Las sutilezas metafísicas de la mercancía
Mi intervención será bastante distinta de las otras que aquí se lean. Presentarse a un debate sobre la mercancía para polemizar contra la existencia misma de la mercancía puede parecer tan sensato como acudir a un congreso de físicos para protestar contra la existencia del magnetismo o de la gravedad. Por lo general, la existencia de mercancías suele considerarse un hecho enteramente natural, por lo menos en cualquier sociedad medianamente desarrollada, y la sola cuestión que se plantea es qué hacer con ellas. Se puede afirmar, desde luego, que hay gente en el mundo que tiene demasiado pocas mercancías y que habría que darles un poco más, o que algunas mercancías están mal hechas o que contaminan o que son peligrosas. Pero con eso no se dice nada contra la mercancía en cuanto tal. Se puede desaprobar ciertamente el «consumismo» o la «comercialización», eso es, pedirle a la mercancía que se quede en su sitio y que no invada otros terrenos como, por ejemplo, el cuerpo humano. Pero tales observaciones tienen un sabor moralista y además parecen más bien «anticuadas», y estar anticuado es el único crimen intelectual que aún existe. Por lo demás, las raras veces que parezca ponerse en tela de juicio la mercancía, la sociedad moderna se precipita a evocar las fechorías de Pol Pot, y se acabó la discusión. La mercancía ha existido siempre y siempre existirá, por mucho que cambie su distribución.
Si se entiende por mercancía simplemente un «producto», un objeto que pasa de una persona a otra, entonces la afirmación de la inevitabilidad de la mercancía es sin duda verdadera, pero también un poco tautológica. Esta es, sin embargo, la definición que ha dado toda la economía política burguesa después de Marx. Si no queremos contentarnos con esa definición, hemos de reconocer en la mercancía una forma específica de producto humano, una forma social que sólo desde hace algunos siglos -y en buena parte del mundo, desde hace pocos decenios- ha llegado a ser predominante en la sociedad. La mercancía posee una estructura particular, y si analizamos a fondo los fenómenos más diversos, las guerras contemporáneas o las quiebras de los mercados financieros, los desastres hidrogeológicos de nuestros días o la crisis de los Estados nacionales, el hambre en el mundo o los cambios en las relaciones entre los sexos, hallamos siempre en el origen la estructura de la mercancía. Conste que eso es consecuencia del hecho de que la sociedad misma lo ha reducido todo a mercancía; la teoría no hace más que tomar nota de ello.
La mercancía es un producto destinado desde el principio a la venta y al mercado (y no cambia gran cosa cuando sea un mercado regulado por el Estado). En una economía de mercancías no cuenta la utilidad del producto sino únicamente su capacidad de venderse y de transformarse, por mediación del dinero, en otra mercancía. Por consiguiente, sólo se accede a un valor de uso por medio de la transformación del propio producto en valor de cambio, en dinero. Una mercancía en cuanto mercancía no se halla definida, por tanto, por el trabajo concreto que la ha producido, sino que es una mera cantidad de trabajo indistinto, abstracto; es decir, la cantidad de tiempo de trabajo que se ha gastado en producirla. De eso deriva un grave inconveniente: no son los hombres mismos quienes regulan la producción en función de sus necesidades, sino que hay una instancia anónima, el mercado, que regula la producción post festum. El sujeto no es el hombre sino la mercancía en cuanto sujeto automático. Los procesos vitales de los hombres quedan abandonados a la gestión totalitaria e inapelable de un mecanismo ciego que ellos alimentan pero no controlan. La mercancía separa la producción del consumo y subordina la utilidad o nocividad concretas de cada cosa a la cuestión de cuánto trabajo abstracto, representado por el dinero, ésta sea capaz de realizar en el mercado. La reducción de los trabajos concretos a trabajo abstracto no es una mera astucia técnica ni una simple operación mental. En la sociedad de la mercancía, el trabajo privado y concreto sólo se hace social, o sea útil para los demás y, por ende, para su productor, a trueque de despojarse de sus cualidades propias y de hacerse abstracto. A partir de ahí, sólo cuenta el movimiento cuantitativo, es decir, el aumento del trabajo abstracto, mientras que la satisfacción de las necesidades se convierte en un efecto secundario y accesorio que puede darse o no. El valor de uso se transforma en mero portador del valor de cambio, a diferencia de lo que sucedía en todas las sociedades anteriores. Aun así, siempre debe haber un valor de uso; hecho éste que constituye un límite contra el que choca constantemente la tendencia del valor de cambio, del dinero, a incrementarse de manera ilimitada y tautológica. La mejor definición del trabajo abstracto, después de la de Marx, fue dada nada menos que por John Maynard Keynes, aunque sin la menor intención crítica: «Desde el punto de vista de la economía nacional, cavar agujeros y luego llenarlos es una actividad enteramente sensata».
