Dominación sin sujeto (Segunda parte)

Dominación sin sujeto (Segunda parte)

Dominación sin sujeto
Sobre la superación de una crítica social reductora
Segunda parte

Original alemán: «Subjektlose Herrschaft. Zur Aufhebung einer verkürzten Gessellschaftkritk«, en revista Krisis («Beiträge zur Kritk der Warengesselchaft»), nº 13, Bad Honnef, 1993. Versión portuguesa difundida en el Seminario Internacional «A Teoría Crítica Radical, Superaçao do Capitalismo e a Emancipaçao Humana», Fortaleza, Ceará, 29.10.2000, y publicada en http://planeta.clix.pt/obeco. Traducción del portugués: Round Desk.

Robert Kurz

7.

A primera vista podría parecer que, con el concepto de constitución del fetiche, no sólo el antiguo concepto subjetivo-ilustrado de dominación se volvería obsoleto, sino también el propio concepto de dominación en general. La destrucción del sujeto tendría entonces que ser aprehendida en el concepto de simple marioneta. Semejante abandono inmediato del concepto de dominación sería por así decir tácticamente inaceptable. En primer lugar, parecería disuadir a los hombres de las coerciones experimentadas en la realidad (y sentidas en todo su peso), que se insinúan hasta en los poros de lo cotidiano de las sociedades-fetiche secularizadas del mercado total y del Estado democrático de derecho. En nada modifica el carácter de esta represión el hecho de que no pueda ser referida a un sujeto determinado, de ser «estructural» y aun digna de odio.

En segundo lugar, dicho concepto de marioneta disculparía en cierto modo la «dominación del hombre por el hombre». En cuanto se percibe el carácter sin sujeto de las determinaciones sociales, en cuanto los conceptos de «papel» y «estructura» descienden del Olimpo científico hasta la conciencia diaria, éstos son instrumentalizados de forma más o menos ingenua para justificar y tranquilizar a los que cumplen ciertas funciones de dominación. Alguien «sólo» hace su trabajo, cumple su «deber», actúa según su «papel» y se expone, en cuanto a lo demás, a las propias «estructuras» –tales afirmaciones hace mucho tiempo que forman parte del repertorio de la falsa y equivocada legitimación del ejercicio del poder dominante. Así, el conocimiento crítico es transformado en afirmación banal.

Esto es particularmente desagradable cuando las funciones de dominación no se hallan rígidamente formalizadas como en las relaciones económicas y burocráticas, sino que más bien son ejecutadas informalmente y se manifiestan en atribuciones estructurales de papel, como en la relación entre los sexos o en la relación de enseñanza (y también en preconceptos y discriminaciones raciales). La complacencia del hombre compulsivamente heterosexual y no verdaderamente interesado, a pesar de las corteses reverencias al feminismo, en superarse a sí mismo es notoria cuando se afirma que, en el fondo, no es él mismo como persona el vehículo de ciertas manifestaciones autoritarias en la relación entre los sexos, sino que «sólo» ejecuta, forzado y a disgusto, una estructura socialmente prevaleciente e históricamente sin sujeto. Esto es evidente en diversos grados y en expresiones implícitas («mudas») o explícitas de un seudo-reflexivo trabajo de represión masculino. De la misma manera que el sistema productor de mercancías puede transformar aparentemente en mercancías todas las formas de crítica y considerarlas como tales «estructuralmente» inofensivas, así también la conciencia masculina y compulsivamente heterosexual de la dominación, con sus exigencias obsoletas de independencia y soberanía, parece desplegar todo el contenido cognitivo de la crítica de la estructura de los sexos hacia una forma superior y más elaborada de autoafirmación. Precisamente a fin de no tener que abandonar su «altivo» punto de vista dominante, cada vez más inconfesado, y de no dejar que la crítica se extienda hasta la «identidad» compulsiva o aun hasta su propio cuerpo, el sexo masculino se refugia aliviado por así decir en la ausencia de sujeto y su concepto. Esta es casi la forma de conciencia del criminal psicótico, que se convence de la propia inocencia, ya que «nada puede contra el acto», aunque tenga pleno conocimiento de sí mismo y de sus acciones. Para seguir siendo lo que es y poder continuar ejerciendo la dominación, el hombre compulsivamente heterosexual, soberano e idéntico a sí mismo está dispuesto a declararse inimputable y transferir el estatuto de sujeto a la «estructura» o al «sistema» –al poder abrumador de la ausencia de sujeto que no le hace ningún mal concreto (este tal vez sea el sentido psicológico de la teoría de Niklas Luhmann y de su considerable éxito).

Obviamente, con todo, el abandono del concepto de dominación y la metáfora de las marionetas no deben ser simplemente repudiados por razones seudotácticas, a fin de poder afirmar una posición negativa en lo relativo a las relaciones odiosas e insoportables. El problema tiene que ser también elucidado teóricamente. En su paradoja, de hecho, la astucia casi «femenina» de la autoafirmación masculina «estructuralmente» seudorreflexiva apunta a un problema teórico, a saber, la cuestión de la relación entre la constitución del fetiche y la subjetividad. El reconocimiento de que la estructura y el sistema no son de naturaleza ontológica ni descienden hasta la naturaleza orgánica, sino que en realidad «surgieron» en su alteridad en el plano de la segunda naturaleza y se volvieron tan manifiestos como obsoletos en el estadio de desarrollo del sistema productor de mercancías, aún no es capaz de solucionar la relación interna entre sujeto y ausencia de sujeto. Si el concepto de fetiche lleva espontáneamente a la reproducción del punto de vista estructuralista y de la teoría de los sistemas (y a la proximidad con su contenido afirmativo) apoyada en concepciones simplemente modificadas y en una ampliación historicista, si la metáfora de las marionetas y la negación del concepto se imponen espontáneamente, entonces queda claro que existe aún un «eslabón perdido» en la reflexión teórica.

El sujeto no desaparece simplemente como un mero error, sino que continúa existiendo, si bien ahora como mero sujeto interno de la constitución del fetiche, ella misma sin sujeto. El problema es que el fetiche no es sin embargo un «ser» autónomo y provisto de conciencia propia, a quien se puede dotar por decirlo así de dirección y apartado postal. La ausencia de sujeto no es, a su vez, un sujeto que pueda «dominar», sino que constituye la dominación y de manera paradójica es definida como algo simultáneamente propio y ajeno, interno y externo. Marx captó metafóricamente esta cuestión en el concepto de «sujeto automático», bajo cuya figura el «valor» invisible, omnipresente y objetivado de la reproducción capitalista del fetiche reina ciegamente. En el contexto de la crítica de la economía política y de la determinación económica de la forma del capital en términos generales, esta definición metafórica puede ser suficiente, aunque para la comprensión de la constitución del fetiche y del problema del sujeto como tal sea insatisfactoria. Marx expresó así sólo la paradoja y el contrasentido de esta relación, pues el automatismo y la subjetividad se excluyen mutuamente.

Obviamente, es difícil pensar la meta-reflexión de la relación dentro de las formas de pensamiento de esa misma relación, que se hallan presupuestas. La conciencia constituida por el fetiche toma la decisión espontánea de explicitar el «ser» codificador y legislador para entonces, como sujeto, moveri la marioneta. Lo «externo», sin embargo, no es «nada». El sujeto es una marioneta que maneja los propios hilos. Esto, sin embargo, es absurdo, o mejor, es la metáfora de algo impensable en el interior de las formas de pensamiento presupuestas. Para el sujeto existen, como grandezas relativas, el objeto inconsciente (naturaleza) u otros sujetos. El fetiche puede ser entonces objeto (naturaleza), y por tanto inevitable (30), o justamente un sujeto exterior (31). Los conceptos de fetiche y segunda naturaleza apuntan al hecho (y esta es la diferencia en relación con la teoría de los sistemas, que no conoce ningún contraste entre primera y segunda naturaleza) de que existe «algo» que no se resuelve en el dualismo sujeto-objeto y que no es ni sujeto ni objeto, aunque constituya esa relación.

En el fondo, el estructuralismo, la teoría de los sistemas y otros programas teóricos poseen un carácter teórico transitorio, así como el sistema capitalista productor de mercancías posee un carácter transitorio como formación social (32). La destrucción unilateral del sujeto no puede sustentarse por sí misma, el sujeto no puede ser abandonado como un mero error o una marioneta, ya que no se puede apartar la pregunta por el «sujeto del sujeto» en la forma de pensamiento presupuesta. Un retorno a la conciencia religiosa es tan poco probable como la simple operacionalización del sujeto rebajado en las estructuras internas de la ausencia de sujeto asimilada o en vías de asimilación, tal como parece sugerir el lado toscamente pragmático de la teoría de los sistemas. La propia hipótesis de Rousseau sobre el contrato social «olvidado», que intenta solucionar la problemática por el camino inverso, se vio severamente impugnada e indigna de crédito. Ni la disolución de la segunda naturaleza en el sujeto, en los principios de la modernidad todavía orgullosa y ávida de iniciativas, ni su disolución en el objeto, hacia el final de la modernidad frustrada y sin autoconfianza, pueden explicar la constitución del fetiche o el problema de la dominación.

8.

El punto decisivo es que tiene que haber un plano en el interior de la constitución humana y social, y por tanto también en el interior de cada hombre aislado, situado más allá del dualismo entre sujeto y objeto (33). Para la conciencia ilustrada, sólo existe sujeto (conciencia) u objeto, pero nunca un tertium genus. El concepto clave para la comprensión de este «tertium genus» verdaderamente constitutivo sólo puede ser el concepto de inconsciente. Sin duda, cabe a Freud el mérito teórico de haber introducido sistemáticamente este concepto. Con todo, aquí no se tratará (o al menos no específicamente o de modo exclusivo) del inconsciente en la concepción particular de Freud. No por azar el retorno a Freud es uno de los momentos constitutivos del propio estructuralismo. Para la idea ilustrada del sujeto, la teoría freudiana fue desde el principio un tormento, toda vez que el concepto de inconsciente –no sin razón– se experimentó como un ataque frontal a sus propios fundamentos; la destrucción del sujeto radiante y maduro de la modernidad como un ser autoinconsciente, guiado por impulsos inconscientes (además sexuales), tenía que parecerle insoportable. Sin embargo, con esto pasaron inadvertidos aquellos momentos afirmativos de la teoría freudiana que sólo se pudieron aprovechar en el declive histórico de la teoría ilustrada y que por así decir cayeron del cielo para los estructuralistas.

El inconsciente freudiano no representa aún una superación del sujeto ilustrado, pero es una divisoria de aguas que se puede desarrollar tanto en la dirección de las toscas concepciones de la ausencia de sujeto (estructuralismo) como en la de la metacrítica de la constitución del fetiche. De hecho, Freud elaboró en primer lugar el concepto de inconsciente sobre todo y unilateralmente en el aspecto individual y psicológico, aunque las relaciones sociales sean inmensas y discutidas también en sus escritos sobre la teoría de la cultura. No obstante, el verdadero problema de la constitución social del inconsciente no es abordado sistemáticamente por Freud.

