¿Libres para la liberación?
Nos encontramos ante dos noticias. La buena noticia es que nuestro viejo enemigo, el capitalismo, parece encontrarse en una crisis gravísima. La mala noticia es que, por el momento, no se ve ninguna forma de emancipación social que esté realmente a nuestro alcance, y que nada garantiza que el posible final del capitalismo desemboque en una sociedad mejor. Es como si constatáramos que la cárcel en donde desde hace tiempo estamos encerrados se hubiera incendiado, pero las cerraduras de las puertas siguieran bloqueadas.
Me gustaría empezar con un recuerdo personal que tiene que ver con México. Visité el país por primera vez en 1982, con mi mochila a la espalda, cuando tenía 19 años. Vivía entonces en Alemania. A pesar de que ya en aquel momento se hablaba del “Tercer Mundo” y de su miseria, era distinto conocerlo realmente y verse confrontado a los niños descalzos mendigando en la calle. En México DF me hospedaba en una especie de albergue juvenil gestionado por unos suizos y una noche, al regresar, abrumado por la visión de la pobreza en la ciudad, empecé a leer un ejemplar del semanario alemán Der Spiegel que encontré por ahí. Me topé con un extenso reportaje sobre el estado de la sociedad alemana que por aquel entonces parecía en pleno apogeo. La descripción del reportaje era de lo más desoladora: depresiones, farmacodependencias, familias desestructuradas, jóvenes desmotivados y deterioro social. Yo mismo me sentía sumergido en un abismo. Ya tenía una amplia experiencia en la crítica teórica y práctica del capitalismo, del cual pensaba todo el mal posible. Pero nunca antes había sentido con tal fuerza en qué mundo vivimos, un mundo donde unos mueren de hambre y otros, los que supuestamente se encuentran del lado bueno de la balanza, son tan infelices que se atiborran de medicamentos o se suicidan (mis recuerdos de la vida en Alemania confirmaban además plenamente aquel reportaje). Sentía que tanto pobres como “ricos” eran infelices, y que el capitalismo era, por lo tanto, una desgracia para todos. Entendí que este sistema, en última instancia, no beneficiaba a nadie, que “desarrollar” a los pobres para que se vuelvan como los ricos no serviría de nada, y que la sociedad basada en la mercancía era el enemigo del género humano.
Pero al mismo tiempo, en 1982, este sistema parecía fuerte, muy fuerte y resultaba deprimente considerar la correlación de fuerzas entre quienes, de una forma u otra, deseaban transformarlo, y las fuerzas de las que disponía el propio sistema, comprendiendo entre ellas el consenso que a pesar de todo suscitaba y los beneficios materiales que todavía podía distribuir.
Actualmente parece que la situación se ha invertido radicalmente. En estos días, en Europa, en las instituciones políticas y los grandes medios de comunicación, se evocan escenarios catastróficos como el argentino. No es necesario insistir en que, por todas partes, se percibe una crisis del capitalismo muy grave, permanente por lo menos desde 2008. Quizás hayan leído mi artículo “¿Se volvió obsoleto el dinero?” (1), donde trato de imaginar qué ocurriría si el dinero, todo el dinero, perdiera su función, tras un derrumbe financiero y económico. Para mi sorpresa, llegó a ser publicado y muy comentado en el periódico más importante de Francia, Le Monde, cuando creo que hace tan sólo unos años, se me habría metido en la misma categoría que los avistadores de ovnis.
Es sin embargo importante constatar que esta crisis del capitalismo no se debe a las acciones de sus adversarios. Todos los movimientos revolucionarios modernos y casi toda la crítica social siempre imaginaron que el capitalismo desaparecería porque sería vencido por fuerzas organizadas, decididas a abolirlo y a sustituirlo por algo mejor. La dificultad era arremeter contra el inmenso poder del capitalismo, que radicaba no sólo en sus fusiles sino también en el anclaje que había logrado establecer en nuestras cabezas; pero si esto se lograba, la solución estaba al alcance de la mano: existía, en efecto, un proyecto de sociedad alternativa que, en última instancia, provocaba las revoluciones.
