La ascensión del dinero a los cielos – Primera parte

La ascensión del dinero a los cielos – Primera parte

Los límites estructurales de la valorización del capital, el capitalismo de casino y la crisis financiera global

1. Capital real y capital que rinde intereses

La relación contradictoria entre trabajo y dinero es una de las muchas estructuras esquizoides del mundo moderno. El trabajo, como gasto abstracto de energía humana en el proceso de la racionalidad empresarial, y el dinero, como forma fenoménica del «valor» económico así producido (o sea, de una fantasmagoría fetichista de la conciencia social objetivada) son las dos caras de la misma moneda. El dinero representa o «es» nada más que «trabajo muerto», tornado realmente abstracto en la forma de una cosa, en el fin-en-sí-mismo capitalista, que consiste en una acumulación siempre creciente de tal medio fetichista. El humano «proceso de metabolismo con la naturaleza» (Marx) se convirtió en un abstracto y en sí insensato gasto de fuerza de trabajo, justamente porque el dinero se autonomizó del agente humano, en la forma fetichista potenciada del capital: no es la necesidad humana la que guía el gasto de energía; por el contrario, la forma «muerta» de esa energía autonomizada como cosa, subordinó a sí misma la satisfacción de las necesidades humanas. La relación con la naturaleza, tal como las relaciones sociales, llegaron a ser meros procesos de paso para la «valorización del dinero».

Sin embargo, este proceso de valorización, en el que el medio fetichista se convirtió en un fin en sí mismo, no se desarrolla sin obstáculos. Como el trabajo y el dinero constituyen fases diferentes del desarrollo de la valorización como fin en sí mismo, estos dos momentos también pueden separarse en situaciones de crisis, dejando así de coincidir. Tal falta de coincidencia se manifiesta como una desvinculación entre el dinero y la sustancia abstracta del trabajo: la multiplicación del dinero se da entonces más rápidamente que la acumulación de «trabajo muerto» abstractizado, separándose así de su propia base. Pero como los dos procesos del trabajo y del dinero se formaron en un proceso histórico ciego, a espaldas de los sujetos humanos, su nexo intrínseco escapa a la conciencia, tanto en el «buen sentido» común como en el pensamiento científico. Trabajo y dinero pueden surgir como opuestos el uno al otro en las diversas ideologías, así como en la concepción del proceso económico.

Es verdad que la sociedad moderna es considerada en general como una «sociedad del trabajo» o una «sociedad del lucro», y es indiscutible que el trabajo y el rendimiento monetario son, al final de cuentas, idénticos. Pero este nexo lógico sólo es comprendido en una concepción sociológica banal o presentado como una especie de postulado moral –por ejemplo, en las ideologías del «trabajo honesto»–, al mismo tiempo que la necesidad económica de una coincidencia de estas dos formas fenoménicas del proceso de valorización no se considera plausible. A través de las formas de mediación entre trabajo y dinero, nada fáciles de reconocer y cada vez más complejas en el transcurso de la modernización, nace la ilusión de que el dinero puede desarrollarse independientemente de su sustancia abstracta, constituida por el trabajo.

Como se sabe, la teoría económica burguesa ignora la equivalencia entre trabajo abstracto y dinero, necesaria de acuerdo con la lógica del capitalismo: de hecho, la economía política burguesa, después de la teoría marginalista, abandonó completamente el concepto de valor, a diferencia de los clásicos (Adam Smith y David Ricardo), o lo identificó superficialmente con los precios realizables, subjetivándolo, en cuanto se consideraba refutada la existencia de una sustancia objetiva del valor, y la teoría del valor-trabajo era considerada como un simple fósil. En este punto concuerdan en el plano teórico las dos doctrinas opuestas de la posguerra, el keynesianismo y el monetarismo, pero ninguna de ellas puede ignorar completamente el verdadero nexo entre trabajo y dinero. El keynesianismo no deja de tener en cuenta, al menos superficialmente, la lógica del trabajo abstracto –aunque negándola en principio– cuando establece el nexo entre «empleo» y «rendimiento monetario». También en el monetarismo de Milton Friedman el problema se presenta, intuitiva pero no conceptualmente, cuando se identifica como un mal fundamental la desvinculación entre masa monetaria y masa de producción (para el mercado). Pero ni el concepto keynesiano de «empleo» (factor demanda) , ni el concepto monetarista de producción (factor oferta) implican ninguna relación intrínseca, sustancial, entre masa de trabajo y masa monetaria, de modo de superar la ilusión de que el dinero posee un movimiento autónomo. El problema sólo se manifiesta indirectamente.

En la práctica del proceso capitalista, esta ilusión nace de la naturaleza particular del capital monetario concentrado en el sistema bancario. Para decirlo con precisión, el dinero se transforma en capital cuando se gasta directamente en la valorización del trabajo abstracto, convirtiéndose así, «de un valor dado, en un valor que valoriza, que se aumenta a sí mismo» (Das Kapital, T. 3, p. 350): los medios de producción adquiridos, incluida la fuerza de trabajo humana, se transforman, según la lógica de racionalidad empresarial, en mercancías para la venta en el mercado, con el respectivo excedente en la forma abstracta de «dinero». Esta lógica, resumida por Marx en la fórmula D-M-D’, sólo puede ser mediada por el trabajo abstracto encarnado en las mercancías. La empresa productora de mercancías, si el capital monetario propio no basta, puede tomar prestada (total o parcialmente) la masa inicial «D» de dinero, que actúa como capital. Para este fin sirven los ahorros de la sociedad, concentrados en el sistema bancario: dinero que sus propietarios no usan, ni para el consumo ni para inversiones empresariales, y que ha sido depositado como el hueso que entierra un cachorro para roer más tarde.

Entretanto, incluso ese dinero es capital –capital en la forma de crédito: temporalmente, el sistema bancario presta capital empresarial «actuante». El dinero no sirve aquí para la mediación de mercancías, ni es directamente capital monetario empresarial, que emplea trabajo abstracto en su proceso de valorización, sino que se transforma paradójicamente en una mercancía con cotización en mercados especiales (los mercados financieros) y cuyo precio son los intereses (1). El dinero, como mercancía en los mercados financieros, es por tanto capital que rinde intereses, a diferencia del capital empresarial «real», que organiza la efectiva valorización sustancial. Desde el punto de vista de este capital que rinde intereses, la fórmula de valorización se reduce a D-D’; o sea, el dinero, en apariencia sin intervención de la producción real de «M», obtiene inmediatamente, como mercancía, la «cualidad oculta» (Marx) de generar –presuntamente de sí mismo– «más dinero»: «El movimiento característico del capital en general […], o retorno del capital a su punto de partida, asume, en el capital que rinde intereses, una figura totalmente separada, distinta del movimiento real del que es una forma […] Dar, prestar dinero por cierto tiempo y recibir de vuelta lo mismo con intereses (valor acrecentado) es la forma completa del movimiento que cabe al capital que rinde intereses como tal. El movimiento efectivo del dinero prestado como capital es una operación que se sitúa más allá de la transacción entre quien da y quien recibe préstamos. En estas mismas operaciones, esa mediación es cancelada, convertida en invisible, no directamente comprendida […] Aquí, el retorno no se expresa, por tanto, como consecuencia y resultado de una serie determinada de procesos económicos, sino como consecuencia de una estipulación jurídica particular entre compradores y vendedores». (Das Kapital, t. 3, p. 360 s.)