Bajo sus premisas teóricas, tal cosa es también absolutamente imposible, pues, en segundo lugar, en esto él sigue siendo un pensador ilustrado. Freud ontologizó de pronto su conocimiento. En última instancia, desarrolló las categorías del inconsciente de manera ahistórica como estructura de un inconsciente en general, razón por la cual ontologiza el problema en el horizonte de la propia teoría de la cultura y lo define como la relación de un inconsciente en general (más su estructura) con la cultura en general (34). De ahí se explica también su deducción pesimista en relación con la cultura, pues las contradicciones ontologizadas de impulsos inconscientes y productos culturales parecen insuperables y al fin de cuentas desastrosas (El malestar en la cultura).

En tercer lugar, Freud –y en esto su pensamiento se adhiere al positivismo biológico del siglo XIX– ligó elementos esenciales del inconsciente directamente a la primera naturaleza, especialmente sobre la base de un impulso sexual concebido de modo ahistórico. La definición de Marx de una relación entre la primera naturaleza (biológica) y la segunda naturaleza (constituida por el fetichismo y codificada simbólicamente) falta por completo en Freud, lo que naturalmente facilita la ontologización. Bajo el signo de la instancia básica del «ello» y de los llamados impulsos, la primera naturaleza alcanza directa e inmediatamente a la sociedad y a sus producciones culturales.

«A la más antigua de las regiones o instancias psíquicas la llamamos ello: su contenido es todo lo que fue heredado, traído por el nacimiento, fijado constitucionalmente, sobre todo los impulsos que provienen de la organización corporal […] A las fuerzas que suponemos por detrás de las tensiones de la necesidad del ello, las llamamos impulsos. Éstas representan las exigencias corporales de la vida anímica […].» (35)

Ni la diferenciación de la «estructura del impulso» ni el análisis de los «productos sublimados» en la cultura modifican en nada ese vínculo inmediato, ya que la mediación histórico-social de aquello que se manifiesta como puro «impulso» (natural y biológico) sencillamente no ocurre. Esto no significa obviamente que no exista el sustrato de la primera naturaleza en el hombre y que no haya relación alguna con la conciencia o ningún influjo sobre la vida anímica de éste. Sin embargo, cuando entre ese sustrato (que también debe contener, aparte de la naturaleza biológica en el sentido fisiológico, algunos restos atrofiados del instinto animalesco) y la conciencia superficial del hombre concebido históricamente se alza la naturaleza diversa de la constitución del fetiche, con su gigantesca historia, entonces la base natural determinada (y determinante) biológicamente capta con mucho menos profundidad la constitución del hombre de lo que Freud supone. (36)

En cuarto lugar, por fin, Freud relaciona el concepto de inconsciente fundamentalmente con los niveles «inferiores» de la conciencia aparente del yo, procediendo a una diferenciación entre el simple «inconsciente», por un lado, y el iceberg anímico del inconsciente profundo o estructural, por otro. Además, supone en la figura del superyó otra instancia y por así decir «superior» del yo consciente, condicionada por influjos externos, cuya determinación sin embargo no alcanza a la constitución social del fetiche, sino que más bien permanece restringida de forma fenomenológica y por decirlo así técnica a la condición de simple «influencia» (especialmente durante la infancia) sobre el aparato psíquico individual.

«Como residuo del largo período de la infancia, durante el cual la persona en desarrollo vive en dependencia de sus padres, se forma en su yo una instancia peculiar en la que persiste este influjo paterno. Tal instancia recibe el nombre de superyó. En la medida en que se separa del yo y se opone a él, este superyó constituye un tercer poder que el yo debe tener en cuenta […]. En el influjo paterno, desde luego, no actúa sólo el ser personal de los padres, sino también la influencia de las tradiciones familiares, de la raza y del pueblo promovida por ellos, así como la exigencia por ellos representada del correspondiente medio social. De forma análoga, en el curso del desarrollo individual el superyó acepta contribuciones de circunstancias y sustitutos de los padres, como profesores, ejemplos públicos e ideales venerados por la sociedad.» (37)

La absorción de las instancias sociales e históricas se muestra aquí claramente insatisfactoria. El inconsciente sólo aparece en la figura de aquellas instancias o «regiones» del aparato psíquico sobre las cuales el yo no tiene ningún control. Sin embargo, el inconsciente no es únicamente el reino anímico por encima o por debajo de la conciencia del yo. Si entendemos el concepto de inconsciente en términos muy simples y generales, independientemente del rumbo de investigación específico de Freud, surge un hecho bastante diferente. Inconsciente no es sólo el contenido anímico más allá de la conciencia fenoménica del yo; inconsciente es también la propia forma de la conciencia. Pues la forma de la conciencia no es en modo alguno equiparable a la propia conciencia o a sus contenidos y «regiones». Y en la forma de sí misma inconsciente la conciencia debe buscar el secreto del tertium que no es ni sujeto ni objeto, pero que plasma la subjetividad, la objetividad y la dominación como ciega constitución formal. La forma histórico-social de la conciencia es lo más profundamente propio y al mismo tiempo lo más profundamente extraño e inconsciente; por eso, tan pronto como sea sistematizada, habrá de ser comprendida y vivenciada como «poder» externo y ajeno.

La cuestión de la forma (universal) de la conciencia y de las acciones sociales humanas fue esbozada antes de Freud –independientemente de su concepto del inconsciente– por Kant e incluso por Marx. Bastaría tan sólo reunir estas concepciones aparentemente dispersas y unificarlas de modo histórico y crítico. Kant fue el primero en investigar de modo sistemático y «crítico» la forma general (inconsciente a la propia conciencia) de la conciencia –crítico solamente en el sentido de una concientización afirmativa de esa forma. (38)

El carácter afirmativo de su investigación se impone por el hecho de que ontologiza de inmediato, como buen ilustrado, los conceptos descubiertos de las formas generales de la conciencia y los toma como formas humanas de conciencia en general (de manera análoga, en cuanto a esto, a la ontologización del conocimiento por Freud). Kant califica así a las formas universales de la sensibilidad (espacio y tiempo) y a las formas fundamentales del entendimiento como las célebres «formas a priori» de la capacidad cognitiva, independientes de sus objetos, y al «imperativo categórico» como la «simple forma de una ley universal», o sea, como principio ético para toda acción humana. Estas formas de conciencia a priori se manifiestan con todo de modo ahistórico y marcadas a fuego «en el hombre»; Kant no discute el locus de este estigma ni su relación con la naturaleza fisiológica.

Marx, que poco parece haberse ocupado de Kant y su problema formal de la conciencia, llega por medio de Hegel a una historización de la historia de la forma, expuesta en un primer momento como historia de las formaciones (político-económicas) de la sociedad; y en esto se topa obviamente con el problema de la forma universal de la conciencia, abordada históricamente por él como constitución del fetiche y expuesta brevemente en sus principales elementos en el capítulo introductorio de El Capital, para luego ser desarrollada, sobre la base de sus determinaciones sociales objetivadas, en la figura de las categorías económicas de la relación capitalista. No deja dudas, con todo, de que se trata aquí de formas de conciencia universales e «invertidas». Si Marx no se extiende sobre la forma universal de conciencia del sistema productor de mercancías constituido por el fetiche, ello ocurre porque su pensamiento se enfrenta en este punto con un límite: la referencia al trabajo (ontología del trabajo) y el punto de vista de clases y del proletariado exige un abordaje dualista y antagónico y hace que la cuestión de la conciencia retroceda hacia la respectiva «conciencia de clase», de manera que la cuestión de la forma universal de la conciencia no puede ser planteada claramente «antes» del antagonismo de clases. (39)

Hoy, bajo las condiciones de la crisis ya madura del sistema productor de mercancías, la crítica del fetiche de Marx sólo puede ser reformulada y desarrollada adecuadamente como crítica de la forma universal de la conciencia que incluye todas las categorías de clases e intereses (y va mucho más allá de las meras determinaciones socieconómicas en sentido estricto). Sólo ahora las concepciones de Kant, Marx y Freud pueden ser así unificadas sistemáticamente, sólo ahora se puede utilizar la reformulación de la «historia de las luchas de clases» como «historia de las relaciones fetichistas» (y con eso, más allá de las «luchas de clases», remontarnos al origen de la transformación humana).

9.

La forma universal de la conciencia y sus categorías no deben ser aprehendidas de modo ontológico, sino histórico-genético. A cada grado de formación corresponde una específica forma inconsciente de conciencia con «regularidades» y códigos específicos. La forma (respectiva) de conciencia constituye un molde universal de percepción así como de relación social y entre los sexos; la percepción del mundo o la percepción de la naturaleza y la percepción de las relaciones sociales entre los hombres son por tanto aprehendidas en la misma e inconsciente matriz formal, que es siempre al mismo tiempo forma universal del sujeto y forma universal de reproducción de la vida humana. Esta forma surge inconscientemente en el proceso histórico con la acumulación de efectos colaterales imprevistos y su concentración –y ello desde que el ser humano abandonó el reino animal.

Esta concepción puede ser ampliada tanto «hacia arriba» como «hacia abajo». Pues, en primer lugar, de este modo se pueden proponer definiciones universales de la «constitución del fetiche en general» para toda la historia humana hasta hoy, como recién se ha sugerido; la ruptura estaría situada probablemente en la transición hacia la llamada cultura elevada, que correspondería por ejemplo a la separación marxista entre sociedad primitiva o «comunismo primitivo» y el comienzo de la sociedad de clases. El problema básico entonces ya no sería la cuestión sociológica y utilitarista de la «distribución desigual de beneficios», sino más bien la cuestión de cómo la constitución social del fetiche se modifica bajo las condiciones de un plus-producto social (nuevos objetivos fetichistas, como por ejemplo la construcción de pirámides, o sea, «impulsos del desarrollo» ciegamente guiados). En segundo lugar, sin embargo, las respectivas constituciones del fetiche deben ser representadas dentro de los propios términos históricos, esto es, en su historia de formación y ascenso, por un lado, y en su historia de decadencia y descomposición, por otro.

En todos los planos, las definiciones –constituidas por el fetiche– de «verdadero» y «falso», «moral» e «inmoral», «justo» e «injusto» deberían ser descifradas (y también relativizadas, claro está) en sus respectivos condicionamientos. Esto vale también para el inconsciente freudiano, o sea, aquellas «regiones» psíquicas situadas más allá de la conciencia aparente del yo. El problema formal no tematizado de modo histórico-social por Freud se extiende también a estas «regiones» remotas, es decir que la matriz de la respectiva forma universal de reproducción y conciencia incluye también al ello y al superyó. La forma de conciencia de la respectiva constitución del fetiche abarca todos los aspectos de la vida humana. Estamos nuevamente, en consecuencia, frente a una estructura o canalización tanto de la reproducción social (socioeconómica) como de las relaciones sociales y sexuales, tanto de la conciencia del yo y de la percepción externa como de las capas psíquicas profundas (ello) y del superyó. Y como este proceso dura ya al menos unos cien mil años, las más diversas formaciones históricas se sedimentaron de cierta forma «geológicamente» en diversos grados de descomposición y asentamiento. «Sobre» el original sustrato biológico y animalesco yacen innumerables capas de constituciones pasadas del fetiche en todos los planos de la vida social (40), que sin embargo están dominadas por la respectiva constitución del fetiche más reciente y «válida».