Lo que estamos viendo hoy, es el derrumbe del sistema, su auto-destrucción, su agotamiento, su hundimiento. Finalmente se topó con sus límites, con los límites de la valorización del valor, latentes en su seno desde un principio. El capitalismo es esencialmente una producción de valor, representada en el dinero. En la producción capitalista sólo interesa lo que da dinero. Esto no se debe a la codicia de unos capitalistas malvados. Deriva del hecho de que sólo el trabajo otorga “valor” a las mercancías. Y significa también que las tecnologías no añaden un valor suplementario a las mercancías. Cuanta más maquinaria y nuevas tecnologías se utilizan, menos valor hay en cada mercancía. Sin embargo, la competencia empuja incesantemente a los propietarios de capital a utilizar tecnologías que remplacen al trabajo. El capitalismo mina así sus propias bases, y lo lleva haciendo desde el principio. Sólo el aumento continuo de la producción de mercancías puede contrarrestar el hecho de que cada mercancía contiene cada vez menos “valor” y, por lo tanto, también menos plusvalor, traducible en dinero (2). Ya conocemos las consecuencias ecológicas y sociales de esta loca carrera de productividad. Pero también es importante señalar que la caída de la masa de valor no puede ser compensada eternamente y que provoca, finalmente, una crisis de la acumulación del propio capital. En las últimas décadas, la escasa acumulación fue sustituida sobre todo por la simulación a través de las finanzas y el crédito. Esta vida “por perfusión” del capital ha encontrado ahora sus límites y la crisis del mecanismo de la valorización parece ya irreversible.
Esta crisis no es, como algunos quieren hacernos creer, un ardid de los capitalistas, una manera de imponer medidas aún más desfavorables para los trabajadores y los beneficiarios de las ayudas públicas, una manera de desmantelar las estructuras públicas y aumentar las ganancias de bancos y super-ricos. Es innegable que algunos actores económicos logran sacar grandes beneficios de la crisis, pero esto sólo significa que un pastel cada vez más pequeño se divide en porciones más grandes para un número cada vez más reducido de competidores. Es evidente que esta crisis está fuera de control y que amenaza a la supervivencia del propio sistema capitalista.
Por supuesto, esto no implica automáticamente que estemos asistiendo al último acto del drama iniciado hace 250 años. Que el capitalismo haya alcanzado sus límites en términos económicos, ecológicos, energéticos no significa que vaya a derrumbarse de un día para otro, aunque esto no esté del todo excluido. Más bien se puede prever un largo periodo de declive de la sociedad capitalista, con islotes un poco en todas partes, a menudo amurallados, donde la reproducción capitalista aún funcione, y con amplias regiones de tierra quemada, donde los sujetos post-mercantiles deberán buscar la manera de sobrevivir como puedan. El tráfico de drogas y el espigueo de desechos son dos de los rostros más emblemáticos de un mundo que reduce a los propios seres humanos a la condición de “desechos” y cuyo mayor problema ya no es ser explotados, sino el ser simplemente superfluos desde el punto de vista de la economía mercantil, sin tener, sin embargo, la posibilidad de regresar a formas pre-capitalistas de economía de subsistencia mediante la agricultura y la artesanía. Allá donde el capitalismo y su ciclo de producción y consumo dejen de funcionar, no será posible regresar simplemente a antiguas formas sociales; el riesgo es más bien entrar en nuevas configuraciones que combinen los peores elementos de las otras formaciones sociales. Y no hay duda de que quienes vivan en los sectores de la sociedad que aún funcionen defenderán sus privilegios con uñas y dientes, con armas y técnicas de vigilancia cada vez más sofisticadas. Incluso como animal agonizante, el capitalismo puede todavía causar terribles estragos, no sólo desencadenando guerras y violencias de todo tipo, sino también provocando daños ecológicos irreversibles, con la diseminación de OGM, de nanopartículas, etc. En consecuencia, la mala salud del capitalismo es sólo una “condición necesaria” para el advenimiento de una sociedad liberada, no es en absoluto una “condición suficiente”, en términos filosóficos. El hecho de que la cárcel esté en llamas no nos sirve de nada si la puerta no se abre, o si se abre hacia un precipicio.
Observamos, por lo tanto, una gran diferencia con el pasado: durante más de un siglo, la tarea de los revolucionarios era encontrar medios para acabar con el monstruo. Si se lograba, el socialismo, la sociedad libre o el nombre que se le quiera dar le sucedería inevitablemente. Actualmente, la tarea de los que en otro momento eran los revolucionarios se presenta de manera invertida: frente a los desastres provocados por las revoluciones permanentes operadas por el capital, se trata de “conservar” algunas adquisiciones esenciales de la humanidad e intentar desarrollarlas hacia una forma superior.
