¿Ya se volvió obsoleto el dinero?
Los medios y las instancias oficiales ya nos están preparando: muy pronto va a desencadenarse una nueva crisis financiera mundial y será peor que la de 2008. Se habla abiertamente de desastres. Pero, ¿qué pasará después? ¿Cómo viviremos después del derrumbe a amplia escala de los bancos y las finanzas públicas? Argentina ya vivió esto en 2002. Posteriormente, pagando el precio de un empobrecimiento en masa, la economía argentina pudo recuperarse un tanto, pero, en este caso, se trataba de un solo país. Actualmente, todas las finanzas europeas y norteamericanas se encuentran a punto de hundirse juntas, sin salvador posible.
¿En qué momento el crack de las bolsas dejará de ser una noticia que descubrimos en los medios para volverse perceptible al pasear en la calle? Respuesta: cuando el dinero haya perdido su función habitual. O bien haciéndose raro (deflación), o bien circulando en cantidades enormes pero desvalorizadas (inflación). En ambos casos, la circulación de mercancías y servicios se hará más lenta, quizás hasta pararse por completo. Quienes poseen mercancías u ofrecen servicios ya no encontrarán a nadie con capacidad de pagarlos con dinero creíble, lo que les permitiría comprar a su vez otras mercancías o servicios. Por tanto, los conservarán para ellos mismos. Veremos tiendas llenas, pero sin clientes, fábricas en perfectas condiciones, pero sin nadie para trabajar, y también escuelas donde los profesores dejarán de presentarse, después de llevar meses sin recibir sueldos. Entonces, nos daremos cuenta de una verdad tan evidente que ya no la veíamos: no existe ninguna crisis en la producción misma. La productividad en todos los sectores aumenta continuamente. Las superficies cultivables de la tierra pueden alimentar a toda la población del mundo, mientras los talleres y las fábricas producen incluso mucho más de lo que es necesario, deseable y sustentable. Las miserias del mundo no se deben, como en la Edad Media, a catástrofes naturales, sino más bien a una especie de hechizo que separa a los hombres de sus productos.
Lo que ya dejó de funcionar, es la interfaz que se impuso entre los hombres y lo que producen: el dinero. En la modernidad, el dinero se volvió la mediación universal (Marx). La crisis nos confronta con la paradoja fundadora de la sociedad capitalista, en ella la producción de bienes y servicios no es un fin, sino sólo un medio. El único fin es la multiplicación del dinero, es invertir un euro o un dólar para conseguir dos. Y cuando este mecanismo se descompone, es toda la producción real la que sufre y hasta puede bloquearse por completo. Así que, como el Tántalo del mito griego, nos encontramos frente a riquezas que al momento de querer agarrarlas, se alejan sólo porque no podemos pagarlas. Esta renuncia forzada siempre ha sido el destino del pobre. Pero ahora, y es algo inédito, nos puede pasar a todos, o casi. La última palabra del mercado es dejarnos morir de hambre en medio de montañas de alimentos que se pudren, sin que nadie pueda tocarlas.
Sin embargo, los críticos del capitalismo financiero nos aseguran de que las finanzas, el crédito y las bolsas de valores no son más que verrugas sobre un cuerpo económico sano. Una vez que haya estallado la burbuja, habrá turbulencias y quiebras, pero al final será una sangría saludable y se podrá volver a iniciar con una economía real más sólida. ¿De veras?
Hoy conseguimos casi todo pagando. Es el caso, más específicamente pero no exclusivamente, de la mayoría de la población que vive en las ciudades y que no podría ni alimentarse con su propia producción, ni calentarse con sus propios recursos, ni tener luz, ni curarse, ni desplazarse de manera autónoma. Ni siquiera durante tres días. Si el supermercado, la compañía de luz o el hospital dejaran de aceptar un dinero bueno (por ejemplo una moneda extranjera fuerte, y no los billetes impresos por el banco nacional, ya completamente desvalorizados), o si ya no hubiera mucho, llegaríamos muy pronto al desamparo más completo. De ser lo suficientemente numerosos y listos para la insurrección, todavía podríamos asaltar el supermercado o conectarnos directamente a la red eléctrica. Pero una vez que la tienda deje de ser abastecida y que la central eléctrica se pare por no poder pagar a sus trabajadores y proveedores, ¿qué haremos?
Podríamos organizar un sistema de trueque, nuevas formas de solidaridad e intercambios directos: hasta sería una magnífica ocasión para renovar el vínculo social. Pero, ¿quién puede creer que lo lograremos en poco tiempo y a larga escala, en medio del caos y los pillajes? Regresaremos todos al campo, dicen algunos, para tener acceso directo a las materias primas. Qué pena que durante tantos años la Comunidad Europea haya pagado a los campesinos para cortar sus árboles frutales, arrancar sus viñedos y sacrificar a su ganado… Después del derrumbe de los países de Europa del Este, millones de personas sobrevivieron gracias a algún pariente que vivía en el campo y tenía una pequeña hortaliza. ¿Quién podría decir lo mismo en Europa occidental o Norteamérica?