El desciframiento de la constitución del fetiche en general puede ser realizado, de acuerdo con la frase de Marx ya citada acerca de la reconstrucción de la anatomía del mono sobre la base de la del hombre, a partir de su forma más reciente y elevada, y ésta es, como se dijo, la propia nuestra, o sea, la del sistema productor de mercancías de la modernidad. Lo que Marx, todavía con la inflexión sociologista de su propio principio de conocimiento, dice de las «relaciones de clase» se puede relacionar ahora con las relaciones de fetiche: sólo la modernidad secularizó y simplificó tales relaciones al punto de volverlas transparentes y revelarles el principio subyacente. En todos los planos de la teoría social, de la teoría del conocimiento, de la teoría de la conciencia, de la teoría sexual y de la psicoterapia se puede emprender ahora el viaje de regreso por la historia humana de las formaciones, pues un nuevo estadio de la historización parece posible; el supuesto para ello es sin duda el conocimiento y la crítica de nuestra propia formación, cuya crisis constituye el pretexto final. Solamente sobre este metaplano se puede realizar la unificación entre praxis e historia.

Las consecuencias para los conceptos de dominación y subjetividad se encuentran a mano. El hombre se vuelve sujeto en el proceso de su formación frente a la primera naturaleza; la forma del sujeto, sin embargo, es al principio débil y embrionaria hasta que el sujeto, después de una larga y contradictoria historia de desarrollo a través de muchas formaciones, se revela en forma pura (ante la primera naturaleza) en el sistema productor de mercancías de la modernidad y da fuerza a la pretensión ilustrada. Pero la Ilustración, la ciencia natural y la industrialización no son más que momentos de la forma-mercancía universal y de su constitución del fetiche, que encierra en sí toda la historia de la humanidad hasta hoy y que por primera vez lo generaliza globalmente. El sujeto de la modernidad, que superó en sí todas las formas de sujeto hasta ahora, posee tan poca conciencia de su propia forma como todas las configuraciones anteriores; representa, por así decir, la forma más elevada de la inconsciencia de la forma.

Con esto se formula la definición universal: un sujeto es un actor consciente que no tiene conciencia de su propia forma. Sin embargo, es justamente esta inconsciencia de la forma la que impone a las acciones conscientes en relación con la primera naturaleza y con los otros sujetos un carácter objetivo y opaco: la objetivación lograda a través de la cadena de acciones pasadas ya está ciegamente supuesta por el sujeto. La conciencia se limita por tanto a una acción aislada que, a diferencia de los animales, no está guiada ciegamente por los instintos, sino que «tiene que pasar por la cabeza». Por otro lado, la conciencia no aprehende el marco de acciones social y universal, el cual «surge» históricamente y es ciegamente supuesto. La conciencia es así una simple conciencia interna a una constitución del fetiche que, con todo –y esto marca la diferencia decisiva con el estructuralismo y la teoría de los sistemas o las concepciones reductoras del problema del fetiche–, no es algo externo, sino que es la forma de la propia conciencia.

Esto acarrea como consecuencia la constante mezcla de un factor desconocido en las acciones conscientes, factor éste que no accede a la conciencia. Tal extrañeza de lo que es propio aparece nuevamente como extrañeza del vínculo con la primera naturaleza y con los demás sujetos. Por otro lado, tal extrañeza –que está condicionada por la inconsciencia de la forma– escinde de manera necesariamente dicotómica el conjunto de las acciones y percepciones. El sujeto, al no tener conciencia de su forma y por tanto de sí mismo, tiene que experimentar la naturaleza y a los otros sujetos como mero mundo exterior (41). La limitación de la conciencia activa y perceptiva no permite ascender a un metaplano ni percibirse a sí mismo (el sujeto) en su relación con el mundo exterior y por tanto comprender todo el complejo en que el sujeto y sus objetos de acción y percepción están encerrados. La inconsciencia de la forma por el sujeto, la cual constituye una simple dicotomía entre sujeto y mundo externo, rebaja así los objetos (Gegenstände) de acción y percepción (la naturaleza y los demás sujetos) a puros y simples objetos (Objekten). El dualismo sujeto-objeto es consecuencia de que el metaplano –a partir del cual el actor y sus objetos aparecen como un todo común– no está, por así decir, «ocupado»; este metaplano asume justamente la forma sin sujeto del sujeto (42), con lo que se produce el dualismo aparentemente inevitable e intransponible. De ahí que sea posible una segunda definición complementaria del sujeto: un sujeto es un actor que tiene que rebajar sus objetos (Gegenstände) a meros objetos (Objekten) externos. Resulta claro que tal definición ha de ser encarada también históricamente, o sea que también la dicotomía sujeto-objeto tuvo que desenvolverse a partir de rudimentos embrionarios a través de la larga historia de las formaciones, hasta que encontró en el sistema productor de mercancías de la modernidad su expresión más pura y elevada (43).

Por otra parte, este problema de la dicotomía sujeto-objeto aparece en cierta forma en Niklas Luhmann, aunque irremediablemente orientado hacia la franca afirmación. En una entrevista con una revista italiana, Luhmann se manifestó de modo expresamente crítico sobre la exteriorización del sujeto en relación a sus objetos:

«Creo que esta figura de la autorreferencia, o sea, la inclusión del observador y de los instrumentos de observación en los propios objetos de observación es una cualidad específica de las teorías universales no percibida por la antigua tradición europea. Se trata siempre, en última instancia, de una descripción desde fuera, ab extra, a través por ejemplo de la mediación de un sujeto. Lo que quiero decir es que la lógica clásica o la ontología clásica supusieron siempre un observador externo en condiciones de observar de manera falsa o correcta, o sea, con valores divididos; pero no pensaron que tal observador, para poder observar la realidad, tiene que observarse a sí mismo.» (44)

Luhmann se encuentra aquí muy cerca del problema, pero no lo reconoce. En realidad, actúa de forma ontológica, esto es, ilustrada, en el propio metaplano de la autorreferencia del observador. La autoobservación del observador, en Luhmann, no puede observar sino la propia inmanencia. La contradicción no existe en la realidad, sino a lo sumo como error en la cabeza del observador, o sea que se reduciría al hecho de que el observador no se observa a sí mismo, sino que se limita a objetos externos que «calcula», sin darse cuenta de su propia participación. Con eso escapa también a toda protesta contra las relaciones, que para Luhmann sólo puede provenir de la posición «ab extra». Luhmann reproduce por tanto la concepción ilustrada de la crítica social, y precisamente por eso la ascensión al metaplano de la autorreferencia le parece idéntica a la eliminación de la crítica fundamental de la sociedad (45).

La autoobservación luhmanniana del observador permanece sin embargo incompleta en la medida en él es incapaz de reconocer la inmanencia sistémica objetiva de la dicotomía sujeto-objeto. En el metaplano de la supuesta autorreferencia, vuelve a ser ilustrado (y éste es otro aspecto de la ontologización) al caer a su vez en el esquema de «cierto y erróneo» y tener que calificar el «punto de vista ab extra» como simple error ideológico o inmanente a la teoría. Sería preciso, en oposición a Luhmann, ocupar de modo más consecuente un metaplano (o mantener de forma más consecuente el metaplano de la autorreferencia), para poder comprender entonces la dicotomía sujeto-objeto o el propio «punto de vista ab extra» como elemento genuino de la estructura sistémica y como funcionalidad sistémica de las modernas sociedades (occidentales), en vez de como simple error del observador. Sólo entonces no habrá ya una simple duplicidad valorativa de «cierto» y «erróneo», y lo supuestamente «errado» será reconocido en su propio condicionamiento sistémico. Esto, por supuesto, no vale sólo para la ideología del sujeto ilustrado, sino también para su crítico Luhmann, cuya teoría, a su vez, puede ser descifrada como producida por el sistema y funcional al sistema (y, en este sentido, no simplemente «errada»).

Este ataque insuficiente de la «autorreflexividad» luhmanniana (como autorreferencia) al yo en la autoobservación del observador procede del carácter obtuso de esta observación, que se contenta con la afirmación banal de que también el observador o el sistema observador (bajo la figura de la sociología, por ejemplo) tiene que ser considerado y reflexionado como sistema o subsistema dentro de un sistema, o incluso como ambiente de un sistema. La autorreflexión se da siempre en relación a un sistema determinado o «sistema en general», pero no con referencia a una cierta forma histórica del sistema, en la cual se puede elaborar un concepto de sistema, y tampoco con referencia a la «forma en general» (que es algo distinto al sistema en general). Justamente, la propia forma de la conciencia no consta de los objetos autorreferenciales del observador luhmanniano, que más bien tiene que partir de una «conciencia en general». La deshistorización y ontologización se adhieren a esta ceguera sistemática de la forma, como la expone Luhmann de modo ejemplar (insistiendo así en la ceguera formal del pensamiento ilustrado y de alguna manera perfeccionándolo).

Sin embargo, el desarrollo teórico (incluido el de Luhmann) y la destrucción teórica del pensamiento ilustrado apunta a una creciente autocontradicción del sistema, que así se ve impulsado no sólo a la manifestación y por tanto a la simple reflexión teórica, sino también a la superación práctica. Luhmann cree que tanto el «punto de vista ab extra» como la crítica práctica y superadora del sistema están agotados. Pero precisamente con una autorreferencia dilatada del observador, que incluya también la propia forma de la conciencia y en consecuencia el carácter sistémico objetivado de la dicotomía sujeto-objeto o la autocontradicción objetiva del sistema (productor de mercancías), será posible –a partir de un metaplano– no sólo la historia, sino también la praxis radical.

La superación práctica ya no será entonces una superación del «punto de vista ab extra», por el cual el «sujeto garante» no se comprende, como suponen la ideología ilustrada de la razón y del sujeto y de su apéndice marxista con el «punto de vista de clase» comprimido en el trabajo ontológico. Pero si el autoconocimiento del observador, que se abarca a sí mismo en la observación, incluye también la observación de la autocontradicción del sistema y por tanto del propio observador (de su propia forma), se alcanza otro concepto de superación práctica, a saber, la identidad entre la autosuperación práctica y la autosuperación del observador, que por este mismo hecho deja de ser mero observador, y con ello abandona por primera vez, en realidad, el «punto de vista ab extra». Mientras permanece como mero observador, la propia descripción permanece también, en última instancia, «desde fuera». El momento contemplativo afirmado tanto por Luhmann como por Hegel revela en verdad no un «exceso» sino una falta de inmanencia (crítico-superadora), o sea, un resto o escoria del «punto de vista ab extra», en el cual la autocontradicción práctica entre sistema y observador no está reflexionada (46). La propia autorreflexividad mantenida de forma consecuente conduce así, en oposición a Luhmann, a la crítica radical del sistema, aunque con la inclusión del observador/crítico, que ya no parte de un «punto de vista ab extra», sea éste una ontología del «trabajo», una ontología del «sujeto» o (mucho menos) una ontología de los «sistemas sin sujeto». En realidad, la propia dicotomía sujeto-objeto será sistemáticamente historizada en vez de sólo descartada.