Ya no es necesario demostrar la fragilidad del capitalismo, que ha agotado su potencial histórico de evolución que en sí ya es una buena noticia. Tampoco es necesario -y es otra buena noticia- concebir la alternativa al capitalismo bajo formas que más bien lo continúan. Diría que hay mucha más claridad en lo que se refiere a los objetivos de la lucha hoy en día que hace cuarenta años. Afortunadamente, dos maneras a menudo entrelazadas de concebir el post-capitalismo que dominaron durante todo el siglo XX han perdido mucha credibilidad, aunque estén lejos de haber desaparecido. Por un lado, el proyecto de superar el mercado con el Estado, la centralización, la modernización de reajuste, y confiando la lucha para alcanzar este objetivo a organizaciones de masas dirigidas por funcionarios. Poner a trabajar a todo el mundo era la meta principal de estas formas de “socialismo real”; hay que recordar que tanto para Lenin como para Gramsci, la fábrica de Henry Ford era un modelo para la producción comunista. Es cierto que la opción estatal sigue teniendo sus adeptos, ya sea a través del entusiasmo por el caudillo (3) Chávez o reclamando más intervencionismo estatal en Europa. Pero en conjunto, el leninismo en todas sus variantes ha perdido influencia sobre los movimientos de protesta desde hace treinta años, y eso está muy bien.
La otra manera de concebir la superación del capitalismo de manera que más bien pareciera su intensificación y modernización, es la confianza ciega en los beneficios del desarrollo de las fuerzas productivas y de la tecnología. En ambos casos, la sociedad socialista o comunista era concebida esencialmente como una distribución más justa de los frutos del desarrollo de una sociedad industrial por lo demás fundamentalmente igual. La esperanza en la tecnología y la maquinaria para resolver todos nuestros problemas ha sufrido golpes severos desde hace cuarenta años, por el nacimiento de una conciencia ecológica y porque los efectos paradójicos de la tecnología sobre los seres humanos se han hecho más evidentes (quisiera recordar aquí que Ivan Illich, a pesar de todas las reservas que podría formular sobre algunos aspectos de su obra, ha tenido el gran mérito de poner en evidencia estos aspectos paradójicos y quebrantar la fe en el “progreso”). Si bien la creencia de que el progreso tecnológico lleva al progreso moral y social ya no asume la forma de la exaltación de las centrales nucleares “socialistas” o de la siderurgia, o la del elogio incondicional del productivismo ha encontrado, sin embargo, una nueva vida en las esperanzas a menudo grotescas en la informática y la producción “inmaterial”; como ocurre por ejemplo con el debate actual sobre la “apropiación”, al cual se han asociado recientemente el concepto de “commons” o “bien común”. Es cierto que toda la historia (y la prehistoria) del capitalismo ha sido la historia de la privatización de los recursos que antes eran comunes, como el caso ejemplar de los cercamientos (enclosures) en Inglaterra. De acuerdo con una perspectiva ampliamente difundida, al menos en los entornos informáticos, la lucha por la gratuidad y el acceso ilimitado a los bienes digitales es una batalla que tiene la misma importancia histórica y sería la primera batalla ganada en muchos siglos por los partidarios de la gratuidad y el uso común de los recursos. Sin embargo, los bienes digitales nunca son bienes esenciales. Puede resultar simpático disponer siempre gratuitamente de la última música o de tal videoclip, pero los alimentos, la calefacción o la vivienda no son descargables por internet y están, por el contrario, sometidos a una rarefacción y a una comercialización cada vez más intensas. El intercambio de archivos (file-sharing) puede ser una práctica interesante, pero tampoco deja de ser un epifenómeno comparado con la rarefacción del agua potable en el mundo o con el calentamiento climático.
La tecnofilia bajo formas renovadas resulta hoy menos “pasada de moda” que el proyecto de “tomar el poder” y constituye quizás un obstáculo fundamental para una ruptura profunda con la lógica del capitalismo. Sin embargo, la difusión de propuestas como el decrecimiento, el ecosocialismo, la ecología radical o el retorno de los movimientos campesinos en todo el mundo indican, con toda su heterogeneidad y con todos sus límites, que cierta parte de los movimientos de protesta actuales no quiere confiar al progreso técnico la tarea de conducirnos a la sociedad emancipada. Y es, una vez más, una buena noticia.