Tal vez la mercancía y su forma general, el dinero, hayan tenido alguna función positiva en los inicios, facilitando la ampliación de las necesidades. Pero su estructura es como una bomba de relojería, un virus inscrito en el código genético de la sociedad moderna. Cuanto más la mercancía se apodere del control de la sociedad, tanto más va minando los cimientos de la sociedad misma, volviéndola del todo incontrolable y convirtiéndola en una máquina que funciona sola. No se trata, por tanto, de apreciar la mercancía o de condenarla: es la mercancía misma la que se quita de en medio, a largo plazo, y tal vez no sólo a sí misma. La mercancía destruye inexorablemente la sociedad de la mercancía. Como forma de socialización indirecta e inconsciente, ésta no puede menos de producir desastres.
Este proceso en que la vida social de los hombres se ha trasferido a sus mercancías es lo que Marx llamó el fetichismo de la mercancía: en lugar de controlar su producción material, los hombres son controlados por ella; son gobernados por sus productos que se han hecho independientes, lo mismo que sucede en la religión. El término «fetichista» ha entrado en el lenguaje cotidiano, y a menudo se dice de alguien que es un fetichista del automóvil, de la ropa o del teléfono móvil. Este uso del término «fetichista» parece vincularse, sin embargo, más bien al sentido en que lo usaba Freud, a saber, el de conferir a un mero objeto un significado emotivo derivado de otros contextos. Aunque los objetos de tales fetichismos sean mercancías, parece poco probable que ese «fetichismo» cotidiano sea lo mismo que el «fetichismo de la mercancía» de Marx. Por un lado, porque resulta más bien difícil admitir que la mercancía en cuanto tal, y no sólo algunas mercancías particulares, pueda ser entre nosotros, los modernos, objeto de un culto parangonable al que los llamados salvajes rendían a sus tótems y a sus animales embalsamados. El amor excesivo a ciertas mercancías es sólo un epifenómeno del proceso por el cual la mercancía ha embrujado la entera vida social, porque todo lo que la sociedad hace o puede hacer se ha proyectado en las mercancías.
Pero también aquellos a quienes la mercancía no debería parecerles tan «normal», es decir, los presuntos marxistas, se han mostrado poco dispuestos a reconocerse como salvajes. Tal renitencia se vio coadyuvada por el hecho de que el «fetichismo de la mercancía» y sus derivados -dinero, capital, interés- ocupa en la obra de Marx un espacio cuantitativamente muy reducido, y no se puede decir que él mismo lo haya colocado en el centro de su teoría. Además, la definición marxiana del fetichismo, como toda su teoría del valor y del trabajo abstracto, es tremendamente difícil de entender; lo cual no se debe, por cierto, a que Marx fuera incapaz de expresarse, sino al hecho de que, como él mismo dice, la paradoja de la realidad se expresa en paradojas lingüísticas. El desdoblamiento de todo producto humano en dos aspectos, el valor de cambio y el valor de uso, determina casi todos los aspectos de nuestra vida y, sin embargo, desafía nuestra comprensión y el sentido común, quizá un poco como la teoría de la relatividad. Era difícil hacer del fetichismo un discurso para masas, como se hizo con la «lucha de clases» o la «explotación». Además, el análisis marxiano del fetichismo indicaba una especie de núcleo secreto de la sociedad burguesa, núcleo que sólo poco a poco ha venido haciéndose visible; durante casi un siglo, la atención permaneció fijada en los efectos secundarios de la forma-mercancía, tales como la explotación de las clases trabajadoras. No en vano utiliza Marx, cuando habla del carácter de fetiche de la mercancía, en pocas páginas los términos «arcano», «sutileza metafísica», «caprichos teológicos», «misterioso», «extravagancias admirables», «carácter místico», «carácter enigmático», «quid pro quo«, «forma fantasmagórica», «región nebulosa», «jeroglíficos», «forma extravagante», «misticismo», «brujería» y «hechizo». El fetichismo es el secreto fundamental de la sociedad moderna, lo que no se dice ni se debe revelar. En eso se parece a lo inconsciente; y la descripción marxiana del fetichismo como forma de inconsciencia social y como ciego proceso autorregulador muestra interesantes analogías con la teoría freudiana. No sorprende, por tanto, que el fetichismo, al igual que el inconsciente, emplee toda su sutileza metafísica y toda su astucia de teólogo para no darse a conocer. Durante mucho tiempo, tal ocultamiento no le fue muy difícil: criticar el fetichismo habría implicado poner en tela de juicio todas las categorías que incluso los presuntos marxistas y los críticos de la sociedad burguesa habían interiorizado por completo, considerándolas datos naturales de los cuales sólo podía dicutirse el más o el menos, el cómo y, sobre todo, el «para quién», pero sin cuestionar su existencia en sí: el valor, el trabajo abstracto, el dinero, el Estado, la democracia, la productividad. Sólo cuando la lucha por la distribución de esos bienes había conducido, durante el periodo de posguerra, a una situación de equilibrio en el welfare state fordista, resultó posible colocar en el centro de la atención la mercancía en cuanto tal y los desastres que produce.
Después de Marx, durante muchos decenios, y a pesar de las aportaciones de Lukács, de Isaac Rubin y algunos otros, todo análisis del fetichismo quedó diluido en la categoría mucho más vasta e indeterminada de «alienación»; con lo cual el fetichismo se convertía en un fenómeno de conciencia, en una falsa opinión o valoración de las cosas que de algún modo se podía relacionar con la tan discutida «ideología». Sólo durante la segunda mitad de los años sesenta el concepto de fetichismo, el análisis de la estructura de la mercancía y del trabajo abstracto llegaron a ocupar un lugar destacado en la discusión, sobre todo en Alemania y en Italia.
Un efecto mayor y más duradero alcanzó, sin embargo, en los años sesenta la Internacional Situacionista, con su crítica integral de la vida moderna y su proclamación de una «revolución de la vida cotidiana». Hasta el día de hoy, a los situacionistas se los ha entendido mal deliberadamente, tomándolos por un simple movimiento artístico-cultural; y en su libro principal, La sociedad del espectáculo de Guy Debord, se ha querido ver a menudo una simple crítica de los mass media. Pero en verdad se trata de una solidísima teoría social que ahonda sus raices precisamente en la crítica de la estructura de la mercancía. Debord denuncia la economía autonomizada y sustraida al control humano, la división de la sociedad en esferas separadas como política, economía y arte, y arriba a una crítica del trabajo abstracto y tautológico que remodela la sociedad conforme a sus propias exigencias. «Todo lo que se vivía directamente se ha alejado en una representación», se lee al inicio de La sociedad del espectáculo: en lugar de vivir en primera persona, contemplamos la vida de las mercancías. Debord dice también: «El espectáculo no canta a los hombres y sus armas, sino a las mercancías y sus pasiones»(& 66). Sin necesidad de asistir a largos seminarios marxológicos, había redescubierto y actualizado toda la crítica marxiana del fetichismo de las mercancías.
No se trataba de una teoría libresca como otras muchas: la revuelta del Mayo de París, de la cual los situacionistas habían sido en cierto modo los precursores intelectuales, fue también la primera revuelta moderna que no se hizo en nombre de reivindicaciones económicas o estrechamente políticas, sino que nació más bien de la exigencia de una vida diferente, autónoma y liberada de la tiranía del mercado, del Estado y de su raíz común, la mercancía. En 1968 temblaron los Estados del Este al igual que los del Oeste, los sindicatos y los propietarios, la derecha y la izquierda: en otras palabras, las diversas caras de la sociedad de la mercancía. Y nadie supo estar tan a la altura de aquella rebelión como los situacionistas.