10.

En semejante historización «autorreferencial» tampoco puede permanecer oculto que la dicotomía sujeto-objeto (constituida por el fetiche) de un determinado estadio evolutivo se refiere a una ocupación en términos sexuales. Si en las sociedades no-europeas (y también en las sociedades agrarias de la antigüedad europea) la estructura sexual de la relación sujeto-objeto aún es difusa, en los impulsos desiguales de desarrollo de la sociedad de mercancías occidental se elabora desde la antigüedad griega con creciente nitidez, para entonces ver la luz con máxima precisión en el sistema productor de mercancías de la modernidad. Se puede formular la siguiente regla de oro: cuanto menos desarrollada la dicotomía sujeto-objeto, menos clara es su ocupación en términos sexuales, y cuanto más desarrollada, más está determinada inequívocamente por el sexo masculino. En la constitución occidental del fetiche presente en la forma-mercancía, el sexo masculino desempeñó el papel histórico de sujeto, en tanto que los momentos de sensibilidad que no se resolvían en la forma-mercancía (crianza de los hijos, entrega emocional, actividad doméstica, etc.) fueron delegados cada vez más en la mujer como «ser doméstico» (47). La mujer en sí es por tanto degradada a objeto de manera estructural por el hombre en sí. Tal objetivación debe ser diferenciada del mecanismo por el que, para el sujeto masculino, la primera naturaleza y los demás sujetos masculinos surgen como relación objetiva. La tercera definición del sujeto, plenamente revelada sólo en la sociedad mercantil occidental, sería la siguiente: un sujeto es un actor determinado estructuralmente por el sexo masculino (48).

A partir de las definiciones proporcionadas hasta ahora, es posible reformular el propio concepto de dominación. La ausencia de sujeto de la dominación es la ausencia de sujeto de la forma del sujeto, que constituye una relación de acción y percepción objetivada y compulsiva. En esta relación, la naturaleza y los otros sujetos (y especialmente la mujer como seudonaturaleza) son rebajados a objetos, aunque no a partir de la subjetividad volitiva de la conciencia aparente del yo, sino de la inconsciencia de su propia forma. Este carácter compulsivo que se sedimenta en la dominación, o sea, en acciones represivas, no abarca sólo la relación externa del sujeto, sino también necesariamente su autorrelación. Pues como la extrañeza de la relación de acción y percepción es la extrañeza de aquello que es propio, esto es, la extrañeza de la forma propia, el sujeto es también incapaz de percibirse a sí mismo en su totalidad, y permanece restringido a la conciencia aparente del yo constituida por el fetiche. Una parte considerable de sí mismo tiene que volvérsele por tanto «mundo externo»: la autorrelación se vuelve una forma fenoménica de la relación con el exterior. O mejor aún, el dictado de la percepción que parte de la forma de conciencia inconscientemente constituida sólo abarca el «yo» del sujeto en la medida en que éste se comporta consigo mismo como posibilidad de reproducción formal (como objeto de la forma mercancía) y objetiva de las propias capacidades bajo este aspecto. El sujeto tiene por tanto que objetivarse a sí mismo y «autodominarse» en nombre de su forma propia inconsciente, al punto de ajustar maquinalmente su propio cuerpo, que es literalmente rebajado a máquina corporal en la más pura y exclusiva forma-fetiche del sistema productor de mercancías. Podemos formular entonces una cuarta definición del sujeto: un sujeto es un actor que se vuelve mundo externo para sí mismo y así se objetiva a sí propio.

El concepto de dominación recupera de este modo su dimensión crítica. En sus elaboradas configuraciones, las teorías subjetivas de la dominación, entre ellas también el marxismo y el feminismo, hace ya mucho tiempo que describieron en términos fenomenológicos los diversos planos y las formas fenoménicas de la dominación e intentaron captarlas en su contexto, sin poder no obstante desarrollar un concepto de tales manifestaciones. Si las antiguas teorías subjetivas de la dominación permanecían aferradas a una rígida separación dicotómica entre «dominantes» y «dominados», ya que, desde el punto de vista de los «dominados» (pueblo, clase trabajadora, naciones oprimidas, mujeres, etc.), la «dominación» parecía ser algo externo y palpable, los proyectos más recientes y elaborados toman en consideración el hecho de que los propios «dominados» contribuyen a la dominación, ejerciendo incluso funciones de dominación para consigo mismos.

El intento más primitivo de explicación consiste en las diversas variantes de la «teoría de la manipulación», según la cual los «dominantes», por medio del control externo de la conciencia a través de la religión (cfr. para esto la vieja idea ilustrada del «engaño clerical») y hoy a través de los media, de la publicidad, de la «propaganda engañosa», etc., manipulan la conciencia de los «dominados» y los obligan a actuar contra sus «verdaderos» intereses. Más tarde, proyectos más meditados empezaron incluso a hablar, apoyados en el psicoanálisis, de una internalización psíquica de la dominación en los dominados. Como aquí ya no se trata de un super-sujeto manipulador, que supuestamente ejerce el control último, tales proyectos se aproximan más al problema de la dominación sin sujeto, en la medida en que el inconsciente en general se inserta en el contexto de la teoría de la dominación. Sin embargo, esta reflexión se limita en gran parte a mecanismos psíquicos de autosumisión, sin que el concepto subjetivo y sociológico sea fundamentalmente superado o reemplazado. Por lo tanto, corre el riesgo de deslizarse hacia la afirmación estructuralista y de la teoría de los sistemas.

Sólo cuando el concepto de inconsciente sea elevado hasta el nivel reflexivo de la forma común a todos los miembros de la sociedad, y por tanto de la constitución del fetiche, se podrá alcanzar el concepto de dominación sin sujeto, sin caer en un nuevo déficit explicativo. El inconsciente como forma universal de la conciencia, como forma universal del sujeto (con la reserva sexual descrita más arriba) y como forma universal de reproducción de la sociedad se objetiva en la figura de categorías sociales (mercancía, dinero), sin exceptuar a ningún miembro de la sociedad, pero por ese mismo hecho es una particularidad inconsciente del propio sujeto. En el interior de esta constitución social inconsciente, resultan de dichas categorías «funciones», códigos, conductas, etc., por medio de las cuales surgen tanto la «dominación ajena» como la «autodominación» en diversos grados y diversos planos.

La «dominación del hombre por el hombre» no debe por tanto ser entendida en su tosco sentido externo y subjetivo, sino como constitución omnicomprensiva de una forma compulsiva de la propia conciencia humana. Represión interna y externa se hallan en el mismo plano de codificación inconsciente. Dominación de las tradiciones, poder militar y policial, represión burocrática, «coerción muda» de las relaciones, reificación, autorreificación, autoviolación y autodisciplina, opresión sexual y racial, auto-opresión , etc., son sólo formas fenoménicas de una única y misma constitución de la conciencia fetichista, que lanza una red de «poder» y por tanto de dominación sobre la sociedad. El «poder» no es nada más que el fluido universal y penetrante de la constitución del fetiche, la forma fenoménica tanto interna como externa –presente desde siempre– de la propia inconsciencia formal.

El concepto de dominación no debe así ser meramente descartado para en su lugar erguir el concepto de constitución del fetiche, que rebajaría al sujeto y sus declaraciones a una simple marioneta. Más bien, el concepto de dominación y su concepto mediador «poder» deben ser deducidos como conceptos de la forma fenoménica universal de las constituciones del fetiche, que a su vez se manifiestan tanto práctica como sensiblemente como espectro de la represión o autorrepresión en diversas formas y en diversos planos. La forma de sí mismo inconsciente a la conciencia se manifiesta como dominación en todos los planos. En la figura de la dominación, el sujeto como ser constituido por el fetiche toma contacto real consigo mismo y con los otros. Las categorías objetivadas de la constitución forman así el (respectivo) patrón o matriz de la dominación.

El sistema productor de mercancías entra hoy en su estadio maduro de crisis, y la autocontradicción de la constitución del fetiche se agrava hasta los límites de lo insoportable. La consecuencia no es la disolución apacible en el metaconocimiento, sino el asombro ante tal metaconocimiento, el temor frente a la disolución del sujeto y el apego (que bordea el ululante desvarío) a códigos de la forma inconsciente de la conciencia. En tales condiciones, el «poder» se concentra nuevamente hasta el extremo. La represión externa de la fuerza estatal y de la adminiración burocrática y misantrópica de la crisis cristaliza, siguiendo el ejemplo de la competencia mutuamente excluyente y de la fuerza bruta, en los planos de la criminalidad, del odio político, seudopolítico, racista o étnico y de las relaciones pedagógicas y entre los sexos: la «coerción muda» de los criterios fetichistas de éxito cristaliza como autorrepresión de los individuos, que los obedecen ciegamente.

11.

¿Cuáles son entonces las consecuencias universales del concepto de dominación sin sujeto? En primer lugar, se ha de comprender el alcance del concepto de emancipación a ser ahora formulado. No se trata sólo de una superación de la relación capitalista como tal, sino al mismo tiempo de la superación de la «prehistoria» en general, esto es, de la «prehistoria» en el sentido marxista, que abarca todas las formaciones sociales hasta hoy, incluida la nuestra. El marxismo ya tuvo cierta noción de esto, sobre la base de esta declaración de Marx, pero se deslizó hacia un concepto subjetivo y sociologista de dominación, con lo que la formulación del problema permaneció forzada e insatisfactoria.

La «clase trabajadora» debería superar no sólo la dominación de la «burguesía», sino también la dominación en general del hombre por el hombre. La autonegación de este programa se mostró por un lado en el hecho que la superación de la prehistoria tenía que darse bajo el imperio del «trabajo» abstracto, o sea, desde el «punto de vista del trabajo» y su universalización –un programa que no excede aún el horizonte del sistema productor de mercancías. Por otra parte, sin embargo, la superación de la dominación (de conformidad con el imperio del «trabajo» abstracto) debía ser realizada justamente a través de la «dominación de la clase trabajadora», lo que conduciría en el este y en el sur, bajo los presupuestos de la modernización tardía, a la dictadura sobre la clase trabajadora por parte de una burocracia representativa. En Occidente, así como en otras regiones del mundo, el desarrollo no estaba aún maduro para la superación de la constitución del fetiche, de la forma-mercancía, del «poder» y de la dominación. Tal situación correspondía a la reducción teórica del concepto de dominación y al apego a las ilusiones ilustradas.

Solamente bajo las actuales condiciones de una crisis objetivamente madura del sistema productor de mercancías globalizado, que hace de la transición hacia una segunda barbarie una amenaza directa, el concepto de dominación puede (y debe, so pena de colapso) no sólo ser introducido, sino también efectivamente puesto en el orden del día como objeto de superación, lo que implica al mismo tiempo la superación de la prehistoria. Irónicamente, esto significa la superación del propio marxismo, en la medida en que sólo ahora los momentos renegados de la teoría de Marx (y no desarrollados coherentemente por el propio Marx) pueden volverse relevantes en términos prácticos y por tanto teóricos (49).