Por un lado, no se puede obviamente negar con seriedad que el dinero sin mercancía (o el dinero por sí solo como mercancía) es un absurdo social; por otro, según el preconcepto común que ve en el dinero el capital, la verdadera forma del capital no es tanto el capital empresarial productor de mercancías, sino antes bien el capital que rinde intereses. La única fuente efectiva de «dinero que genera dinero» (Marx), el consumo de trabajo abstracto en la producción real de mercancías, desaparece así en la «forma sin contenido» (Marx) del propio movimiento. En el capital que rinde intereses, la producción de «más dinero» no aparece, de hecho, como expresión social (fetichista) de la producción capitalista de mercancías, sino como una producción de mercancías entre otras, así como la producción de medias, velas o viajes de aventura. Sin más, el propio trabajo abstracto del sistema bancario es equiparado (inclusive en el concepto de «creación de valor», típico de la teoría económica burguesa) al trabajo desarrollado en las empresas productivas y terciarias –se habla incluso de una «industria financiera» (2). La duplicación espectral de los productos, en el sistema de producción de mercancías, en mercancías y dinero es escamoteada a través de una tosca identificación del dinero con la mercancía.

A primera vista, podría parecer que se trata aquí sólo de una ilusión subjetiva, esto es, de una simple ideología del capital monetario que rinde intereses, cuyos agentes no tienen conciencia del efectivo movimiento sustancial. En la medida en que el proceso real de valorización funciona sobre sus propias bases, las cosas pueden ocurrir de hecho así. En efecto, para el propietario del dinero prestado puede ser indiferente de dónde provienen los intereses, que hacen fructificar su milagroso «dinero que genera dinero». Sin embargo, el caso se vuelve problemático cuando el dinero prestado no es realmente empleado para el efectivo consumo empresarial de trabajo abstracto. Este empleo malogrado, si ocurre en gran escala, hace que el capital que rinde intereses se separe cada vez más del proceso real de valorización y se vuelva «capital ficticio» (Marx) (3).

El caso más simple es naturalmente aquel en que el capital real empresarial, que tomó el dinero en préstamo, no tiene éxito con sus mercancías en el mercado y se declara en quiebra. La no-coincidencia entre trabajo y dinero (el trabajo de la empresa productora de mercancías fue declarado inválido por el mercado) tiene entonces una repercusión inmediata sobre el capital que rinde intereses: los créditos concedidos se vuelven «no recuperables» (4). El mismo efecto se produce cuando el dinero prestado no se destina de entrada a la producción real de mercancías, sino al lujo y al prestigio, por ejemplo; fue éste el caso de innumerables créditos, a partir de los años 70, concedidos por el sistema financiero internacional a diversos potentados y regímenes asesinos del Tercer Mundo considerados amigos.

El aparente movimiento directo D-D’ sólo se torna ficticio en sentido estricto cuando el malogramiento del proceso sustancial de valorización se maquilla, pagándose créditos que se convirtieron en inseguros con nuevos créditos. Es lo que sucede hoy en gran escala, no sólo con los créditos del Tercer Mundo, sino también con una gran masa de créditos a las empresas y al consumo. De este modo el sistema financiero alimenta una montaña siempre creciente de dinero crediticio «sin sustancia», tratado «como si» pasase por un proceso real de valorización, aunque sea apenas simulado por metacréditos. Así, el nexo entre trabajo abstracto y dinero se alarga, de suerte que la no-coincidencia de las dos formas fenoménicas no se torna de inmediato operativa, sino de algún modo «demorada». Con todo, la cadena ficticia de alargamientos acabará por romperse, puesto que alcanzará sus límites la meta-remuneración de intereses del movimiento D-D’, desarrollado más allá de su contenido sustancial (5).

Se alcanza un grado aún más alto de desvinculación entre trabajo y dinero cuando el dinero crediticio sirve como punto de partida de un movimiento especulativo, en el cual ya no hay la apariencia siquiera de una producción real de mercancías. El comercio con los simples títulos de propiedad de acciones e inmuebles produce así aumentos ficticios de valor, que no tienen nada que ver ni aun formalmente con los beneficios reales provenientes del consumo empresarial de trabajo abstracto. Un movimiento especulativo de ese tipo se pone en marcha siempre que la acumulación empresarial real de capital alcanza sus límites y los beneficios de los períodos pasados de producción no pueden ser invertidos, en la medida suficiente, en un aumento de la producción real de mercancías, sino que tienen que ser aplicados exclusivamente en el sistema financiero. Así, la presión para un movimiento inmediato D-D’ crece tan fuertemente que ante el aumento especulativo del valor de las acciones los dividendos reales son insignificantes; la relación entre cotizaciones y beneficios sobrepasa todas las medidas. Estas burbujas especulativas, fruto del aumento ficticio del valor de los títulos de propiedad, y verificadas innumerables veces en la historia capitalista, siempre terminan inevitablemente con una gran quiebra financiera.

2. La dependencia creciente del capital real en relación al crédito

La «condición de posibilidad» de que el dinero se desligue de su real sustancia de trabajo es tanto más fuerte cuanto mayor se vuelve en la reproducción general la parte que se refiere al capital que rinde intereses. En cuanto a esto, de hecho puede constatarse a largo plazo un desequilibrio a favor del crédito. La extensión gradual de la racionalidad empresarial a toda la producción, su cientifización y el consecuente aumento, a escala secular, de la intensidad del capital (o sea, costos previos siempre más altos para una producción competitiva de mercancías), aparte de la extensión concomitante del capital accionista anónimo, exige masas siempre mayores de dinero crediticio, para poder mantener en curso la producción capitalista.

Para el capital privado del siglo XIX, arcaico desde el punto de vista de hoy, con sus propietarios personales patriarcales y sus respectivos clanes familiares (6), regían todavía los principios de la respetabilidad y de la «solvencia», a la luz de los cuales el recurso creciente al crédito parecía casi obsceno, casi el «principio del fin»; la literatura ligera de la época está llena de historias en que «grandes casas» caen por tierra debido a su dependencia del crédito, y Thomas Mann, en algunos pasajes de Los Buddenbrook, hace de éste un tema laureado con el Premio Nobel. Naturalmente, el capital que rinde intereses era desde el principio indispensable como tal al sistema que se formaba, pero no ostentaba aún una parcela decisiva en el conjunto de la reproducción capitalista; y sobre todo los negocios de capital ficticio eran considerados, por así decir, típicos del ambiente de impostura de cuenteros y «gente deshonesta», al margen del capitalismo auténtico (pero al que ya entonces se unía la honorable burguesía en tiempos de oleadas especulativas). Hasta Henry Ford se negó durante mucho tiempo a recurrir al crédito bancario para su empresa, pretendiendo financiar sus inversiones sólo con capital propio.

