausas –desde la perspectiva moderna– tan extremadamente largas que el régimen empresarial no las habría permitido jamás; sobre todo largas horas de pausa al mediodía para almorzar con tranquilidad –costumbre para la que se ha venido reservando más tiempo en los mediterráneos y en general en los países meridionales que en los del norte, hasta que también aquéllos tuvieron que seguir el ritmo de la industrialización capitalista, para adaptarse así al compás del tiempo abstracto.
La productividad precapitalista como tal estaba, con todo, menos condensada –visto desde nuestra perspectiva actual, era pues muy lenta y menos intensa. En el caso de una actividad determinada por sí misma, sin la presión de la competencia, ese ritmo moderado del producir sería a todas luces el modo “natural” como los hombres se comportan en su actividad. Nosotros, en todo caso, no conocemos ya una experiencia tal. Es más, bajo la presión muda de la competencia en los mercados anónimos, el tiempo “desquiciado” del trabajo se ha vuelto cada vez más denso: la sofisticación en la succión de energía vital se ha visto multiplicada con la ayuda de la llamada “racionalización del tiempo” que hoy continúa en vigor. Así es como a lo largo del siglo XX la lógica neurótica del “ahorrar tiempo” se convirtió en toda una paranoia. Para poder alimentar el ya de por sí demente fin en sí mismo capitalista de forma permanente, y con un rendimiento cada vez mayor, pese a la limitación absoluta que supone el día astronómico, cada vez más y más espacio debía ser “empacado” en las unidades idénticas de ese abstracto flujo de tiempo astronómico.
Tan absurdo afán desearía, en resumidas cuentas, hacer saltar por los aires incluso el mismísimo día astronómico –pues a la lógica capitalista del trabajo nada le está vetado que no pueda, por medio del tiempo, seguir acosando a quienes producen el capital. En Japón abogan de esta forma, por lo visto con toda seriedad, por el día de 28 horas, como refiere la prensa: “Más de uno ha habido ya que gustaría de tener más tiempo… pero el día tiene aún tan sólo 24 horas, y para todo lo que hay que hacer, no son suficientes. Entonces, ¿por qué, propiamente, 24 horas? Porque la rotación terrestre dura tantas, reza la usual respuesta. Después se fija el ritmo del día y de la noche. Pero, ¿cuán relevante es eso, realmente, en nuestra vida actual? ¿No sería un horario bien adecuado a nuestro ritmo de vida humano aquel que obedeciera a nuestro ritmo cardíaco? Por cada hora se genera un excedente de 600 segundos, en un día de 24 horas, 14.400 segundos. Eso hace un total de cuatro horas exactamente. Dicho en pocas palabras, ¿acaso no es, por tanto, el día de 28 horas la medida de tiempo adecuada a nuestra especie? Hasta el siglo XIX, muchos relojes tenían sólo un indicador de horas… en Japón, hasta los años setenta del siglo pasado, no se conocía aún palabra alguna para referirse al segundo. Pero hoy estamos ya acostumbrados a ver avanzar el segundero cuando llega la hora de los anuncios en la televisión. De esta manera razona, en cualquier caso, Sports Train, la empresa japonesa que recientemente sacó al mercado «Montu», el primer reloj de 28 horas… Los empresarios sacarían… una buena tajada, con la jornada de 28 horas ahorrarían un día entero por semana. De hecho, «Montu» prefigura la semana de seis días…” (Coulmas, 1999).
Dadas las experiencias del siglo XX, es comprensible que también la utopía socialista del trabajo haya ido evaporándose paulatinamente junto con el viejo movimiento obrero. Aun cuando apenas haya quien tenga un concepto crítico de ello, instintivamente se sabe, no obstante, que no hay modo de acertar en el corazón del capitalismo mediante una sublimación de su propia forma de actividad. Igual de instintivamente, se saca la conclusión de que ya no hay crítica del capitalismo posible. Mientras el apremio al trabajo general sigue vigente, el conjunto de los movimientos sociales se relaja. Los capitalistas tratan de refugiarse cada vez más en una utopía individualizada de la libertad. Pero ahí es donde les espera, sonriente, el capitalismo, el mismo que hace tiempo que colonizó el tiempo libre hasta hacer de él un puro complemento del de trabajo. Pues ya que el trabajo no es a priori sino una condición de la incapacitación, también el tiempo libre tenía que (y sigue teniendo que) convertirse en ello.
El tiempo libre no es un tiempo liberado, sino un espacio funcional secundario del capital. No se trata de un ocio libre. Se trata de un tiempo funcionalizado propiamente para el consumo permanente (y extremadamente intenso) de mercancías. De esta manera, por una parte, la industria cultural y del tiempo libre genera nuevas esferas laborales, y por la otra, el tiempo libre como tal no hace sino amoldarse al del trabajo. El hombre capitalista de hoy en día es un trabajador no sólo cuando “gana” dinero, sino también cuando lo gasta. Estado de cosas que refleja, más que nada, cómo la tendencia general de la “economía desquiciada” paulatinamente penetra los ámbitos de vida escindidos y fragmentados con su propia lógica en el transcurso del desarrollo capitalista, y cómo, en cierto modo, “hace caja” mediante ellos: la vida se vuelve un todo de nuevo, pero uno integrado, a su vez, en el todo capitalista.
La contradicción de este modo de producción y de vida absurdos, que se hizo valer en el pasado también como contradicción subjetiva, como protesta ante los excesos, se ha llegado a objetivizar ya casi por completo, y hasta tal punto que se presenta en el desempleo como la realidad que es. Lo que en la dimensión global aumenta, por supuesto, de manera dramática. El desempleo en el capitalismo no significa más tiempo libre en absoluto. Significa tan sólo tiempo de pobreza. Los parados están expuestos no a un tiempo del que disponen libremente, sino a la superfluidad de su persona. Y claro: el principio que deja de estar así en vigor no es el del trabajo, es la existencia misma de los parados. La continuación del trabajo adquiere pues otra cualidad: el de los parados consistirá en tener que buscarse a duras penas un puesto de trabajo nuevo, acosados y humillados por esa administración burocrática del trabajo y la pobreza.
Una vez que la utopía del tiempo libre ha fracasado tan vergonzosamente como la del trabajo, quizá el recurso redentor consista tan sólo en desechar el entero sistema de relaciones, y escapar así de la jaula de las categorías capitalistas. Pues no es posible un regreso a la sociedad agraria premoderna, ni tampoco deseable. El análisis histórico puede tener tan sólo una finalidad: la de destapar el grotesco malentendido que ha servido a todo ese monstruoso desarrollo moderno de las fuerzas de producción para reducir el ocio libre casi hasta su extinción. En otras palabras, puede abrirse un proceso contra el capitalismo, pero sólo si se procesa antes al propio trabajo. Y para superar el apocamiento del movimiento obrero en cuanto al concepto positivo de trabajo, hay que consultar de nuevo a Marx –claro que no a cualquier Marx, sino a aquel “oscuro” Marx que los marxistas del trabajo no han hecho sino hojear con desconcierto una y otra vez. En sus propias palabras: “El trabajo es, según su esencia, la actividad oprimida, inhumana y asocial que está condicionada por la propiedad privada y que es generadora de la misma. La superación de la propiedad privada sólo se hará realidad cuando se la conciba como superación del trabajo” (Marx 1845).
Bibliografía
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