Esto significa también que la superación de la prehistoria debe ser teóricamente concretada. Desde este punto de vista pueden desentrañarse algunas dificultades no sólo de la filosofía de la historia, sino también de la mayoría de las concepciones teóricas modernas. En todos los proyectos sociológicos, el momento ahistórico que se repite con gran obstinación y, como ya fue señalado, se presenta tanto en Rousseau y Kant como en el psicoanálisis y en las concepciones más recientes del estructuralismo y de la teoría de los sistemas (y que también está contenido en la ontología del trabajo de Marx), recibe su justificación relativa a través del enorme cuadro histórico de la «historia de las relaciones fetichistas» común a todas las formaciones sociales hasta el día de hoy. En un plano teórico y elevado de abstracción, siempre vuelven a aparecer necesariamente determinados problemas que se ligan en parte a la actual historia humana (y bajo el influjo por tanto de las formaciones prehistóricas difícilmente reconstituibles, que de ninguna manera pueden ser equiparadas a los «pueblos salvajes» aún existentes en la modernidad), y en parte a la historia de las culturas elevadas (creadoras de plus-producto), desde el reino egipcio o formas análogas hasta el sistema capitalista mundial de hoy.

Mientras el horizonte de la prehistoria en el sentido marxista no sea superado, persistirá en este contexto del desarrollo humano la formulación de ontologías o seudo-ontologías. Tal es por ejemplo la «relación sujeto-objeto» en relación con la naturaleza –aunque se manifieste en grados y formaciones extremadamente diversos– para toda la transformación humana. Tal es también el «trabajo», al menos para la historia de las civilizaciones productoras de plus-producto (50). La predisposición ontológica de las categorías básicas de la existencia humana se extingue sin embargo cuando (y en la medida que) el horizonte de la constitución del fetiche es superado. Dicho de modo enfático: estaríamos entonces ante un segundo «despertar de la humanidad», sólo comparable a la diferenciación del hombre en relación a la mera constitución biológica (animalesca). La superación de la segunda naturaleza posee el mismo alcance que la superación de la primera naturaleza. «Superación» se refiere obviamente al plano de la acción y de la conciencia, y no al vínculo biológico y fisiológico del hombre con la naturaleza. Del mismo modo que la historia de la prehistoria se inició con la marcha sumamente larga después de la diferenciación en relación con el mundo animal, así también se inicia con el colapso del sistema productor de mercancías y la diferenciación en relación con la constitución del fetiche la larga marcha de una «segunda historia». De la misma manera que el sustrato animal en la «primera historia» (la historia de la primera naturaleza) no desaparece simplemente, y además jamás desaparecerá por completo, así también el sustrato secundario de la constitución del fetiche en la «segunda historia» no desaparece sin dejar rastros, sino que continuará actuando como momento sedimentado, como en el caso de la primera naturaleza. Pero superación significa también eliminación y supresión, un «liberarse» –y en este sentido la ontología actual será superada. Esta idea tiene que tomar la delantera en la vanguardia de la superación.

Pero conviene recordar: la diferenciación en relación con la segunda naturaleza contiene una distinción fundamental respecto a la diferenciación en relación con la primera naturaleza. De hecho, ella ya no puede ocurrir a espaldas de los hombres como concentración reguladora de efectos secundarios imprevistos. El segundo hombre, al revés del primero, no puede «surgir», sino que se tiene que crear a sí mismo de manera consciente. Tiene que alcanzar la conciencia de su propia sociabilidad, de la misma forma que en la primera historia constitutiva alcanzara una creciente conciencia en relación con la primera naturaleza. Conciencia, por supuesto, de un tipo diferente y más elevado, pues la conciencia como autoconciencia es algo fundamentalmente diferente del simple control o «dominación» en relación con cosas naturales. Como la relativa conciencia respecto a la primera naturaleza fue adquirida con la constitución del fetiche de la segunda naturaleza, su inconsciencia retroactuó también sobre la relación consciente del sujeto respecto a la naturaleza-objeto. Hoy la propia relación social «tiene que pasar por la cabeza», y es imposible que esto sea la repetición mecánica de la transformación del sujeto en relación con la primera naturaleza. La autoconciencia social modificará por tanto fundamentalmente la propia relación con la naturaleza, ya que «cabeza» no debe ser entendido aquí como lo opuesto a «vientre» o sentimiento, sino como conciencia en la que se incluye el plano de los sentidos.

¿Será incluso posible la segunda constitución del hombre? En la abstracción histórico-filosófica, la tarea parece gigantesca y casi insoluble. Pero del mismo modo que, con toda verosimilitud, la diferenciación respecto a la primera naturaleza sería representable sobre la base de los primeros pasos aislados y tal vez hasta parezca tremendamente fácil (por ejemplo como el juego «imitativo», preñado de símbolos y abstracción, con los elementos comunicativos, como supone Lewis Mumford) (51), así también la diferenciación respecto a la segunda naturaleza será representable por pasos o tareas realizables en el plano de la vida social. Serán las propias y tangibles posibilidades humanas y sociales (conocimiento natural y social, reflexión, comunicación en red), bajo el manto de la última y más elevada constitución del fetiche productor de mercancías, las que posibilitarán e incluso sugerirán el paso más allá de la segunda naturaleza.

Este paso no es sin embargo una simple posibilidad de elección que pueda ser abandonada. La crisis creada inconscientemente por la segunda naturaleza ejerce una presión cada vez mayor para que se ose dar un salto aparentemente arriesgado. De hecho, el riesgo de seguir viviendo bajo el imperativo formal de la segunda naturaleza comienza ya a sobrepasar, ante nuestros ojos, el riesgo del salto más allá de la segunda naturaleza. Es la ironía de la constitución humana: el problema de la segunda transformación del hombre se entrecruza forzosamente aún con las relaciones coactivas de la primera. El hombre inconsciente de sí mismo, por la propia forma de conciencia y reproducción inconscientemente constituida, se fuerza a sí mismo a abandonar y superar su propia inconsciencia. Quizás esta constatación se comprenda mejor como el desciframiento de aquello que Hegel denominó crípticamente aún como «astucia de la razón».

Pero obviamente no existe ninguna garantía de que la superación tenga éxito. El salto puede no ocurrir, llegar muy tarde, ser muy corto, errar el blanco. El ser humano también se puede destruir a sí mismo, y el sistema productor de mercancías y la relación capitalista dispone en su arsenal de todos los medios para ello y desarrolla todas las tendencias en esa dirección. Los denominados conservadores, cuyas filas se engrosan cada vez más con viejos críticos sociales (apegados a viejos patrones de conflicto), son hoy conservadores justamente en relación al carácter absurdo y autodestructivo de la sociedad de mercado total, y por eso ya no son «mantenedores», sino enfermos sacerdotes de la aniquilación. Tal vez esta aniquilación no sea necesariamente tan absoluta y física como se imaginaba en los apocalipsis atómicos, aunque tampoco esta versión deba ser descartada del todo. Pero aun más perverso y cruel sería pasar del sistema productor de mercancías a la segunda barbarie, como hoy ya se puede observar en muchos fenómenos.

Barbarie es obviamente una metáfora para un acontecimiento que todavía no dispone de un concepto. El término es de origen eurocéntrico y fue reiteradamente utilizado en el contexto de denuncias europeas de sociedades no-europeas y premodernas. Se trataba, en este sentido, de la destrucción de otras culturas. Ahora, sin embargo, ese concepto debe ser aplicado a la propia formación –nacida en suelo europeo– del sistema productor de mercancías, y en este contexto su aplicación puede estar justificada. A pesar de su aparente superioridad, la sociedad occidental liberó desde sus impulsos históricos de afirmación potenciales inéditos de barbarismo: de la Guerra de los Treinta Años, pasando por la historia del colonialismo y de la acumulación primitiva hasta llegar a la época de las Grandes Guerras y a las destrucciones actuales en el terreno social y ecológico, se extiende por la modernización una huella de barbarie, siempre compensada o incluso temporalmente alternada con conquistas civilizadoras. Este carácter bifronte de la modernidad occidental llega hoy a su fin. Los propios momentos civilizatorios se transforman en su contrario y se vuelven momentos de la segunda barbarie. Libertad e igualdad, democracia y derechos humanos empiezan a mostrar los mismos rasgos de deshumanización del sistema de mercado que les sirve de base.

El motivo de ello está en la cualidad peculiar e insidiosa de la constitución secularizada del fetiche de la forma-mercancía. La forma-mercancía como forma universal de la conciencia, del sujeto y de la reproducción amplió realmente, por un lado, el espacio de la subjetividad más allá de todas las formas premodernas, pero, por otro, suscitó precisamente por eso en su carácter inquebrantable como forma-fetiche inconsciente una liberación cultural que ahora, con su totalización espacial y social en el planeta, liberó de manera definitiva el momento monstruoso siempre latente en esa constitución y temporalmente manifiesto en sus crisis de afirmación. Tal monstruosidad reside en la abstracción sin contenido del fetiche de la forma-mercancía, manifiesta como total indiferencia de la reproducción por todo contenido sensible y como igual indiferencia mutua de hombres abstractamente individualizados. Al término de su desarrollo y de su historia de afirmación, la forma-mercancía total produce seres deshumanizados y abstractos, que amenazan con regresar a un estadio pre-animalesco. La liberación respecto a la primera naturaleza persiste, aunque la constitución última y superior del fetiche de la forma-mercancía universal amenaza con producir en su colapso objetivado un desprecio a las reglas, al mundo y al hombre sin norte. La liberación respecto a la segunda naturaleza puede ocurrir también en términos negativos, como liberación ciega y suicida, que resulta de la creciente capacidad de reproducción del régimen de la sociedad mercantil. El ser doblemente liberado y sin los cauces de la primera y de la segunda naturaleza, aunque permanezca ciego en su inconsciencia propia, asumirá forzosamente rasgos perversos y repugnantes, para los cuales ya no servirá la comparación con el mundo animal. Los preanuncios de este colapso cultural son ya mundialmente visibles, y no por azar se manifiestan sobre todo como negligencia moral y cultural de un número creciente de jóvenes. La conciencia conservadora del fetiche, inclusive la llamada «izquierda», no quiere admitir tal potencial social destructivo de su propia forma de conciencia y reproducción, y fracasa en su débil e hipócrita campaña ética, que apunta a mantener intacto el momento constitutivo central de la barbarie, o sea, la propia forma social de la mercancía. Con esto, la cuestión decisiva queda aún abierta al final de la modernidad, pero las constricciones propias de la crisis y el colapso crecen permanentemente.

12.