El concepto patriarcal de solvencia se disipó por completo a lo largo del siglo XX, simplemente porque ya no era posible mantenerlo en vigor, ni siquiera en la vida capitalista normal. Las teorías marxistas sobre el nuevo poder del «capital financiero» (Hilferding, Lenin y otros) en el inicio del siglo ya eran el reflejo de un proceso que veía al capital empresarial real comenzar a separarse estructuralmente de su propia base, esto es, del trabajo abstracto; con todo, los marxistas del antiguo movimiento obrero no dieron gran importancia al auténtico contenido económico (es decir, al surgimiento de los límites de la propia economía basada en el valor), sino sólo a los cambios en la superficie del capitalismo y en las relaciones sociológicas de poder.

Esta separación del sistema crediticio puede ser descrita como una creciente desproporción estructural entre el capital fijo cientifizado y la masa de trabajo que todavía es posible utilizar rentablemente; el aumento a gran escala de la intensidad del capital (que en Marx aparece como «incremento de la composición orgánica» del capital) exige un empleo cada vez mayor de capital monetario, que sin embargo puede movilizar cada vez menos trabajo por cada unidad de capital. Este hecho se expresa también en el plano monetario: se trata de la creciente importancia ya descrita del capital que rinde intereses. En otras palabras: el capital empresarial real «actuante», que utiliza trabajo abstracto en la producción efectiva de mercancías, debe recurrir cada vez más al capital monetario, tomado en préstamo del capital bancario, para poder continuar valorizando el valor. De esta forma, la llamada cuota del capital social cayó drásticamente a largo plazo; hoy, con algunas excepciones, ésta es siempre inferior al 50% (7). Ello significa simplemente que el capital empresarial real, para poder seguir produciendo en la situación actual, tiene que hipotecar anticipadamente cantidades cada vez mayores de trabajo a utilizar en el futuro (o sea, futuros beneficios).

El capital realmente productor de mercancías chupa por así decir de su propio futuro (ficticio), prolongando así en un metanivel su vida, más allá del límite interno ya visible. Este mecanismo sólo funciona en cuanto el modo de producción continúa expandiéndose (como fue el caso hasta el último tercio del siglo XX) y sólo en la medida en que la masa de valor futuro anticipada de manera ficticia se realice efectivamente, al menos en la escala suficiente para pagar los intereses de los créditos. El hecho de que las inversiones de capital, en continuo aumento, ya no puedan ser financiadas íntegramente con los propios medios, esto es, a través de la masa real de beneficios –por lo menos como norma y en la mayor parte de los casos–, es un claro indicio del carácter cada vez más precario de todo el proceso. Este aplazamiento estructural en beneficio del capital que rinde intereses no es aún lo mismo que pagar directamente los intereses con otros créditos; pero el movimiento real de acumulación acaba por depender indirectamente de los ahorros concentrados de la sociedad.

A fin de atraer esos dineros para la financiación anticipada del proceso de acumulación, es preciso ofrecer un incentivo a sus propietarios, o sea, la tasa de interés tiene que subir, no sólo aguda y cíclicamente en el caso de escasez pasajera de capital monetario (como consecuencia de la disimulación, a través de créditos, de una crisis en la producción real de mercancías), sino también estructuralmente y a nivel secular, lo que al menos después de la Segunda Guerra Mundial es posible observar efectivamente como tendencia a largo plazo, más allá de las fuertes oscilaciones cíclicas. Este aumento secular sólo es contrabalanceado por medio de una desenfrenada creación de liquidez por parte de los bancos centrales, lo que acelera, a su vez, el proceso de desvinculación del dinero respecto a la base productiva del capital, en tanto que el nivel de los intereses sólo baja temporalmente. En este punto ya se hace evidente, por tanto, que el proceso cíclico es poco a poco estrangulado por un agotamiento estructural (8). El límite estructural del proceso de valorización como un todo fue aplazado, pero tarde o temprano ha de manifestarse nuevamente en el plano del capital monetario, trabando la producción real a través del encarecimiento (y, por fin, de la crisis) del dinero. Al mismo tiempo, los capitales de la producción real de mercancías se resienten enormemente de las fluctuaciones de los mercados monetarios; gracias a la creciente importancia social del capital que rinde intereses, mejoran las condiciones para los movimientos especulativos que superan todos los antecedentes históricos. En una palabra: debido a su crecimiento interno, el capitalismo industrial se vuelve cada más «poco serio» según sus propios criterios.

3. La revolución terciaria

La argumentación desarrollada hasta ahora se refiere exclusivamente al desarrollo del capital industrial o a la relación entre producción industrial real de mercancías y capital monetario que rinde intereses. Sin embargo, sobre esa estructura básica se irguió en el siglo XX (y con mayor velocidad después de la Segunda Guerra Mundial) el «sector terciario» de los llamados servicios en continua expansión. Algunos economistas y sociólogos dedujeron de ahí la formación gradual de un capitalismo «postindustrial» de los servicios (Jean Fourastié, Daniel Bell y otros). Del mismo modo que el sector primario de la agricultura perdió su importancia en beneficio del «sector secundario» de la industria, así también la industria pasaría ahora el testigo de los sectores reproductivos al «sector terciario» de los servicios.

Sin embargo, esta consideración superficial ignora completamente el hecho de que el primero de esos cambios en la estructura reproductiva no constituyó, de ningún modo, un desarrollo interno del capitalismo, sino que coincidió con la propia historia de la formación y ascenso del capitalismo. No sólo la técnica y el contenido material de la producción se modificaron, sino que también las formas elementales de las relaciones sociales fueron sacudidas por una transformación larga, dolorosa y turbulenta. La sociedad agraria preindustrial, es cierto, conocía como forma marginal el capital comercial y el que rinde intereses, pero no la valorización productiva del capital; había mercados, pero no una economía de mercado; existía el dinero, pero no la economía monetaria. El nexo entre mercancías y dinero, como sistema cerrado de reproducción, sólo nació con la transformación de los medios de producción y de la fuerza de trabajo humana en capital industrial.