Diría, por lo tanto, que actualmente existe, en principio, una mayor claridad respecto a los contornos de una verdadera alternativa al capitalismo. Un “programa” como el que esbozó Jerôme Baschet en 2009 me parece totalmente razonable (4). Y es muy importante, sobre todo, no limitarse a una crítica de la forma ultra-liberal del capitalismo, sino apuntar al capitalismo en su conjunto, es decir a la sociedad mercantil basada en el trabajo abstracto y el valor, el dinero y la mercancía.
Estamos, por consiguiente, un poco más convencidos de que el capitalismo está en crisis y tenemos algo más claras las alternativas, pero surge la siguiente pregunta: ¿cómo llegar a ellas? No quiero dedicarme aquí a abordar consideraciones estratégicas o pseudo-estratégicas, sino más bien preguntarme qué clase de mujeres y de hombres podrán realizar la transformación social necesaria. Ahí es donde radica el problema. Por decirlo sin rodeos, tenemos a menudo la impresión, de que la “regresión antropológica” provocada por el capital, sobre todo en las últimas décadas, también ha afectado a quienes podrían o quisieran oponerse a él. Es un cambio determinante al cual no siempre se le otorga toda la atención que precisa. La economía mercantil nació en sectores muy limitados de algunos países únicamente; posteriormente conquistó el mundo entero a lo largo de dos siglos y medio, no sólo en sentido geográfico sino también dentro de cada sociedad (algo que se ha denominado “colonización interior”). Paulatinamente, cualquier actividad, cualquier pensamiento o sentimiento, dentro de las sociedades capitalistas, tomaba la forma de una mercancía o bien era satisfecho por mercancías. Se han descrito a menudo los efectos de la sociedad de consumo y sus consecuencias particularmente nocivas al introducirse en contextos denominados “atrasados” (y aquí también cabría citar a Ivan Illich). Es bien conocido y sobraría repetirlo aquí. Pero no logramos entender del todo el hecho de que, a causa de esta evolución, la sociedad capitalista ya no se presenta dividida simplemente en dominantes y dominados, explotadores y explotados, administradores y administrados, verdugos y víctimas. El capitalismo es, de manera cada vez más visible, una sociedad gobernada por los mecanismos anónimos y ciegos, automáticos e incontrolables, de la producción de valor. Todo el mundo es a la vez actor y víctima de este mecanismo, aunque por supuesto los papeles asumidos y las recompensas obtenidas no son los mismos.
En las revoluciones clásicas y, en su punto álgido, en la Revolución española de 1936, el capitalismo era combatido por poblaciones que lo sentían como una exterioridad, una imposición, una invasión. Le oponían valores, formas de vivir y concepciones de la vida humana totalmente diferentes; constituían mal que bien (y aunque no haya que idealizarla) una alternativa cualitativa a la sociedad capitalista. Y lo admitan o no, estos movimientos sacaban una buena parte de su fuerza del anclaje en hábitos precapitalistas: en la aptitud al don, a la generosidad, a la vida en colectivo, al desprecio de la riqueza material como fin en sí mismo, a otra concepción del tiempo… Marx tuvo que admitir al final de su vida que lo que quedaba de la antigua propiedad colectiva de la tierra aún presente en su tiempo en numerosos pueblos constituía una base para una sociedad comunista futura. Como sabemos, estas formas aún siguen existiendo, sobre todo entre los pueblos indígenas de América Latina y dejo a la libre consideración de cada cual el decidir si pueden formar la base de una sociedad futura emancipada, que hunda sus raíces en el pasado (aunque imagino que la respuesta es afirmativa).