La crítica fundamental de la dominación aparece también como «radical» en su nueva figura meta-reflexiva de una crítica de la dominación sin sujeto. Y ello con razón, pues, como es sabido, la radicalidad denota un procedimiento que desciende «hasta las raíces». Al no confundirse tal procedimiento con una ideología militante rabiosa (o heroico-existencialista), que precisamente no alcanza las raíces de las relaciones, la crítica radical deberá ser exigida con mayor razón bajo las nuevas premisas. Sin embargo, esa nueva radicalidad no ha de ser separada críticamente sólo de las ideas sobre un procedimiento «radical» que se aferran a la lógica inmanente (y constituida por el fetiche) del «punto de vista del trabajo» y de la «lucha de clases», sino también de las ideas sobre el objetivo social del radicalismo crítico hasta hoy.

La meta trascendente tanto de las concepciones utópicas como de las marxistas fue siempre la superación (supuesta) de la moderna relación capitalista mediante otra forma universal y abstracta de reproducción social. O mejor, esto fue un axioma bastante obvio de la crítica social, una suposición implícita que no era tematizada explícitamente, pues el problema esencial de la forma de la constitución universal del fetiche aún no se había alzado al contexto reflexivo del pensamiento crítico. Mucho se especuló sobre la forma anhelada de una sociedad solidaria, «justa», etc., más allá del capitalismo; todos los intentos, sin embargo, reproducían de algún modo la universalidad abstracta de la forma mercancía, sea como relaciones de intercambio y producción «empresariales» o análogas al mercado –relaciones éstas pensadas como «naturales»–, sea explícitamente como la producción alternativa (o alternativamente regulada) de mercancías. La meta de una forma alternativa, abstracta y universal (además de supuestamente superadora) que entonces regiría –en aparente oposición a la forma capitalista– para todos los miembros de la sociedad y para todos los momentos de la reproducción social, implicaba lógicamente la amenaza de dictadura, no importa con qué fundamentos o justificaciones (52).

Bajo las premisas de la crítica del fetichismo y de la superación de la segunda naturaleza, el problema tiene que ser formulado de una manera completamente distinta y sorprendente para el pensamiento inmanente. De hecho, ya no se trata ahora de la «instalación» de una nueva forma abstracta y universal, sino más bien de la superación de la forma social abstracta en general. Esto no significa obviamente que no haya más instituciones sociales y que la sociedad se reproduzca arbitrariamente en el sentido de una contingencia caótica. La conciencia social constituida por la forma imagina espontáneamente la superación de la «forma en general». Sin embargo, se debe lamentar que la «forma», en el interior de la segunda naturaleza, sea la forma (correspondiente) de conciencia y reproducción universal inconsciente de sí misma, sobre la cual la conciencia aparente del yo y por tanto las instituciones sociales no tienen poder alguno. En este sentido, la forma codifica todas las acciones e impone la ciega «normatividad» de la (correspondiente) segunda naturaleza. La superación de la segunda naturaleza es con ello necesariamente la superación de esa forma o, en los términos de la abstracción teórica, la superación de la «forma social en general».

Pues cuando la conciencia y la acción práctica y social no se sometan más a una forma inconsciente a la conciencia y a su normatividad objetivada, ya no podrá surgir en ese plano una nueva determinación formal (53). Lo que hasta entonces seguía un ciego mecanismo normativo debe ser transpuesto a la «conciencia consciente» de los hombres –la autoconciencia. Esta transformación tal vez sea más fácilmente imaginable sobre la base de aquellos momentos de la reproducción social que hasta ahora recibieron el nombre de «economía» (54). La crisis socio-ecológica en el terreno negativo y el pensamiento en red en el terreno positivo sugieren que no se dé más libre curso a las intervenciones en la naturaleza y en la sociedad según un principio universalmente válido (forma-dinero, rentabilidad), sino que más bien éstas sean seleccionadas de acuerdo con criterios sociales y ecológicos, atendiendo al contenido sensible de la intervención y a su alcance. Semejante diferenciación, que se volvió inevitable so pena de la creciente amenaza de catástrofe, con todo sólo puede ser realizada prácticamente por medio de una vinculación directa entre los procesos de decisión social y el contenido sensible de la reproducción, y ya no más codificados y filtrados por una forma inconsciente. Para tal proceso de decisión son necesarias naturalmente instituciones («consejos», «mesas redondas» o cualquiera sea el nombre que se les dé), organizados como un conjunto en red y (por lo menos en la época del proceso social de transformación más allá de la forma mercancía) responsables de ciertos criterios de decisión. En el futuro, sólo cum grano salis se podría hablar así de un «contrato social», aunque el propio concepto de «contrato» constituya una parte de la forma jurídica (55), y por tanto del mundo de la mercancía.

Es interesante puntualizar que las condiciones de desarrollo global a finales del siglo XX simplemente ya no permiten más someter todos los ramos de reproducción y todas las regiones, todos los vínculos y todas las relaciones a un único y mismo principio ciegamente formal. «Imaginar» y poner dogmáticamente en práctica social, según un único criterio formal (como lo exige la constitución universal del fetiche), el turismo y la producción de masas, la construcción civil y la enfermería, el destino de los residuos y la autoestima personal, la pintura de cuadros y el juego del fútbol es una consumada locura. En lugar de la forma de conciencia y reproducción universal (válida para todos y para cada uno), por la cual el hombre «es socialmente hecho» pero que se sitúa fuera del alcance de su conciencia y por tanto de su control, tiene que surgir una «deliberación» consciente y una conducta organizada, tratadas de acuerdo con las necesidades materiales y sensibles del turismo, de la enfermería, de la producción de masas, etc. No existirá más un «principio» universal (rentabilidad, «capacidad de riesgo» en la forma-fetiche dinero) que guíe de manera independiente de la conciencia el empleo de los recursos sociales.

De modo general, se puede decir que lo que hasta ahora fue forma inconsciente de la sociabilidad tendrá que desaparecer y ser sustituido por la comunicación directa entre los hombres, de una manera mucho más organizada y ligada en red. La «forma» inconscientemente reguladora será sustituida por la «acción comunicativa» (Habermas) de los hombres, que reflexionarán conscientemente su propia sociabilidad y sus acciones sociales, organizándolas sobre esta base. Si nos servimos una vez más de la analogía de la primera y segunda naturaleza, la transformación sería idéntica a la superación del «instinto» en el plano de la segunda naturaleza. En la «prehistoria» que dura hasta hoy, la liberación en relación con los instintos animales fue adquirida junto a la formación de instintos secundarios (no menos inconscientes) que se sustentan en el código simbólico de la segunda naturaleza. La acción social no es así primariamente comunicativa, sino que sigue los seudoinstintos producidos por la constitución del fetiche. Sin embargo, la subjetividad, en relación con la primera naturaleza, desencadenó entretanto potencialidades que, con el posterior gobierno de los cuasi-instintos de la segunda naturaleza, amenazan con llevar a la humanidad al conocido destino de los lemmings/*. La «autopoiesis» del sistema productor de mercancías es el programa letal de la humanidad globalizada. Lo que parece suicidio colectivo no es otra cosa que el ciego imperio de los instintos reguladores, que bajo diversas condiciones conducen a la perdición.

Hace mucho ya que se hallan presentes los comportamientos, las concepciones, percepciones e ideas, desde el sistema de transportes hasta el acondicionamiento de los residuos, que en los ramos sociales de producción tienen en cuenta las exigencias materiales y sensibles del actual nivel de socialización y desarrollo productivo. Sin embargo, de modo aparentemente incomprensible, las percepciones compartidas por casi todos no pueden convertirse en acciones, toda vez que la forma universal inconsciente, al imponer la «autopoiesis» del sistema, prolonga su sobrevida fantasmagórica e impide a los hombres actuar conforme a sus percepciones. La propia forma de conciencia entra en contradicción con los contenidos de la conciencia.

Pero la completitud de la constitución del fetiche no es en modo alguno absoluta. Los contenidos y las percepciones de todas las esferas del pensamiento y de la acción están muy cerca de los límites de la inconsciencia formal como para que la contradicción entre forma y contenido de la conciencia pueda seguir oscurecida para la propia conciencia. Esto no sólo se revela en la conciencia socioecológica de la crisis. También en lo referente a las «regiones freudianas» ocurre una alteración. Los mecanismos del inconsciente y de su reflexión (por ejemplo, los conceptos de «represión» y de «proyección») pasan de la ciencia a la conciencia general, aunque muchas veces de una manera diluida y vulgarizada. El hombre medio actual no puede comportarse consigo mismo de un modo tan ingenuo e inmediato como hace algunas generaciones. Se esboza así una perspectiva en la cual el «inconsciente» se extingue poco a poco (aunque de modo contradictorio y hoy aún instrumental) y da comienzo un proceso en el que las «regiones» psíquicas ocultas del ello son traídas a la luz de la conciencia aparente. De manera inversa, el propio superyó empieza a perder su autonomía. También para la conciencia cotidiana se hace cada vez menos aceptable la ciega orientación según modelos preconcebidos e inculcados desde la infancia. Las normas morales, políticas y culturales tienen que ser probadas y analizadas en su alcance y plausibilidad. Desaparece tendencialmente el antiguo superyó automático (56). Incluso la lengua como sistema regulador ya no se encuentra inmune a la reflexión. La crítica del lenguaje realizada por feministas y la aplicación consciente de nuevas reglas lingüísticas, con las que los códigos «masculinos» serán desactivados, no es de ningún modo nada tan tonto como les gustaría suponer a algunos monopolistas (masculinos) del lenguaje y la teoría. En realidad, esto señala el comienzo de un proceso en el cual «el hombre ya no será más hablado», sino que tomará la iniciativa consciente en su desarrollo lingüístico (y no asentirá simplemente después y de modo inconsciente a las alteraciones producidas). Lo mismo vale para la crítica de las demás reglas lingüísticas (las racistas, por ejemplo).

Con todo, por más que la reflexión esté cerca de la constitución del fetiche, la transformación necesaria, con la cual la segunda naturaleza será superada, aún no encontró ningún principio decisivo. La cuestión de un «movimiento de superación» no está clara todavía, pues las fuerzas sociales no están formadas aún para ello; en su lugar, las soluciones continúan siendo buscadas dentro de la forma-mercancía (del sistema Estado-mercado), y por tanto en el mismo camino de los lemmings. En la antigua constelación, este problema habría suscitado la cuestión del «sujeto revolucionario». La crítica del aforismo del sujeto ilustrado es inevitable. Como no hay un sujeto (social) a priori de la forma-fetiche social y la esencia de la segunda naturaleza consiste justamente en su constitución sin sujeto, la propia superación de esta constitución no puede estar sustentada por un sujeto a priori socialmente definido, al estilo de la antigua concepción del sujeto «clases trabajadoras». Todos los sujetos sociales del sistema productor de mercancías son como tales «máscaras de caracteres» de la forma-fetiche. Un momento de superación no puede por tanto utilizar como motivo un mal «interés» inmanente y constituido a priori por la forma, sino más bien una crítica de la forma presupuesta de un interés ciego. Esto vale para «todos», y así todos pueden en principio constituir y portar «todo» este movimiento de superación. Semejante movimiento no transita por caminos trazados inmanentemente, sino a través de brechas del sistema productor de mercancías y en resistencia contra el proceso de barbarización. Sus portadores no pueden remitirse a un apriorismo ontológico (al «trabajo», por ejemplo), sino tan sólo a percepciones parciales aunque inevitables, en las cuales la conciencia rompe su propia cárcel formal. De este modo, el conflicto social no desaparece, sino que es reformulado en otro plano. En realidad, no se trata ahora de un antagonismo ciegamente constituido, en el cual cada miembro de la sociedad tiene ya su parcela designada por la constitución del fetiche incluso antes de tomar una decisión. Se trata más bien de un antagonismo en el que la crítica práctica de la forma-fetiche, por un lado, y el terco apego a su «normatividad» cada vez más absurda, por otro (la conciencia social superior, de una parte, y la conciencia codificada del lemming, de otra) se encuentran frente a frente.