Quizás no lleguemos a estos extremos. Pero, incluso un derrumbe parcial del sistema financiero nos confrontaría con las consecuencias de este hecho: nos encontramos atados de pies y manos con el dinero, ya que se le encomendó la tarea exclusiva de asegurar el funcionamiento de la sociedad. Dicen que el dinero existió desde los primeros momentos de la historia. Pero, en las sociedades precapitalistas, tenía un papel meramente marginal. Sólo en décadas más recientes hemos llegado al punto de que cada manifestación de la vida (o casi) pasa por el dinero. Ahora, este se ha infiltrado en los rincones más profundos de la existencia individual y colectiva. Sin el dinero que hace circular las cosas, somos como un cuerpo privado de sangre.
Pero el dinero sólo es real cuando es la expresión de un trabajo efectivamente realizado y del valor en el cual se representa este trabajo. Por lo demás, el dinero no es más que una ficción, basada exclusivamente en la confianza mutua de los actores –una confianza que puede llegar a evaporarse, tal como lo estamos viendo actualmente. Asistimos a un fenómeno que la ciencia económica no había previsto: no la crisis de una moneda y de la economía que ésta representa, creando así una ventaja para otra moneda más fuerte. El euro, el dólar y el yen están todos en crisis, y los pocos países a los cuales las agencias evaluadoras todavía atribuyen un AAA, no tendrán la capacidad suficiente como para salvar a la economía mundial.
Ninguna de las recetas económicas propuestas está funcionando. En ninguna parte. El mercado libre no funciona mejor que el Estado, la austeridad no sirve más que la reactivación mediante la demanda, el keynesianismo no más que el monetarismo. El problema se ubica en un nivel más profundo. Asistimos a una desvalorización del dinero en cuanto tal, a la pérdida de su papel, a su obsolescencia. No por una decisión consciente por parte de una humanidad por fin cansada de lo que ya Sófocles llamaba la más funesta de las invenciones humanas, sino por un proceso no controlado, caótico y extremadamente peligroso. Es algo así como quitarle su silla de ruedas a alguien después de haberlo privado del uso de sus piernas durante mucho tiempo.
El dinero es nuestro fetiche: un dios que nosotros mismos hemos creado, del cual creemos que dependemos y al cual estamos dispuestos a sacrificar todo con tal de aplacar su ira.
¿Qué hacer? No hacen falta los vendedores de recetas alternativas: economía social y solidaria, sistemas de intercambios locales, monedas alternativas (como monedas fundantes), ayuda mutua ciudadana… En el mejor de los casos, esto sólo podría funcionar en algunos pequeños nichos, mientras alrededor lo demás sigue funcionando.
Por lo menos, hay algo seguro: no es suficiente indignarse frente a los excesos de las finanzas y la codicia de los banqueros. Aunque ésta existe efectivamente, no es la causa, sino la consecuencia del agotamiento de la dinámica capitalista. La sustitución del trabajo vivo –única fuente de valor que, bajo la forma dinero, es la finalidad exclusiva de la producción capitalista– por tecnologías que no crean valor, llegó a secar casi por completo la fuente de la producción de valor. Obligado por la presión de la competencia a desarrollar nuevas tecnologías, el capitalismo ha cortado la rama sobre la cual estaba sentado. Este proceso, que desde un principio es parte de su lógica fundamental, ha rebasado en décadas recientes un umbral crítico.
La no rentabilidad del uso del capital no ha podido ser ocultada sino mediante una expansión cada vez más masiva del crédito, que es un consumo anticipado de las ganancias esperadas para el futuro. Ahora, hasta esta prolongación artificial de la vida del capital parece haber agotado todas sus posibilidades.
Por tanto, debemos plantearnos la necesidad –pero al mismo tiempo constatar la posibilidad, la oportunidad– de salir de un sistema basado en el valor y el trabajo abstracto, el dinero y la mercancía, el capital y el salario.
Este salto hacia lo desconocido puede asustar, incluso a quienes no dejan de denunciar los crímenes de los capitalistas. Por el momento, prevalece la cacería de los malos especuladores. Aunque no podamos sino compartir la indignación frente a las ganancias de los bancos, hay que subrayar que dicha actitud se queda muy por debajo de una crítica del capitalismo como sistema.
No es de sorprenderse si Obama y Georg Soros dicen entender esta indignación. La verdad es mucho más trágica: si los bancos caen y empiezan a darse quiebras en cadena, si dejan de distribuir dinero, estamos en peligro de hundirnos todos con ellos, pues desde hace mucho tiempo se nos ha privado de la posibilidad de vivir de una forma que no sea gastando dinero. Sería bueno volver a aprenderlo. Pero, ¡quién sabe a qué precio esto ocurrirá!
Nadie puede decir honestamente que sabe cómo organizar la vida de decenas de millones de personas cuando el dinero haya perdido su función. Por lo menos sería bueno admitir que ahí está el problema. Quizás, así como se perfila un después del petróleo, es tiempo de prepararnos para lo que vendrá después del dinero.
Traducción del francés: Jérôme Baschet.
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