Debord lo había predicho en 1967: «En el momento en que la sociedad descubre que depende de la economía, la economía depende, de hecho, de ella… Ahí donde estaba el Ello económico debe advenir el Yo… Su contrario es la sociedad del espectáculo, donde la mercancía se contempla a sí misma en un mundo por ella creado» (&& 52-53). El inconsciente social, el Ello del espectáculo, sobre el que se funda la actual organización social, tuvo por tanto que movilizarse para tapar esa nueva grieta que se había abierto justamente en el momento en que el orden dominante se creía más seguro que nunca. Entre las medidas que tomó el inconsciente económico hallamos también las tentativas de neutralizar la crítica radical de la mercancía que había encontrado su más alta expresión en los situacionistas. Reducir a la mansedumbre a Debord mismo era imposible, a diferencia de cuanto ocurrió con casi todos los demás «héroes» de 1968. Y su teoría no dejaba margen al equívoco: «El espectáculo es el momento en que la mercancía ha conseguido la ocupación total de la vida social», se lee en el & 42 de La sociedad del espectáculo. Pero a los brujos de la mercancía les quedaba otra posibilidad: la de fingir que hablaban el lenguaje de la crítica radical, aparentemente incluso de manera un poco más extrema y audaz todavía, pero en verdad con intenciones y contenidos opuestos. El que nuestra época prefiere la copia al original, como dice Debord citando a Feuerbach, resulta ser verdadero también respecto a la crítica radical misma.
Según Debord, el espectáculo es el triunfo del parecer y del ver, donde la imagen sustituye a la realidad. Debord menciona la televisión sólo a modo de ejemplo; el espectáculo es para él un desarrollo de aquella abstracción real que domina a la sociedad de la mercancía, basada en la pura cantidad. Pero si estamos inmersos en un océano de imágenes incontrolables que nos impiden el acceso a la realidad, entonces parece más atrevido todavía que se diga que esa realidad ha desaparecido del todo y que los situacionistas fueron aún demasiado tímidos y demasiado optimistas, ya que ahora el proceso de abstracción ha devorado a la realidad entera y el espectáculo es hoy en día aún más espectacular y más totalitario de cuanto se había imaginado, llevando sus crímenes al extremo de asesinar a la realidad misma. Los discursos «posmodernos» que irradiaron de la Francia de los años setenta se sirvieron generosamente de las ideas situacionistas, naturalmente sin citar una fuente tan poco decorosa, aunque en absoluto la ignoraban, incluso por vía de ciertas trayectorias personales. Como decía ya en 1964 Asger Jorn: «A Debord no es que se le conozca mal; es que se le conoce como el mal». No se trataba, sin embargo, solamente del consuetudinario autoservicio intelectual sino de una verdadera estrategia encaminada a neutralizar una teoría peligrosa mediante su exageración paródica. Los posmodernos, al aparentar que iban aún más allá de la teoría situacionista, en verdad la convirtieron en lo contrario de lo que era. Una vez se confunda el espectáculo, que es una formación histórico-social bien precisa, con el atemporal problema filosófico de la representación en cuanto tal, todos los términos del problema se vuelven del revés sin que se note demasiado.
Criticar las teorías posmodernas resulta difícil debido a su carácter auto-inmunizador que hace imposible toda discusión, transformando sus afirmaciones en verdades de fe ante las cuales sólo cabe creer o no creer. Pero sí cabe decir algo acerca de su función, acerca del cui bono, observando así la sutileza metafísica que despliega la mercancía para defenderse. Al leer los textos posmodernos se nota que, si bien no citan casi nunca a los situacionistas, el término «espectáculo» o «sociedad del espectáculo» se encuentra con frecuencia, y que tales textos, sean de 1975 o de 1995, muy a menudo dan la impresión de no ser otra cosa que respuestas a las tesis de Debord. De él toman los posmodernos las descripciones de un espectáculo que se aleja progresivamente de la realidad; pero las retoman en un plano puramente fenomenológico, sin buscar jamás una causa que vaya más allá de dar por supuesto un impulso irresistible e irracional que empuja a los espectadores hacia el espectáculo. Antes bien se condena cualquier búsqueda de explicaciones. Cuando leemos que «la abstracción del ‘espectáculo’, aun para los situacionistas, no fue nunca sin apelación. Su realización incondicional, en cambio, sí lo es… El espectáculo aún dejaba sitio para la conciencia crítica y la desmitificación… Hoy estamos más allá de toda desalienación», entonces está claro para qué sirven las referencias posmodernas al espectáculo: para anunciar la inutilidad de toda resistencia al espectáculo.