Si ahora fuese inminente una transición histórica semejante, de la sociedad industrial hacia los servicios, es de suponer que la misma no se limitará a un mero reagrupamiento sectorial interno de las formas existentes de relaciones sociales, legadas por la economía de mercado y por el dinero. En otras palabras: la pérdida de importancia social de los «sectores» industriales podrá ser idéntica a una crisis y a una pérdida de importancia del mercado y del dinero, en la forma capitalista en cuanto forma general de reproducción: del mismo modo que en su tiempo la reducción del «sector» agrario fue idéntica a una crisis y a una atrofia de la economía de subsistencia no-capitalista y de las relaciones feudales. Desde este punto de vista, que va al centro del cambio estructural, el modo de producción capitalista aparece como idéntico al ascenso del sistema industrial; y la «revolución terciaria» aparece en consecuencia como el derrocamiento y el fin del propio capitalismo, que es tan poco eterno como lo era la vieja sociedad agraria.

Semejante tesis sólo puede ser ilustrada a través del carácter histórico diverso de las actividades en cuestión en los diferentes sectores. Lo decisivo para la reproducción capitalista es el concepto de «trabajo productivo», que implica lógicamente su contrario, o sea el «trabajo improductivo». Observando el pasado, en el mundo feudal y en la economía de subsistencia, todo trabajo es «improductivo» desde el punto de vista capitalista, pues (todavía) no sirve para la valorización del capital; en rigor, no se trata de «trabajo», ya que esa abstracción de la actividad reproductiva nace sólo con el moderno sistema productor de mercancías (9). Ahora bien, en el interior de este sistema toda actividad realizada a cambio de dinero o que esté en un contexto de valorización del dinero es formalmente un trabajo abstracto. Pero esto no significa que lo sea también en un sentido sustancial. En un sentido sustancial, trabajo abstracto, esto es, trabajo cuyo gasto de energía impulsa realmente la reproducción capitalista, es sólo aquel trabajo «productivo» (productivo de capital), que crea efectivamente plusvalía (10).

A primera vista, parece difícil imaginar cómo esta distinción puede ser mantenida de modo analíticamente claro, sin caer en suposiciones arbitrarias. A este respecto, la teoría de Marx no tiene a disposición instrumentos capaces de una afirmación unívoca; de manera que el debate marxista sobre el «trabajo productivo e improductivo», escaso en su conjunto, tampoco llegó a una conclusión (11). Es preciso, pues, indicar los criterios que hacen posible distinguir entre el gasto de fuerza de trabajo humana formal y sustancial, en el sistema productor de mercancías. Conviene primero distinguir entre trabajo productivo e improductivo en un sentido absoluto y en un sentido relativo.

Improductivo en sentido absoluto es el trabajo en el sistema productor de mercancías cuando, aunque realizado a cambio de remuneración monetaria y en el contexto de la reproducción centrada en el dinero, no produce por sí mismo mercancías (o sea, no entra, como tal, en la producción de mercancías), o cuando los cuasi-productos creados por él asumen un carácter de mercancía sólo formal y no sustancial. Sería una seudosolución, con apego exagerado al empirismo, querer individualizar el carácter sustancial de la mercancía en la tangibilidad «material» del producto, declarando «productivo» por ejemplo el trabajo para la producción de máquinas para lavar automóviles e «improductivo» el trabajo del peluquero, del funcionario de correos o del policía, porque los productos «corte de pelo», «expedición de cartas» o «seguridad» no son materiales en sentido estricto. Semejante definición teórica –cuyo telón de fondo todavía es, de forma bastante clara, el materialismo vulgar productivista del antiguo movimiento obrero (industrial), con su falso orgullo por el producto industrial– constituye cuando mucho una primera y vaga aproximación al problema.

De hecho, es imposible aclarar la cuestión con una definición positivista del caso singular e inmediato. Por el contrario, el carácter del trabajo «en sí» improductivo sólo puede ser deducido del proceso de reproducción del capital, en el que el trabajo abstracto pasa por diversas formas de transformación y de representación. No es preciso que el carácter improductivo de ciertos trabajos sea determinado externamente por definiciones arbitrarias; antes bien, debe aparecer en el propio cálculo como «costo». Las masas de trabajo improductivo y su pago aparecen en la perspectiva capitalista como «faux-frais» (Marx), como costos falsos. Sin embargo, debe distinguirse el nivel de capital singular y el de capital conjunto. En el plano del capital singular, esto es, de la empresa, el trabajo improductivo más necesario puede fácilmente ser indicado en la forma de «gastos generales», por ejemplo, gastos como los de la gestión de personal, la contabilidad, la limpieza, etc. Estas actividades son indispensables, en un sentido técnico-organizativo, para el funcionamiento general de la empresa; pero no entran en su efectiva producción de mercancías (la producción de automóviles o de escobas, por ejemplo), aunque deban naturalmente ser remuneradas, tal como el trabajo de la propia producción empresarial de mercancías.

En el plano del capital singular, el carácter improductivo de estos trabajos no se manifiesta absolutamente («en sí»), sino sólo relativamente, en la medida en que los «gastos generales» de una empresa pueden aparecer como producción sustancial de mercancías o servicios de parte de una segunda empresa, que se especializó en suministrarlos a las otras (por ejemplo, una firma que emplea personal de limpieza y ofrece este «producto limpieza» a otras firmas). Desde el punto de vista de la economía empresarial, el trabajo de limpieza, improductivo en una empresa automovilística, constituye a su vez el trabajo productivo de la empresa de servicios, e ingresa por tanto en su producción sustancial de mercancías, al tiempo que el trabajo de los contables de la empresa de limpieza forma parte de sus «gastos generales» improductivos. Es posible, sin embargo, que una tercera firma efectúe la contabilidad para cada tipo de empresa, siendo ésta la especial mercancía-servicio que ofrece: en tal caso, para los proveedores de estos servicios especiales, incluso la propia contabilidad se vuelve un trabajo productivo en sentido empresarial. Se puede imaginar toda una cadena de este género y, en efecto, la externalización de trabajos considerados como «gastos generales» hacia empresas de servicios constituye una de las grandes tendencias de la tercerización: gracias a su especialización, los proveedores de servicios pueden racionalizar los procedimientos operativos y, así, hacer ofertas tales que la organización de estos trabajos en el interior de la empresa se vuelve antieconómica (12).