Es grande la tentación de llamar «sujeto» al portador consciente de un movimiento futuro de superación, aunque ya no pueda ser un sujeto «en sí» preexistente y altivo frente a su tarea. Se trataría entonces de un sujeto no-apriorístico y autoconstitutivo en aquel plano ocupado hasta ahora por la forma sin sujeto e inconsciente. Pero el sujeto a priori (o sea, constituido inconscientemente) a ser descartado es el sujeto en general. Si el sujeto es desenmascarado como un actor inconsciente de su propia forma y que, en la tarea de poner el mundo externo como objeto, se objetiva a sí mismo y se define estructuralmente como «masculino» y «blanco», entonces la conciencia de la acción y la percepción más allá de la segunda naturaleza no puede tomar ya la forma de la subjetividad en el sentido actual, perdiendo así su connotación positiva y enfática. La metaconciencia más allá de la segunda naturaleza no es más una «subjetividad». Para la conciencia inmanente, de un modo paradójico y provocativo, la tarea histórica se resume en la siguiente fórmula lapidaria: la revolución contra la constitución del fetiche es idéntica a la superación del sujeto.

NOTAS

30. Los axiomas y códigos sociales son entonces definidos como naturaleza, esto es, la primera y la segunda naturaleza son equiparadas, a ejemplo de lo que aparece como ontologización en la teoría de los sistemas. Sin embargo, la naturaleza es justamente objeto por el hecho de ser reconocida en su insuperable «normalidad natural» sin sujeto. Lo que se ve rebajado a objeto es inaprehensible también como no-sujeto, ya que su «normatividad» como tal no es instrumentable, sino que permanece presupuesta a toda instrumentalización. El pensamiento instrumental supone por tanto la no instrumentalidad en el plano del ser-objeto.

31. La conciencia religiosa de la premodernidad no tiene aún problemas con esto. El sujeto exterior como dios o mundo divino, como mundo espiritual y animación de la naturaleza es una obviedad. Pero exactamente por eso la propia subjetividad del hombre es sólo embrionaria y todavía no puede haber un concepto de sujeto en el verdadero sentido, pues la propia naturaleza aún no es objeto, aún no es una ausencia de sujeto regular o calculable, sino que se halla guiada por sujetos o ella misma es sujeto (dicho en términos modernos: en el nivel en que éste aún no es formulable). La disociación entre sujeto y objeto todavía no ocurrió de modo consecuente o sólo en esbozo, y la naturaleza se muestra tan incierta como los hombres.

32. La relación capitalista es el primer y único modo de producción dinámico que se dinamiza a sí mismo y se transforma desde dentro. En este sentido, apunta hacia más allá de sí misma y empuja a la autosuperación, además de contener en sí toda la «prehistoria» y al mismo tiempo superarla. Las sociedades premodernas y no-europeas, a su vez, aunque se desarrollen, no dan lugar a ninguna dinámica autodestructiva en tal sentido.

33. De este modo, el problema es idéntico al de la modernidad y viene formulado en las categorías de la modernidad. El moderno sistema productor de mercancías fue el primero que elaboró en forma pura el dualismo sujeto-objeto. En las formaciones premoderna, el problema sería, como queda dicho, informulable. Pero allí se encuentra «latente», aunque no diferenciado. Tal vez se pueda decir que el dualismo sujeto-objeto representa la determinación universal y abstracta del modo funcional de la «segunda naturaleza» como un todo, pero que sólo en la historia de la «segunda naturaleza» sería diferenciado, para entonces ganar estatuto de conocimiento en la modernidad y así ser formulado.

34. El momento histórico aparece entonces sólo como prehistórico, esto es, como historia de la formación del hombre en general y de la cultura en general. En el interior del ser humano completamente formado, entretanto, tiene que ser supuesta una estructura básica ontológica y ahistórica como relación entre «la estructura del impulso y la sociedad» (Marcuse). Esta concepción no fue superada por los seguidores de Freud, y en última instancia tampoco por la Teoría Crítica, ya que la «base natural» de la «estructura del impulso» permanece intacta como supuesto punto de partida inevitable.

35. Sigmund Freud, Abriss der Psychoanalyse, Frankfurt, 1972, p. 9, ss.

36. La total negación de la base biológica es sin duda un disparate teórico. La ampliación ideológica del alcance de las determinaciones biológico-genéticas en el campo social, por el contrario, no es solamente disparatada, sino también sangrienta en sus consecuencias. Desde el siglo XIX, deformar fenómenos sociales a fin de tomarlos como determinaciones biológicas para la legitimación de matanzas segregacionistas fue un instrumento del nacionalismo, del racismo y del machismo. Esas seudoexplicaciones biológicas vieron la luz de forma más o menos grosera, sobre todo en el contexto de las crisis de afirmación del sistema productor de mercancías. Hoy también se puede prever esa coyuntura ideológica en la crisis mundial del sistema fetichista de la forma-mercancía. El sujeto-mercancía no quiere tomar conocimiento de su propia crisis formal, no quiere tocar su «segunda naturaleza», y por eso tiene que apelar de nuevo al regreso «científico» de la base biológica. La reflexión crítica de la sociedad en los años 70, aunque sociológicamente reductora, ha de ser asimilada a la ciencia natural y a la tecnología social. Científicos norteamericanos dicen por ejemplo haber descubierto que las personas de color son de hecho genéticamente más propensas a la criminalidad que los blancos. Tal concepción, que años atrás no habría provocado más que risas de burla, se pone nuevamente a debate con toda seriedad. Y si Freud vincula ese concepto de inconsciente de modo relativamente inmediato a la estructura biológicamente determinada, posteriormente el propio inconsciente ha sido negado como reino intermedio estructurado entre la base natural y la conciencia superficial. El periodista Dieter E. Zimmer es por ejemplo en Alemania un representante de esta regresión teórica que pretende derivar el problema de la conciencia directamente a las ciencias naturales (neurología, etc.) y sus métodos positivistas (cfr. Dieter E. Zimmer, Tiefenschwindel. Die Endlose und die beendbare Psychoanalyse, Reinbek, 1986).

37. Sigmund Freud, Abriss der Psychoanalyse, Frankfurt, 1972, p. 10 ss.

38. Más tarde, Hegel reprodujo el principio de este procedimiento, aunque lo haya historizado como evolución, con lo que perdió parcialmente el punto de partida crítico. O sea que expone, en la huella crítica de Kant, la historia y la fenomenología de la conciencia, pero pierde en gran parte la conciencia problemática en lo referente a la forma.

39. El problema reside en que Marx, sin darse cuenta, confunde dos planos y concepciones teóricas históricamente separados: ora la lucha de intereses interna al capitalismo (o lucha de clases), que puede ser concebida como el motor de la modernización por la forma-mercancía, ora la crisis y la crítica de la propia forma-mercancía (esto es, de la constitución del fetiche), que hoy entra en el campo de visión como algo «más allá de la lucha de clases». Los marxistas de los movimientos obreros y sus formas tardías, como el citado «Grupo Marxista», se pudieron siempre referir al «primer Marx», pero por eso mismo la problemática del «segundo Marx» tuvo que permanecer como un libro cerrado bajo siete llaves.

40. Así, para dar un ejemplo, en la formación del moderno sistema productor de mercancías la reproducción y la convivencia hace mucho tiempo ya que no están reglados por los códigos de la consanguinidad; con todo, este código no desapareció simplemente sin dejar huellas, sino que actúa desde el celo propio del moderno núcleo familiar hasta las formas jurídicas. También en este sentido se pueden constatar sedimentos arcaicos en diversos grados y deformaciones, lo que siempre trae consigo falsas ontologizaciones o incluso naturalismos.

41. Para las sociedades premodernas, esto sólo vale en la medida en que está desarrollada una estructura general de sujeto-objeto.

42. Los conceptos (propios de la teoría de los sistemas) de «autopoiesis» (autocreación o autoproducción) y «autorreferencia» no asumen el punto de vista del metaplano, pues, de acuerdo con esta jerga, «autopoiético» y «autorreferente» no es el sujeto que es entendido como simple error, sino el sistema sin sujeto. Con ello, la teoría de los sistemas lo único que hace es reproducir la lógica de los sistemas sin sujeto, sin poder criticarlos. El que la propia conciencia humana ascienda a este metaplano de la «autopoiesis» y así pueda superar la ceguera del sistema les parece imposible a los teóricos afirmativos del sistema o ni siquiera lo llegan a tener en cuenta. Además, es sugestivo que el concepto de «autopoiesis» haya sido introducido por el biólogo Humberto Maturana en el plano de las ciencias naturales y reinterpretado sin modificaciones por Niklas Luhmann (entre otros) en el campo de las ciencias sociales.

43. La «impureza» de la inmadurez del dualismo sujeto-objeto en el pasado premoderno es una eterna fuente seductora para resolver los dolores y la crisis de esta escisión en términos preterizantes y suponer en las sociedades premodernas (en especial en los llamados pueblos salvajes) una anhelada relación puramente simpática con la naturaleza. Este romanticismo no ve que la dicotomía sujeto-objeto no estaba completamente ausente en las formaciones primitivas, aunque estuviese mucho menos diferenciada. El hombre primitivo era menos capaz de percibirse separado de su ambiente que el hombre moderno, y por eso era incapaz de percibir sus objetos como separados de determinadas situaciones o constelaciones, o sea que su capacidad de abstracción era (y lo es aún hoy en muchas regiones del mundo y en ciertas poblaciones) menos desarrollada. Esta deficiencia en la capacidad de diferenciación es sin embargo lo opuesto absolutamente a la capacidad de ascender a aquel metaplano a partir del cual la dicotomía sujeto-objeto puede ser superada y todo el complejo, percibido conscientemente. Estamos por tanto menos cerca de un creciente «nunca-más» que de un decreciente «todavía-no» (Bloch), hasta que se alcance el umbral cuya transposición significa la superación de la constitución en general del fetiche. El menor grado de desarrollo de la dicotomía sujeto-objeto implica obviamente, sin embargo, una mayor inconsciencia en las relaciones naturales y sociales. Lo que parece una relación simpática es en verdad una acción constituida por el fetiche. Con esto, no está excluido de ningún modo el hecho de que, con el desarrollo de la capacidad de abstracción, se pierdan también los marcos y las habilidades del saber.