Esa supuesta desaparición de la realidad, que se presenta pomposamente como una verdad incómoda y aun como una revelación terrible, en verdad es lo más tranquilizador que puede haber en estos tiempos de crisis. Si el carácter tautológico del espectáculo, denunciado por Debord, expresa el carácter automático de la economía de la mercancía que, sustraida a todo control, anda locamente a la deriva, entonces hay efectivamente mucho que temer. Pero si los signos, en cambio, sólo se refieren a otros signos y así seguido, si jamás se encuentra el original de la copia infiel, si no hay valor real que deba sostener, aunque sin lograrlo, el cúmulo de deudas del mundo, entonces no hay absolutamente ningún riesgo de que lo real nos alcance. Los pasajeros del Titanic pueden quedarse a bordo, como dice Robert Kurz, y la música sigue sonando. Entonces cabe fingir también que se está pronunciando un juicio moral radicalmente negativo acerca de tal estado de las cosas; pero tal juicio queda en mero perifollo cuando ninguna contradicción del ámbito de la producción logra ya sacudir ese mundo autista. Y, sin embargo, es justamente en el terreno de la producción que se halla la base real de la fascinación que ejerce el «simulacro»: en el sistema económico mundial que, gracias a esas contradicciones de la mercancía de las que no se quiere saber nada, ha tropezado con sus límites económicos, ecológicos y políticos; un sistema que se mantiene con vida sólo gracias a una simulación continua. Cuando los millones de billones de dólares de capital especulativo «aparcados» en los mercados financieros, o sea todo el capital ficticio o simulado, vuelva a la economía «real», se verá que el dinero especulativo no era tanto el resultado de una era cultural de la virtualidad (más bien lo contrario es cierto) como una desesperada huida hacia delante de una economía en desbandada. Detrás de tantos discursos sobre la desaparición de la realidad, no se esconde sino el viejo sueño de la sociedad de la mercancía de poder liberarse del todo del valor de uso y los límites que éste impone al crecimiento ilimitado del valor de cambio. No se trata aquí de decidir si esa desaparición del valor de uso, proclamada por los posmodernos, es positiva o no; el hecho es que es rigurosamente imposible, aunque a muchos les parezca deseable. Que no exista sustancia alguna, que se pueda vivir eternamente en el reino del simulacro: he aquí la esperanza de los dueños del mundo actual. Corea del Sur e Indonesia son los epitafios de las teorías posmodenas.
Pero el haber descrito los procesos de virtualización y habérselos tomado en serio constituye también el momento de verdad que contienen las teorías posmodernas. Como mera descripción de la realidad (a su pesar) de los últimos decenios, esas teorías se muestran a menudo superiores a la sociología de inspiración marxista. Supieron denunciar con justeza la fijación de los marxistas en las mismas categorías capitalistas como el trabajo, el valor y la producción; y así parecían colocarse, por lo menos en los inicios, entre las teorías radicales que mayormente recogieron el legado de 1968. Pero luego acaban siempre hablando de los verdaderos problemas sólo para darles respuestas sin origen ni dirección. En los Comentarios sobre la sociedad del espectáculo, de 1988, Debord compara ese tipo de crítica seudo-radical a la copia de un arma a la que sólo falta el percutor. Al igual que las teorías estructuralistas y postestructuralistas, los posmodernos comprenden el carácter automático, autorreferencial e inconsciente de la sociedad de la mercancía, pero sólo para convertirlo en un dato ontológico, en lugar de reconocer en ello el aspecto históricamente determinado, escandaloso y superable de la sociedad de la mercancía.
Como se ve, no es fácil sustraerse a la perversa fascinación de la mercancía. La crítica del fetichismo de la mercancía es la única vía que hoy se halla abierta a una comprensión global de la sociedad; y afortunadamente semejante crítica se está formando.De ese proceso forman parte el creciente interés por las teorías de los situacionistas, y por las de Debord en particular, así como la labor de la revista alemana Krisis y el eco que está empezando a hallar también en Italia. Durante largo tiempo, la mercancía nos engañó presentándose como «una cosa trivial y obvia». Pero su inocencia ha pasado, porque hoy sabemos que es «una cosa embrolladísima, llena de sutileza metafísica y caprichos teológicos». Y todos los rezos de sus sacerdotes serán incapaces de salvarla de la evidencia de su condena.