Si bien esto constituye una luz de esperanza hay que reconocer, por el contrario, que también significa que, casi en todos los demás lugares, en los países llamados “desarrollados”, en las megalópolis del resto del mundo y hasta en las zonas rurales más apartadas, los individuos sienten cada vez menos a la mercancía omnipresente como un sometimiento ajeno a sus tradiciones, sino, por el contrario, como un objeto de deseo. Sus reivindicaciones apuntan fundamentalmente a las condiciones de su participación en este reino, como ya fue el caso del movimiento obrero clásico. Tanto si se trata de un conflicto salarial mediatizado por los sindicatos, como si es una revuelta en los suburbios, la cuestión es casi siempre la del acceso a la riqueza mercantil. Dicho acceso es generalmente necesario para poder sobrevivir en la sociedad de la mercancía, esto es indudable, pero también se ha constatado que estas luchas no plantean la exigencia de superar al sistema actual y crear otras maneras de vivir. En muchos aspectos, el individuo que pertenece a las sociedades “desarrolladas” actuales parece más lejos que nunca de una solución emancipatoria. Le faltan los presupuestos subjetivos de una liberación y, por consiguiente, también el deseo de ésta, porque ha interiorizado el modo de vida capitalista (competencia, velocidad, éxito, etc.). Sus protestas responden por lo general al miedo de quedar excluido de este modo de vida, o de no alcanzarlo; muchas más escasas son las manifestaciones de puro y simple rechazo. La sociedad mercantil agota las fuentes vivas de la imaginación desde la infancia, bombardeando con auténticas máquinas de descerebrar desde las edades más tempranas. Esto es tan grave si no más que los recortes de las pensiones, y sin embargo no empuja a millones de personas a manifestarse o a tomar por asalto las productoras de videojuegos y los canales de “Baby TV”.
Los movimientos de protesta que están surgiendo no carecen de cierta ambigüedad. Muchas veces, se protesta simplemente porque el sistema no cumple sus promesas; la gente se manifiesta así por la defensa del statu quo, o más bien del statu quo ante. Si tomamos como ejemplo el movimiento Occupy Wall Street y sus derivaciones, vemos cómo responsabiliza de la crisis actual del sector financiero a Wall Street y cómo afirma que la economía y, finalmente, la sociedad en su conjunto, están dominadas por las altas finanzas. De acuerdo con la crítica del sistema financiero actualmente en boga los bancos, los seguros y los fondos de inversión no invierten en la producción real, sino que canalizan casi todo el dinero disponible hacia una especulación que sólo enriquece a los especuladores, a la vez que destruye empleos y crea miseria. El capital financiero, según se dice, puede imponer su ley incluso a los gobiernos de los países más poderosos, si es que no prefiere corromperlos. También compra a los medios de comunicación. La democracia se ve así vacía de toda sustancia.
Pero, ¿tan seguros estamos de que el poder absoluto de las finanzas y las políticas neoliberales que las sustentan son la causa principal de las actuales turbulencias? ¿Y si fueran, por el contrario, tan sólo el síntoma de una crisis mucho más profunda, de una crisis de toda la sociedad capitalista? Lejos de ser el factor que perturba una economía en sí misma sana, la especulación es lo que ha permitido mantener durante las últimas décadas la ficción de la prosperidad capitalista. Sin las muletas ofrecidas por la financiarización, la sociedad de mercado ya se habría derrumbado, con sus empleos y también con su democracia. Lo que se anuncia detrás de las crisis financieras es el agotamiento de las categorías básicas del capitalismo: mercancía y dinero, trabajo y valor.
Frente al totalitarismo de la mercancía, no podemos limitarnos a gritar a los especuladores y otros grandes ladrones: “¡devolvednos nuestro dinero!”. Hay que entender más bien el carácter altamente destructor del dinero y de la mercancía, y del trabajo que los produce. Pedir al capitalismo que se “sanee”, para lograr una mejor repartición y volverse más justo es ilusorio: los cataclismos actuales no se deben a un complot del sector más voraz de la clase dominante, sino que son consecuencia inevitable de problemas inherentes al capitalismo. Vivir a base de crédito no era una perversión corregible, sino el último intento de rescate del capitalismo y todos los que viven en él.
Ser conscientes de todo esto permite evitar la trampa del populismo que pretende liberar a “los trabajadores y a los ahorradores honestos”, considerados como puras víctimas del sistema, de un mal personificado en la figura del especulador. Algo que ya se ha visto en Europa: salvar al capitalismo atribuyendo todos sus errores a la actuación de una minoría internacional de “parásitos”.