44. Niklas Luhmann, Archimedes und wir (compilación de entrevistas), Berlín, 1987, p. 164.

45. En cierto modo, se puede hasta decir que en este punto Luhmann vuelve a ser hegeliano. Para Hegel, de hecho, la «superación» no ocurre en la práctica, sino simplemente en la cabeza del observador cognitivo. La historia como retorno a sí del espíritu universal tiene por tanto que acabar en el concepto inmanente, de manera que Hegel, con toda inocencia, puede decir que el conjunto de la filosofía termina con él, y la praxis, con el Estado prusiano. Implícitamente, también Luhmann esgrime esta pretensión (aunque de una forma aparentemente más modesta) para un determinado plano cognitivo de la funcionalidad sistémica. A diferencia de Hegel, y en la huella de la tradición positivista, el «sentido» y la historia se hallan eliminados para Luhmann (o rebajados a meros objetos de una metarreflexión funcionalista). Así se vuelve compatible con el Fin de la historia de Fukuyama, justamente por el hecho de que, en la teoría, no insiste de manera enfática y «plena de sentido» en la democracia y en la economía de mercado, sino que más bien acepta con fina ironía el vacío funcionalista de sentido de las instituciones occidentales.

46. No es por azar que Luhmann intente redefinir el concepto de contradicción sistémica de la sociedad para volverlo inofensivo, al referirse por ejemplo a la contradicción entre el concepto lógico y el tradicional (o sociológico) de contradicción y afirmar que, en sentido lógico, ni la competencia ni el antagonismo entre «capital» y «trabajo» son una contradicción (cfr. Niklas Luhmann, Soziale Systeme. Grundriss einer allgemeinen Theorie, Frankfut, 1987, p. 444, ss). Pero con esto sólo destruye la ideología inmanente del sujeto, sin librarse no obstante de ella. De hecho, en el metaplano de la «autorreferencia sistémica» (a diferencia de la contradicción de clases inmanente y funcional al sistema), se puede formular perfectamente una autocontradicción lógica y práctica ya no «diferenciada» de la relación capitalista, a saber, la autodestrucción del «valor» por el ciego proceso sistémico de la competencia y la cientifización –proceso éste que, sin sujeto usurpador o justamente como «sujeto automático», conduce al colapso histórico y a la necesidad de la autosuperación práctica del sistema (reflexionada fenomenológicamente en términos reductores en el discurso de la «crisis de la sociedad del trabajo»). Toda la fuerza de Luhmann reside solamente en el hecho de que utiliza la contradicción social inmanente al capital como estribillo, pretendiendo de este modo llevar el concepto de contradicción sistémica al plano de la sociabilidad en general como simple «forma de autorreferencia específica e inmanente» a la funcionalidad del sistema.

47. Hago referencia aquí, de forma resumida, al «teorema de la escisión» de Roswitha Scholz. Cfr para detalles Roswitha Scholz, «Der Wert ist der Mann. Thesen zu Wertvergesllschaftung und Geschlechterverhältnis», en Krisis, 12, Beiträge zur Kritik der Warengesellschaft, Bad Honnef, 1992, pp. 19-52. Traducción portuguesa de José Marcos Macedo, «O Valor é o Homem [El valor es el hombre]. Teses sobre a socializaçao pelo valor e a relaçao entre os sexos», publicada en San Pablo, Novos Estudos-CEBRAP, nº 45, julio de 1996, pp. 15.36.

48. Esto no significa en modo alguno que las mujeres empíricas no puedan ocupar la posición de sujeto: sin embargo, tienen que asumir rasgos estructuralmente «masculinos», lo que a su vez lleva a conflictos con el papel atribuido a las mujeres. Tal contradicción se agrava hoy de manera particularmente explosiva –junto con la relación sujeto-objeto en general– en la crisis del evolucionadísimo sistema fetichista de la moderna producción de mercancías.

49. Esto se puede entender perfectamente como una nueva «revisión» de la teoría de Marx, aunque diametralmente opuesta a aquella de comienzos del siglo XX. Si entonces el revisionismo bernsteiniano y el reformismo sindical reflejaban aún la inmanencia capitalista del movimiento obrero y sus tareas dentro de un campo de fuerzas ascendente en la producción de mercancías, hoy la crítica de la forma-mercancía que se ha vuelto insostenible no sólo tiene que ser formulada de forma más concreta que en Marx, sino que también tiene que ser desvinculada como crítica de la dominación sin sujeto del paradigma del «punto de vista del trabajador» o «de la clase». Ambas «revisiones» reflejan tanto el nivel diferenciado de desarrollo del sistema productor de mercancías como la contradicción y la doble base de la teoría de Marx, que de acuerdo con su posición histórica contiene en sí otro momento: por un lado la tarea inmanente de modernización y por otro la crisis y la crítica al término del proceso de modernización.

50. A diferencia de una relación sujeto-objeto siempre embrionaria con los objetos naturales, el «trabajo» no debe ser considerado como concepto ontológico para todo el proceso de transformación humana hasta hoy. Sólo en las culturas elevadas el «trabajo» fue diferenciado como esfera particular (en la figura de una «abstracción real» sustentada por los esclavos), y sólo en el sistema productor de mercancías de la modernidad esa abstracción real llega a una universalización y se convierte en el momento central de la constitución del fetiche.

51. La convergencia del juego en ritual podría haber cumplido así un papel decisivo en la constitución de la segunda naturaleza. Cfr. Lewis Mumford, Mythos der Maschine, Frankfurt, 1977. Aunque el proyecto de Mumford sea criticable en muchos aspectos, esta idea tiene más consistencia bajo el aspecto (no tematizado por el propio Mumford) de la constitución del fetiche y de la segunda naturaleza que el proyecto «materialista» y aprisionado dentro de la ontología del trabajo, el cual (por ejemplo en Engels) elude completamente el problema del fetiche y de la forma de la conciencia.

52. El pensamiento utópico se mantuvo siempre compatible con la historia de afirmación de la forma-mercancía total y con sus formas dictatoriales, aunque no fuese absorbido por ellas. Así, el marxismo se convirtió en la ideología de legitimación de las formas de una modernización tardía en el horizonte de una socialización por la forma-mercancía. De la misma manera que el problema de la forma abstracta y universal generó siempre nuevos ropajes del sistema productor de mercancías, así también el problema de su implementación forzada generó siempre nuevas alusiones a la dictadura, que apuntan al carácter compulsivo de la constitución irreflexiva del fetiche. El liberalismo y su crítica de la dominación se refieren a una internalización total de las exigencias de la forma mercancía, esto es, a la dominación sin sujeto (hoy emprendida y realizada) de la forma-mercancía total, que es supuesta ciegamente como «sistema de reglas del juego» y que –en un tipo ideal– ya no necesita de ningún poder coactivo externo. En este sentido, el liberalismo representa la más abyecta legitimación de la llamada «dictadura de las necesidades», que siempre contiene el momento de la dominación sin sujeto y forma parte del mismo continuum histórico que el utopismo y el marxismo.

53. Fue Rosa Luxemburgo quien, después de Marx, formuló y postuló por primera vez para el ámbito de la economía política la idea de que una sociedad poscapitalista ya no podría tener «una economía política». Más tarde, obviamente, sería ridiculizada por los marxistas oficiales, pues el marxismo pensó siempre «en el interior» de las categorías de la economía política del moderno capitalismo y nunca «contra» ellas.

54. La superación de la forma-mercancía no es un simple procedimiento interior a la «economía», sino más bien la superación de la forma universal de conciencia y reproducción. La concreción de la idea de Rosa Luxemburgo significaría así que, junto a la economía política», sería superada también la separación social entre las esferas. De hecho, el sistema productor de mercancías fue el primero en diferenciar la sociedad en esferas opuestas y autónomas entre sí o en «subsistemas» (en la jerga de la teoría de los sistemas) del tipo política y economía, trabajo y tiempo libre, ciencia y arte, etc., reunidos por la totalidad de la forma fetiche en la figura de la conciencia constituida por la forma-mercancía.

55. La forma jurídica es un momento derivado de la forma-mercancía y es parte del contexto general funcional de la constitución del fetiche. En la forma del derecho (o en sus formas básicas y embrionarias en las sociedades premodernas), los hombres se relacionan directamente entre sí sólo de modo secundario, o sea, en relaciones internas al contexto ya constituido por el fetiche, que son meras relaciones interactivas y conflictivas de «máscaras de carácter» (Marx) ciegamente confeccionadas. Las leyes y decretos aislados son «hechos» por sujetos humanos (instituciones), pero no la forma jurídica como tal, que se impone inapelablemente como momento de la forma-mercancía y se sitúa «más allá» del «libre arbitrio» por ella constituido, como Kant fue el primero en observar. Esto basta ya para mostrar que el lema de los «derechos humanos» no tiene nada de libertario, pues sólo sirve para oscurecer el verdadero problema (de la propia constitución del fetiche).

* En su forma europea, estos mamíferos roedores son muy conocidos por sus cíclicas migraciones en masa, que muchas veces continúan dentro del mar, donde un gran número de ellos se ahogan. [N. del T. español.]

56. Sin duda, tal desarrollo es particularmente peligroso en la crisis de la no superada sociedad mercantil y amenaza con transformarse en un momento de barbarie. De hecho, mientras la progresiva extinción del superyó no esté acompañada por la construcción simultánea de una estructura de acción y reproducción comunicativa, no pautada por la forma-mercancía, llevará sólo a la liberación del sujeto-mercancía y de los potenciales destructivos. Esta tendencia ya intentó una crítica retrógrada que desea revivir nuevamente (y quizá por última vez) los «valores» conservadores de la vieja burguesía (desde el «amor a la patria» y la «obediencia a los padres y profesores» hasta la ética del trabajo) y por tanto la antigua estructura del superyó –un esfuerzo tan inútil como absurdo y reaccionario.

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Robert Kurz
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Robert Kurz (1943-2012) estudió filosofía, historia y pedagogía. Fue cofundador y editor de la revista teórica: EXIT-Crítica y crisis de la sociedad de la mercancía ("EXIT-Kritik und Krise der Warengesellschaft" ). El área de sus obras incluye la teoría de la crisis y la modernización, el análisis crítico del sistema del mundo capitalista, la crítica del iluminismo y la relación entre cultura y economía. Su libro El Colapso de la modernización (1991), editado en Brasil, así como O Retorno de Potemkine (1994) y El último combate (1998) provocaron una fenomenal discusión, no solo en Alemania. Recientemente publicó Schwarzbuch Kapitalismus (El Libro Negro del capitalismo) en 1999, Weltordnungskrieg (La guerra del ordenamiento del mundo), Die Antideutsche Ideologie (La ideología antialemana) en 2003 y Blutige Vernunft (La razón sangrienta) en 2004. Nota: esta cuenta de autor es controlada por la administración de Breviarium.digital y fue creada con el objeto de dar crédito por el texto y facilitar las búsquedas con su nombre.

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