La casa de todos los errores

Uno de los bienes que más aprecio es mi libertad, especialmente la que opongo a las militancias. Puedo ubicarme fácilmente en esa categoría de odiosas individualidades que vagan por el mundo observando y aprendiendo. Lo anticipado u oportuno de mis opiniones no están sujetas, felizmente para mí, a ninguna fuerza externa a mi voluntad y experiencia. Ojalá llegue el día en que este tipo de aclaraciones no sean necesarias cuando escribo sobre temas como el de esta ocasión.

Me ha sido repetidamente enviado por correo electrónico un manifiesto sin firma promovido por algo llamado “La Casa de Todas y Todos“, el cual parece ser un reducto anacrónico de lo que fueron las Fuerzas de Liberación Nacional, o al menos así se identifica. No es de mi interés la cuestión de la legitimidad del empleo de esos nombres ni de esa historia, ya que probablemente sea tarea más apropiada de investigaciones históricas con un toque de museografía ayudada por un buen plumero sacudidor. Lo que sí me ha interesado es ese manifiesto titulado “Propuesta de unidad para la transformación del país” la cual está enumerada en 10 puntos, los cuales serían la “visión unificada” a la que se pretende reducir la diversidad de intereses y “visiones” de todos aquellos a quienes pretenden convocar a “diálogos“.

No es relevante la lírica malograda con la que está redactada el documento, podemos obviar esa parte, así que nos enfocaremos en lo superficial de sus postulados.

El primer punto es un coctel de eventos de desapariciones forzadas, muertes y lesiones en accidentes por negligencias y hasta feminicidios. Es interesante que ese numeral cuente con una demanda de “castigo ejemplar para los asesinos”, la cual sólo puede ser realizado por el Estado, y en esa misma línea se hable de un “juicio político para el Estado criminal”, bueno, no existe tal cosa como juicio político para el Estado, los juicios políticos son para los titulares de los poderes de la Unión. Tenemos que no sólo no tiene sentido exigir aplicación del derecho penal al Estado que se pretende “juzgar políticamente”, sino que eso del juicio político al Estado es en sí mismo un sinsentido.

El segundo punto es una grosera generalización de los fenómenos de desintegración social y barbarie que estamos viviendo. No se han “eliminado los derechos humanos”, esos derechos son formales, siguen siendo parte del sistema jurídico e incluso el Estado Mexicano se encuentra sometido a diversos sistemas internacionales de justicia que hacen absurdo proclamar que se han “eliminado”. La observancia en su respeto y defensa es diferente, y no está relacionado con la formalidad de su establecimiento o “eliminación”. Es infantil responsabilizar en el plano criminal a los titulares de los poderes de la Unión por asesinatos y desapariciones producto de la agudización de la delincuencia, las responsabilidades no son criminales sino políticas y no recaen sobre personas sino sistemas. Es claro que existe una enorme confusión con términos como “castigo”, “culpabilidad” y “responsabilidad”.

El tercer punto está a años luz de conmover a una lágrima, pero se aprecia el esfuerzo. Lo que es de hacer notar es la última oración, que en realidad es el error significativo de la “visión” que enarbola el documento: liberar al país del mal gobierno y sus aliados.

El cuarto punto es el refuerzo de la última oración del punto tres, el listado de los que crean y conforman (sic) el “aparato represivo”, desde partidos políticos hasta empresa y organizaciones patronales, una versión un poco más amplia de la “mafia del poder” de López Obrador, es decir, la personalización de los culpables de la crisis.

El quinto punto hace textual lo que comento del punto cuatro, la idea de que el estado actual del país es responsabilidad de un puñado de malos gobernantes y empresarios malvados, se emplea incluso la misma demagogia que el discurso obradorista: “el país ha sido tomado como rehén por esta mafia organizada e institucionalizada”. Claro que en esa visión personalista de la historia, el Estado “sólo funciona para sostener y perpetuar los intereses de un grupo de bandidos”, lo cual es frívolo y erróneo.

El sexto punto introduce un término que parece ser el objetivo de todo el asunto: “nuevo Acuerdo Social Mexicano, una Nueva Constitución“. Esto es especialmente curioso, porque cuando creíamos que el contractualismo estaba correctamente acomodado en las gavetas de libros de historia del pensamiento político del siglo XVII, tenemos que en pleno siglo XXI hay gente que tomó un poco literal la hipótesis del contrato social y cree que es algo que realmente existe y que es la solución a todos los problemas que tenemos. La visión personalista de los responsables de la crisis tenía que ir en combinación con la idea de que un nuevo contrato social puede revocar el poder de la mafia, tal como John Ackerman dijo en su Congreso Popular.

El séptimo punto contiene dos grandes problemáticas, primero el vanguardismo: “los que han luchado antes y quienes hoy seguimos en la lucha, hemos marcado los fundamentos básicos (sic) de esta nueva sociedad”. Segundo y más grave, que esos “fundamentos básicos”, valga la redundancia, están bastante inclinados a las ideas de redistribución de la riqueza (capital vía reparto de utilidades y salario justo) y recursos naturales (que ya conocemos de sobra en el llamado ecosocialismo), por supuesto, derivado de la idea de que el problema es la mafia y su estado policiaco.