La terciarización en el sentido referido hasta aquí transforma, por tanto, al parecer, trabajo improductivo en trabajo productivo, a través de la simple autonomización formal en empresa propia (13). Pero las cosas son diferentes en el plano del capital conjunto, que como es obvio no aparece inmediatamente en el cálculo de los llamados sujetos económicos, pero que puede ser sin embargo reconstruido teórica y analíticamente. En primer lugar, es preciso decir que los «gastos generales» improductivos reaparecen en el plano del capital conjunto, o sea, las externalizaciones operadas por las empresas singulares y los reagrupamientos en el interior de la producción conjunta reaparecen en los cálculos. Los «gastos generales» improductivos pueden ser reducidos, por los motivos indicados, externalizándolos en empresas autónomas, pero, en el plano del conjunto de la sociedad, éstos son siempre una sustracción de plusvalía conjunta. La representación de los «costos» (de la empresa que crea plusvalía) como «beneficios» (de la empresa que provee servicios) desaparece en el plano del capital conjunto. Marx demostró esto ejemplarmente para los costos de las transacciones puramente comerciales (compra y venta, intermediación monetaria, etc.): una gran parte del trabajo en el comercio minorista y todo el trabajo en el sistema de los bancos, de los créditos y de los seguros, así como el de la «superestructura jurídica», es «en sí» improductivo, porque no hace más que «mediar» las relaciones mercancía-dinero, sin ser él mismo una producción sustancial de mercancías. Es verdad que los asalariados de estos sectores crean un beneficio empresarial, pero su actividad, efectivamente, se limita a mediar la redistribución entre los capitales singulares de la plusvalía generada exclusivamente en los sectores productivos: por medio de este trabajo improductivo de mediación, el capital comercial se apropia de una parte de la plusvalía conjunta (explicación detallada en los volúmenes 2 y 3 de El Capital).

¿Cuál es entonces el criterio económico decisivo que permite determinar conceptualmente en el plano del capital conjunto (esto es, después de eliminar la distorsión típica del capital singular) si un trabajo es productivo o no? La distinción entre la «verdadera» creación de valor y la actividad de «simple mediación» (en el sentido comercial, monetario o jurídico) no es suficiente, pues todavía se adhiere a la definición inmediata de cada gasto de trabajo. Esta definición sólo puede indicar el motivo exterior por el cual una actividad es considerada un trabajo improductivo, pero no llega a aclarar el concepto económico subyacente. Una definición del trabajo productivo, referida al proceso de mediación de la reproducción capitalista en su conjunto, sólo puede ser adelantada en última instancia en términos de teoría de la circulación. Es decir: en términos de la teoría de la circulación, sólo es productivo de capital aquel trabajo cuyos productos (y también cuyos costos de reproducción) refluyen en el proceso de acumulación del capital; o sea, aquel cuyo consumo es recuperado de nuevo en la reproducción ampliada. Únicamente este consumo es un «consumo productivo», no sólo inmediatamente, sino también en referencia a la reproducción (14). Esto ocurre cuando los bienes de consumo son consumidos por trabajadores que son a su vez productores de capital, cuyo consumo no se agota en sí, sino que retorna en la forma de energía productiva de capital, en un nuevo ciclo de producción de plusvalía. Inversamente, ninguno de los bienes de consumo que son consumidos por trabajadores improductivos o por no trabajadores (niños, presos, enfermos) retornan, como energía renovada, en la creación de plusvalía: en el plano del conjunto de la sociedad, se trata sólo de un consumo que desaparece sin dejar rastros o sin impulsar la reproducción capitalista. Lo mismo vale también para la producción de bienes de inversión: en términos de teoría de la circulación, este trabajo sólo es productivo si el consumo de sus productos se da en el contexto de la creación de plusvalía, esto es, si retorna al ciclo de producción de plusvalía. Por el contrario, todos los bienes de inversión cuyo consumo ocurre fuera de la producción de plusvalía, integran, en el plano del conjunto de la sociedad, el mero consumo que «cae fuera» de la reproducción del capital global y de su movimiento de acumulación.

Concebir el trabajo productivo en términos de teoría de la circulación puede parecer extraño al pensamiento definidor, infestado de positivismo, pero es un abordaje que permite resolver el problema más allá de la tosca «materialidad» de la mercancía producida. En esta perspectiva, el trabajo del funcionario público o del policía es rigurosamente improductivo, pues el consumo de sus «productos» (no importa si organizados por el Estado o comercialmente) desde el inicio no entra, de modo alguno, en el «consumo productivo». Pero también la producción de carros de combate es improductiva, aunque se trate de una mercancía más que tangible; de hecho, el consumo de carros de combate (de la energía de «nervios, músculos, cerebro» gastada hasta tal punto) no puede, ni con la mejor buena voluntad del mundo, reaparecer en el ciclo de creación de plusvalía, sino que «cae fuera» de él. Improductiva es también la construcción de carreteras, puesto que el consumo de carreteras no es «consumo productivo» ni creación de plusvalía y rigurosamente también «cae fuera» de ella. Productivo sería el trabajo del peluquero, en el caso de cortar el pelo a trabajadores productivos (lo que entra en los costos para renovar su energía productiva de capital); el mismo servicio sería entonces improductivo si se prestase a trabajadores improductivos. Incluso la producción de automóviles, frigoríficos y lavadoras es improductiva en todos los casos en que tales productos son consumidos por trabajadores improductivos; la energía gastada con tal intensidad nuevamente «cae fuera» del proceso reproductivo del capital conjunto.

En otras palabras: el capitalismo es sólo sustancialmente posible si una parte suficientemente creciente (y que aumenta con la acumulación de capital) del «empleo» es capaz de producir, en el contexto de las relaciones mercancía-dinero, una identidad en sí mediata de «consumo productivo», en la cual la producción y el consumo del valor interactúan, de modo de hacer coincidir en amplitud suficiente forma-fetiche y sustancia-fetiche. Rosa Luxemburgo planteó esta temática, pero no pudo desarrollarla, pues su argumentación se restringía al plano superficial de la «realización» (circulativa) de la plusvalía, en vez de analizar el problema a partir del ciclo interno de reproducción del propio capital (que en el plano del mercado sólo «aparece» indirectamente), o sea, a partir de las categorías de trabajo productivo e improductivo. En tanto, su tesis de una dependencia creciente de la acumulación del capital en relación a la renta monetaria de «terceros» (que se hallan fuera de la verdadera reproducción productiva del capital) se acerca al nudo del problema. Ciertamente Rosa Luxemburgo, hija de su tiempo, todavía veía a estos «terceros» en el contexto de una producción de mercancías precapitalista o no-capitalista (campesinos, artesanos, colonias), cuyo poder de compra debía alimentar el mercado capitalista que se volvía demasiado reducido debido al «subconsumo» estructural del proletariado industrial. Así, el capitalismo parece depender, en el plano de la realización del mercado, de los sectores no-capitalistas de la producción y de las zonas no-capitalistas de la Tierra; en consecuencia, debería alcanzar su límite absoluto a medida que absorbiese y asimilase estas zonas y sectores. Es verdad que Rosa Luxemburgo menciona de pasada, entre los «terceros», a los propios funcionarios públicos; pero aún no se le pasa por la cabeza que, exactamente al contrario de su argumentación, el límite estructural del capital podría consistir en el propio hecho de que su dinámica creara un número creciente de sectores improductivos y de «terceros», cuyos réditos y cuyo consumo se convirtiesen en una carga creciente, por fin insoportable para la reproducción del capital (15).