La única alternativa es una verdadera crítica de la sociedad capitalista en todos sus aspectos, y no solo del neoliberalismo. El capitalismo no es únicamente el mercado: el Estado es su otra cara, a pesar de estar estructuralmente sometido al capital ya que éste debe aportarle los medios económicos indispensables para su intervención. El Estado nunca puede ser un espacio público de decisión soberana. Pero incluso entendido como binomio Estado-Mercado, el capitalismo no es, o ya no es, una mera coacción que se impone desde fuera a unos sujetos siempre en resistencia. El modo de vida que ha creado el capitalismo hace ya mucho tiempo que es aceptado casi por doquier como altamente deseable y su final posible como una catástrofe. Evocar la “democracia”, incluso “directa” o “radical”, no sirve de nada si los sujetos a los que se pretende restituir su voz reflejan fundamentalmente el sistema que los contiene. Es por esto que la consigna “somos el 99%”, inventada según parece por el antiguo publicista convertido en contrapublicista (adbuster) Kalle Lasn, y que los medios consideran como “genial”, me parece delirante. ¿Bastaría con liberarse del dominio del 1% más rico y más poderoso de la población para que todos los demás viviéramos felices? Entre estos “99%”, ¿cuántos pasan horas y horas cada día frente al televisor, explotan a sus empleados, roban a sus clientes, aparcan el coche en la acera, comen en McDonald’s, pegan a su mujer, compran videojuegos a sus niños, hacen turismo sexual, gastan su dinero en ropa de marca, consultan su móvil cada dos minutos, es decir, forman parte por entero de la sociedad capitalista? Herbert Marcuse ya había definido claramente la paradoja, el verdadero círculo vicioso de cualquier empresa de liberación y que, desde entonces, no ha dejado de agravarse: los esclavos tienen que ser ya libres para liberarse.
Hay quien tildará estas críticas de excesivas, poco generosas o incluso sectarias. Se dirá que, al fin y al cabo, lo importante es que la gente se mueva, que proteste, que abra los ojos. Υ que ya profundizarán luego en las razones de su revuelta, que el grado de consciencia que tienen puede elevarse. Es posible y de hecho nuestra salvación depende de esto. Pero, para lograrlo, es indispensable criticar todo lo que hay que criticar en estos movimientos, en lugar de correr detrás de ellos. No es cierto que cualquier oposición, cualquier protesta, es en sí misma una buena noticia. Con los desastres que se producirán en cadena, con las crisis económicas, ecológicas y energéticas que no harán sino profundizarse, es absolutamente seguro que la gente se rebelará contra lo que le ocurra. Pero la cuestión radica en saber cómo reaccionarán: tal vez vendan droga y envíen a sus mujeres a prostituirse, tal vez roben las zanahorias ecológicas cultivadas por un campesino o tal vez se enrolen en una milicia, pueden organizar una inútil masacre de banqueros y políticos o dedicarse a la caza de inmigrantes. Tal vez se limiten a organizar su propia supervivencia en medio de la debacle o pueden adherirse a movimientos fascistas y populistas, que busquen a unos culpables para la venganza popular. O pueden por el contrario, implicarse en la construcción colectiva de una mejor manera de vivir sobre las ruinas dejadas por el capitalismo. No todo el mundo abocará a esta última opción, y es incluso la más difícil. Si atrae a muy poca gente, será aplastada. Por lo tanto, lo que podemos hacer actualmente es, esencialmente, obrar para que las protestas, que seguirán surgiendo de todas maneras, tomen el buen camino. Sin lugar a dudas, la presencia de rasgos procedentes de las sociedades precapitalistas puede aportar aquí una buena contribución para optar por el buen camino.
NOTAS
1. Versión original en Offensive Libertaire et Sociale, n°32, déc. 2011. [Traducción en: La Jornada, 23 de diciembre de 2011, http://www.jornada.unam.mx/2011/12/23/opinion/018a1pol]
2. Véase de Anselm Jappe, Les Aventures de la marchandise. Pour une nouvelle critique de la valeur (París, Denoël, 2003) y Crédit à mort: la décomposition du capitalisme et ses critiques (Lignes, 2011) [traducción en: Crédito a muerte: La descomposición del capitalismo y sus críticos, Pepitas de calabaza, 2011).
3. N. de T. En castellano, en el original.
4. Publicado en la revista Réfractions, no 25 bajo el título “Anticapitalismo/postcapitalismo”.
Este texto recoge una comunicación presentada en San Cristóbal de las Casas (México) en el “II Seminario internacional de reflexión y análisis Planeta Tierra, movimientos antisistémicos” (30 Di- ciembre 2011 – 2 Enero 2012) con motivo del 18o aniversario de la insurrección zapatista.
Texto obtenido de «Constelaciones – Revista de Teoría Crítica«, número 5, diciembre de 2013, ISSN: 2172-9506.