El octavo punto es tan retro como el asunto del contractualismo: “México sin Imperialismo”. Pero no es cualquier imperialismo, es el “imperialismo norteamericano“, discurso demagogo sacado de los largos e insufribles discursos castristas; el viejo enemigo (otra personalización) ha sido sacado de su tumba: el Tío Sam. Bueno, con la pena, pero el gobierno de los Estados Unidos no ha impuesto aquí ningún gobierno los últimos cien años, tampoco ha dividido nuestro territorio en ese lapso de tiempo, ni ha ejecutado ninguna política imperial característica. Si ya habíamos avanzado de eso al estudio y reconocimiento de la globalización del capital como la dispersión transnacional de las funciones económicas, se espera que comprendiéramos los procesos de emparejamiento de la modernidad en los sistemas nacionales (entre ellos la lucha del movimiento obrero clásico e incluso los de los movimientos de liberación nacional por “reconocimientos” jurídicos). Este emparejamiento rompe el marco nacional, la globalización hace obsoletas esas formas jurídicas y al sujeto burgués, etcétera. Eso del “imperialismo norteamericano” es demagogia barata para aprovechar el sentimiento anti-yanqui.

El noveno punto tiene otra dosis de demagogia: “la embestida neoliberal“, el neoliberalismo o liberalismo tecnocrático son principios políticos y económicos que dieron sustento a la globalización como fase previa a esta simultaneidad histórica que está construyéndose en nuestros días. Es un error común identificar al neoliberalismo y sus aplicaciones como las privatizaciones de las empresas productoras y de servicios públicos o desregulación de mercados como los causantes de la crisis, y que esas privatizaciones y desregulaciones fueron hechas para beneficiar a una pequeña mafia. De nuevo, es la visión superficial de la historia, pero que ignora un estudio serio de la realidad.

El décimo punto son vivas que deben ser leídas con el puño izquierdo alzado mientras se agita alguna bandera, la referencia de “pero la verdad histórica le pertenece al pueblo” está demasiado atrapada en la vulgar excitación popular por las palabras fuera de contexto de un gris funcionario público que se refería a los resultados de la investigación sobre la desaparición de los 43 normalistas en Iguala como “verdad histórica“. Bueno, en el ámbito leguleyo llamamos “verdad histórica” al relato de hechos sin consideraciones jurídicas, es un término bastante común que se usa en el medio y que no tiene nada que ver con la volada malinterpretación que se hizo de esa expresión, elevándola a que se pretendía “escribir la historia” o cosas por el estilo.

Al final el documento hace referencia, siguiendo la escuela de Ackerman, a “evocar con firmeza” el Artículo 39 de “nuestra mancillada Carta Magna” (la misma que al inicio dijeron que no estaba vigente), para dar fundamento a su llamado. Bueno, el artículo 39 de la Constitución no es el derecho a la revolución, ese artículo está en la Constitución porque los constitucionalistas eran liberales letrados que sabían que debían incluirse principios como el del origen de la soberanía; está redactado ese artículo no como un derecho para ponerse en práctica sino a manera de respeto a la doctrina del liberalismo. De cualquier modo se refiere a cambiar la “forma de gobierno”, la cual se establece en el propio capítulo I del Título Segundo de la Constitución, básicamente se refiere al federalismo y al sistema electoral. No es de extrañarse que se pretenda fundamentar legalmente el llamado en base a los puntos anteriormente reseñados cuando lo que se pretende no es hacer una revolución, sino una copia mal configurada del Congreso Popular de Ackerman y Epigmenio Ibarra.

En virtud de lo anterior no es nada excepcional que en todos esos puntos sobre los cuales pretenden “unificar una visión general de la situación económica, política y social de país“, no se haya escrito ni una sola vez la palabra “capitalismo”. Se dibujó como monstruo enemigo a Televisa, al PRI, a la Concanaco, al imperialismo norteamericano y hasta a la embestida neoliberal; como réplica del discurso frívolo obradorista, la acusación contra una mafia, la promesa de solución en la redistribución.

Ese galimatías de proclamas castristas de los años 60’s en conjunto con un análisis superficial y erróneo del origen de los problemas no es una “propuesta de unidad para un cambio de fondo de la Nación”, sólo es diferente al obradorismo en cuanto a que no busca (por ahora) usar como medio de lucha la electoral.

No sólo esta “Propuesta de Unidad” no sirve para cambiar de fondo nada porque su análisis es tan superficial como el programa de cualquier partido político progresista (que requiere de un líder supremo, quizás un santuario o hasta un museo en sustitución de un partido político), sino que es peligrosa en cuanto a que es una impostura: se trata de un enredo de ideas ya rebasadas, disfrazadas de iniciativa revolucionaria con estrella roja, cuya propuesta organizativa es la de “unificar” bajo esos pavorosos errores conceptuales y de análisis de la realidad que se han atrevido a plasmar en ese manifiesto. Nada de ese escrito sirve para iniciar ningún debate que no sea el de la exhibición de los errores teóricos que provocaron las más grandes derrotas de los movimientos revolucionarios de los últimos cien años.

Tal como he dicho antes a este tipo de iniciativas contractualistas, antiimperialistasyanquis y redistributivas, estilo Congreso Popular porque son iguales en fondo y forma: gracias, pero no gracias.