En efecto, el problema que Rosa Luxemburgo reconoció, aunque al revés por así decir, se presenta justamente de esta forma: la parte de gasto de fuerza de trabajo que no retorna a la circulación ampliada del capital crece estructuralmente, hasta superar por fin el umbral crítico. Irónicamente, se podría decir que los «costos empresariales» o los «gastos generales» de la maravillosa economía de mercado crecen tan desproporcionadamente, que al fin ella misma se vuelve no rentable, según sus propios criterios. La mayor parte del trabajo terciario, estructuralmente en continuo crecimiento, no puede retornar a la producción de plusvalía como «consumo productivo», y eso por diversos motivos; en parte residen en la naturaleza o en el carácter de estos mismos trabajos, en parte se trata de limitaciones externas.

En el caso de los trabajos de transacción puramente comercial, jurídica o monetaria, lo que les impide entrar o retornar a la producción sustancial de plusvalía es el carácter de simple mediación evocado por Marx (aunque los «productos» que suministran aparezcan en el mercado); otros productos no pueden asumir de partida siquiera la forma de mercancía, toda vez que su consumo no es privatizable (por ejemplo, las medidas necesarias para el mantenimiento de la calidad del aire); con todo, en una economía total del dinero, también estos trabajos deben ser remunerados y aparecer en el mercado de trabajo. Con otros productos (carreteras, canalizaciones, escuelas, hospitales, etc.) es posible, en principio, una privatización del consumo (de modo más o menos penoso); pero sería preciso reservar este consumo a una minoría capaz de pagar, lo que entraría en contradicción con el carácter ubicuo de una infraestructura social. La mayor parte de la infraestructura no puede ser, por tanto, organizada como producción empresarial para el mercado (en ese caso, el volumen de las rentas masivas debería ser el doble o el triple de lo alcanzable en la economía de mercado). Diferente es sin embargo el caso de sectores comerciales como el turismo: se podría discutir si se trata de un consumo improductivo de lujo de unos pocos países ricos, mediado sólo por la singular potencia en la apropiación y la redistribución de la plusvalía mundial (tres cuartas partes de la humanidad no hacen turismo), o si ese consumo entra parcialmente (en la medida en que es disfrutado por trabajadores productivos) en los gastos productivos de reproducción, regresando nuevamente a la producción de plusvalía (16).

El problema que surge aquí es sin embargo mucho más complicado de lo que parece en los diversos discursos sobre la «Justicia», los cuales muchas veces suponen que a los países pobres les es sustraída una parte de «su» producción de valor, a través tal vez de presiones políticas, etc. En verdad, es la propia «igualdad» del parámetro de valor lo que hace que los países capitalistas con poco capital puedan apropiarse de una masa relativamente menor en relación a países con mucho capital. El sistema de coordenadas no está constituido por procesos autónomos «nacionales» de creación de valor, sino por la creación de valor por parte del capital conjunto global, cuyo parámetro es el nivel de productividad válido en el mercado mundial. Del mismo modo que un capital singular empresarial obtiene en el mercado, no un valor «individual» de acuerdo con la medida de su tiempo de trabajo efectivamente gastado, sino, a través del precio realizable en el mercado, sólo una parte de la creación conjunta del valor, según el nivel de productividad socialmente válido, así también una economía nacional no puede obtener en el mercado mundial una masa de valor correspondiente a su gasto nacional de trabajo, sino sólo a una parte de la producción global de valor que corresponde a su productividad; y ésta es, de hecho, relativamente más baja en los países con poco capital. Tanto en la relación entre capital singular y capital conjunto, como en la relación entre economía nacional y mercado mundial, la paradoja está en el hecho de que aquellas empresas o aquellos países que, gracias a su productividad relativamente más alta, crean menos valor (menos «trabajo coagulado» ficticio) –siendo suficiente menos trabajo por cada producto, o sea, por cada empleo de capital–, puedan apropiarse, en la competencia del mercado, de la mayor porción de valor real (válido) producido por el capital conjunto mundial. Sin embargo, en su estadio terminal, de una globalización inmediata del capital, esta competencia demuestra el absurdo de la producción de valor y de plusvalía como tal, como se verá más adelante.

Sea como fuere, es cierto que la industria del turismo, por lo menos la del turismo de masas, constituye en el contexto de la apropiación global de la plusvalía una zona gris en la distinción entre trabajo productivo e improductivo. Aunque seguramente existan aún otros casos-límite, otras zonas grises y formas «mixtas» de actividad, lo cierto es que, en conjunto, aumenta incesantemente la parcela de los trabajadores improductivos que (desde el punto de vista de la producción de plusvalía) representan nada más que consumo social, o sea, «gastos generales». Las causas últimas son, por un lado, el proceso de cientifización promovido por la competencia y, por otro, los crecientes «costos de reparación» del hombre y de la naturaleza, provocados por «daños sistémicos». Por medio de la externalización empresarial y de la conexa racionalización de los «gastos generales» empresariales, se puede lograr disminuir los costos del trabajo improductivo, pero esta disminución es sobrecompensada por la expansión estructural de estos sectores, que son «técnicamente» necesarios, a pesar de que no creen en sustancia plusvalía. Los costos de las transacciones comerciales, monetarias o jurídicas, los costos secundarios del consumo improductivo de lujo, los costos administrativos, los costos de las infraestructuras y de los daños socio-ecológicos, los costos de las condiciones generales y de la logística de la producción real de plusvalía crecen de tal manera que esta última comienza a asfixiarse.


NOTAS

1. Los intermediarios del dinero como mercancía son los bancos, que dividen los intereses con los ahorristas. Pero es una exageración decir «dividir», ya que por lo menos los ahorristas privados (no institucionales) y sobre todo los llamados «pequeños ahorristas», como los principales idiotas del dinero, generalmente deben contentarse con las migajas; una fuente permanente de resentimiento filisteo de «pequeños» sujetos monetarios y trabajadores compulsivos tensos. La fuerza del sistema bancario reside en su poder concentrado de mediación en relación al dinero como mercancía. De ahí el dicho: «El banco siempre gana».

2. Esta expresión absurda surgió, al menos en Alemania, sólo en los años 80, cuando el capital monetario internacional, bajo la presión especulativa, indujo a los bancos y demás servicios financieros a inventar siempre nuevas formas derivadas del movimiento monetario, que a semejanza de los procesos industriales son designadas como «innovaciones de productos» financieros por parte de una «producción financiera».

3. Las implicaciones para una teoría de la crisis que pueden derivarse de este concepto del tercer volumen de El Capital fueron parcamente debatidas en el marxismo, cuando no vistas con malos ojos. Este hecho revela en qué medida los marxismos tradicionales adhieren todavía a una supuesta «seriedad» y estabilidad capitalistas; una postura que evidentemente guarda vínculos subterráneos con la idolatría del trabajo abstracto. En un texto reciente, Kurt Hübner, de Prokla [revista berlinesa cuyo título es el acrónimo de «Probleme des Klassenkampfs», Problemas de las Luchas de Clases, T.], deja entrever que prefiere tratar el problema del «capital ficticio» bajo el título de «formas del dinero y del crédito que aumentan la elasticidad», en vez de tomar en consideración algo tan poco digno de crédito como «un proceso ficticio de acumulación global» (Kurt Hübner, «Für die Eröffnung der Debatte», en Konkret 7/95).

4. En un sistema bancario desarrollado, el propietario singular privado o institucional del dinero normalmente no se da cuenta de esto, porque el perjuicio es cubierto con el fondo de garantías de los bancos. Solamente cuando la no-coincidencia entre trabajo y dinero alcanza una dimensión social mayor, la crisis se extiende de la producción de mercancías al sistema financiero como tal y se manifiesta como crisis del sistema bancario.

5. Un aspecto de esta cuestión es que los mercados financieros están sujetos a la habitual ley mercantil de la oferta y la demanda: pagar los intereses de los créditos por medio de nuevos créditos aumenta la demanda de capital financiero, lo que empuja hacia arriba el interés como precio del dinero. El resultado, cuando las dimensiones de estos procesos son suficientemente grandes, es la escasez de capital financiero, que al fin conduce a un límite insuperable, a pesar de todos los trucos para obtener liquidez.

6. En casi todas las grandes empresas que se convirtieron al capital por acciones, no sólo el management empresarial «no activo» se encuentra separado de los simples poseedores de los títulos de propiedad jurídica, quienes ya no poseen casi ninguna influencia sobre las decisiones reales de la empresa, sino que además, entre los propietarios jurídicos, las «familias fundadoras» (como los Siemens, los Krupp, etc.) pasan poco a poco a segundo plano en relación a los bancos, y se convierten en un insignificante apéndice de lujo en la historia del capital; aun cuando como «soporte del nombre» retengan todavía una aventajada cartera de acciones. El mismo proceso, sólo que más acelerado, les tocó a los patriarcas de la segunda posguerra alemana (Grundig, Nixdorf, etc.).

7. Algunos ejemplos, tomados al azar: sobre la base de los balances (que en general están «arreglados» o maquillados), en la primavera de 1995 la cuota de capital propio de la Daimler-Benz aún era de casi el 55%, de la AEG del 17%, de Viag del 20%, de Baiersdorf-AG del 35%, de Krupp-Hoesch del 15% y de la Klockner-Deutz de tan sólo el 8%.

8. Como resultado del aumento estructural de las tasas de interés, a pesar de todas las medidas contrarias (un proceso filtrado por la mediación del mercado mundial, de manera que en países aislados es posible intentar desarrollos de signo opuesto), no sólo crecen los costos previos para una producción real rentable, sino que esta última, en lo que respecta al lucro, tiene que enfrentar también la competencia de las rentas de las meras inversiones financieras.

9. En la medida en que podemos reconstruirlos, en los primeros niveles de desarrollo y en muchas culturas no existe de hecho un concepto abstracto de trabajo, sino solamente diversos conceptos concretos y contextuales de actividad. Es cierto que en las culturas agrarias más evolucionadas surgió un concepto evolucionado de trabajo, aunque no (como Marx parece suponer) como un concepto lógico superior de actividad social, como (supuesta) «abstracción racional» del pensamiento, sino más bien como una designación de la actividad de los esclavos o de los menores («lo que hace aquel que es socialmente dependiente», aquel que no puede «pedir satisfacción»). Se trataba, por tanto, de una abstracción social (negativa, peyorativa) y no de una abstracción lógica del tipo «casa», «árbol», «fruta», etc. Sólo en el moderno sistema productor de mercancías y en su contexto lógico e histórico surge la categoría fetichista abstracta del trabajo, como concepto de universalidad social de la actividad bajo la forma-mercancía.

10. Ni siquiera tal determinación superficial y puramente definidora de «trabajo productivo», que no permite ninguna delimitación analítica, es respetada por los economistas de origen marxista. El ya citado Kurt Hübner, al comentar las operaciones de «hedging» que ofrecen protección de los riesgos típicos de las fluctuaciones de cambio en las exportaciones, afirma: «Estas actividades concretas, aunque no creen plusvalía, deben ser comprendidas en el sentido del trabajo distributivo y productivo de Marx, como parte integrante del proceso laboral que genera plusvalía, o sea, como trabajos productivos» (Hübner, op. cit.). Esta definición no tiene el menor sentido, pues en ese caso todos los trabajos serían trabajos productivos, en la medida en que el capitalismo no desperdicia trabajo y en su esfera sólo ocurren las actividades «necesarias» para la reproducción del capital. Tal necesidad puede subsistir también en un sentido externo, técnico-organizativo, y por tanto sólo formal, sin ser esencialmente creadora de plusvalía ni productora de capital (por ejemplo, en lo que se refiere a las condiciones infraestructurales de la producción mercantil). En el plano lógico, la actividad que crea plusvalía y el trabajo productivo son idénticos, aunque existan actividades que sólo ingresan indirectamente en la producción de plusvalía (por ejemplo, transportes y bienes de construcción). El «obrero productivo integral» del que habla Marx cubre la totalidad de las actividades que crean plusvalía y que entran en la producción real de mercancías; es preciso distinguirlo conceptualmente de todos los trabajos, sean parciales o no (un obrero puede también realizar en parte trabajo productivo, en parte trabajo improductivo) que no entran en modo alguno (y por tanto ni indirectamente) en la producción de mercancías que crea plusvalía. Al separar el concepto de trabajo creador de plusvalía del concepto de trabajo productivo, Hübner anula toda diferencia entre trabajo productivo y trabajo improductivo, puesto que así ya no existe ningún criterio de distinción. Esta es naturalmente la solución más banal del problema, que por lo demás coincide perfectamente con el concepto de «creación de valor» típico de la economía política burguesa, que ignora igualmente la distinción conceptual aquí discutida.

11. Este debate, o se limitó a afirmar el productivismo industrial normativo frente a la «inconfiabilidad» sociopolítica de criados aún semifeudales (empleadas domésticas, etc.), que además perdían importancia a medida que su número disminuía (así aún en Karl Kautsky); o entonces sólo se centraba en la incipiente terciarización en el terreno del propio desarrollo capitalista (bautizada parcialmente como «nuevas clases medias»), discutiéndola desde un punto de vista puramente sociológico y estratégico, con la atención puesta en las «alianzas» del «verdadero» movimiento obrero industrial. Por el contrario, descuidó sistemáticamente las consecuencias para la reproducción capitalista, y por tanto la importancia del problema para la teoría de la crisis.

12. Lo que en el plano empresarial significa una disminución de costos corresponde siempre, tal como en otras formas de racionalización, a una carga para el trabajador, toda vez que en las microempresas especializadas el trabajo terciario es intensificado, al tiempo que el salario es en general más bajo en comparación con el recibido por quien trabajaba en el interior de las antiguas empresas (lo que resulta en parte de las condiciones contractuales diferentes fuera de los sectores industriales bien organizados sindicalmente). Incluso la precaria seudoautonomía forzada bajo la forma de flotas externalizadas (sistemas de subcontratación en los servicios de transporte) forma parte del carácter demoníaco de este tipo de terciarización. Por norma, las empresas de servicios autónomos y externalizados son locales terribles y bajo condiciones de trabajo brutales, en las manos de individuos arribistas con aire de yuppies: un producto típico del neoliberalismo.

13. En muchos pasajes, Marx trata el problema de este modo, por ejemplo en las «Teorías sobre la plusvalía» y en los «Resultados del proceso productivo inmediato», sin que quede claro si se limita a adoptar el punto de vista de la lógica del capital aislado, o si cree, de hecho, reconocer aquí un cambio sustancial. Sea como fuere, es cierto que Marx no argumenta siempre de este modo, sino que utiliza también el concepto de un trabajo absolutamente («en sí»), o sea en todos los casos, improductivo, refiriéndose en especial a los sectores puramente comerciales que se ocupan de meras transacciones de dinero.

14. Esta argumentación desde el punto de vista de la circulación fue elaborada hace ya seis años por Ernst Lohoff, en el número 6 de nuestra revista [Krisis], en un ensayo titulado «Consumo estatal y quiebra estatal», aunque se limitase a la actividad estatal en sentido estricto, ya que su temática era una crítica al keynesianismo. Además, en este ensayo, la determinación en términos de teoría de la circulación todavía se encuentra disociada del concepto de trabajo productivo, de manera que la fuerza del argumento tal vez haya pasado inadvertida. Así podemos leer en el ensayo en cuestión: «Todos los productos que […] son gastados de manera improductiva, es decir, que no reaparecen en los ciclos siguientes de la producción como elementos de un capital, se transforman para el capital social conjunto en faux frais, aunque el propio trabajo gastado en su producción deba clasificarse claramente como trabajo que genera valor». Aquí se opera todavía con un concepto abstracto y «definidor» del trabajo productivo, que parece independiente de la teoría de la circulación, de manera que, paradójicamente, un trabajo «claramente» productivo y creador de valor (implícitamente situado en el plano del capital aislado) se presenta de forma súbita como faux frais en el plano del capital conjunto y es gastado «de manera improductiva». El «trabajo improductivo» y el «consumo improductivo» se separan conceptualmente. Además, el «consumo productivo» depende sólo de que los productos aparezcan en el ciclo productivo siguiente como elementos de «un capital», esto es, no como consumo estatal. Así, aún no se ve que incluso «un capital» (o sea, un capital comercial aislado) puede por sí ser tan improductivo como el consumo estatal. Sin embargo, ambas incongruencias aparecen si –como establecimos arriba– el concepto de trabajo productivo y creador de valor fuera deducido como tal exclusivamente en términos de la teoría de la circulación, describiendo el problema en un plano de abstracción más elevado que en la mera distinción entre producción capitalista privada y consumo estatal. Si el concepto de trabajo productivo se liga, en términos de la teoría de la circulación, al proceso del «consumo productivo», todas las actividades y todos los productos que no se agotan en él se vuelven automáticamente un consumo social improductivo, más allá de si en su forma exterior son mediados por el Estado o por el capital privado. Sólo de este modo se obtiene una definición del trabajo productivo transversal a los sectores de reproducción, por medio de la cual puede descifrarse el propio carácter ocultamente improductivo de aquella parte de la producción «material» e industrial, cuyos productos son consumidos de modo improductivo.

15. Así, la crisis estructural como límite absoluto del capital se agrava desde el principio no en la esfera de los mercados de mercancías, sino en la de los mercados financieros. Sin embargo, Rosa Luxemburgo no incluyó sistemáticamente, en su teoría de la crisis, la cuestión del crédito y la creciente relevancia del capital que rinde intereses, del mismo modo que ignoró la cuestión conexa de la «revolución terciaria» (entonces sólo en sus comienzos). Probablemente habría considerado ambas como sospechosas, por así decir, ya que se veía forzada, tal como sus adversarios, a asumir ideológicamente el punto de vista del proletariado industrial. Para ella, era impensable que el capitalismo pudiera hundirse no por el aumento sino por la disminución del proletariado industrial y por la simultánea expansión del sector terciario y del «capital ficticio». Por eso en su teoría de la crisis se llega a una consideración invertida de una problemática correcta; la crisis no consiste en la desaparición de cierto tipo de «tercera persona» (los restos de los modos de producción precapitalista), sino en el hecho de que un nuevo tipo de «tercera persona» (resultado del proceso de tercerización) se vuelve estructuralmente muy numeroso. Los enemigos de Rosa Luxemburgo, además, intentaron siempre refutarla con argumentos que presuponían la expansión del capital industrial a largo plazo.

16. Estamos aquí ante un problema que Marx llamó «factor moral» en los costos de reproducción de los trabajadores. En efecto, la fuerza de trabajo humana no es una mercancía como cualquier otra –no sólo por su potencia productiva de crear valor (que una lavadora posee tan poco como un taladro, pues se trata sólo de cosas y no de seres con relaciones sociales), sino también porque los «costos de producción» y los costos de reproducción de la mercancía «fuerza de trabajo» no pueden ser objetivados del mismo modo que se hace con las mercancías, que son cosas muertas. Incluso en las sociedades más primitivas, los costos de reproducción de un ser humano no se agotan en la mera capacidad física de sobrevivir –y mucho menos en las sociedades modernas evolucionadas. Lo que entra en la reproducción de la fuerza de trabajo como satisfacción necesaria de las necesidades está, por tanto, sujeto a cambios históricos. Sin embargo, no se trata de una valoración «moral» en el sentido más estricto, aunque incluso ésta sea posible en cierto sentido. Los niveles de satisfacción de las necesidades se vuelven ahora extremos –aun en los países industriales occidentales– en el interior de la fuerza de trabajo conjunta: los procesos de empobrecimiento debidos a la reducción de los salarios por debajo del nivel de reproducción, aun cuando las necesidades sean elementales, contrastan con un consumo fetichista destructivo, que prevalece en otros segmentos de la fuerza de trabajo (consumo irracional de los recursos y del paisaje, consumo directo de la destrucción, etc.). Sin embargo, en el plano económico no cuenta la valoración cualitativa del nivel de reproducción, sino la cuestión de qué factores de la satisfacción de las necesidades tienen vigencia cuantitativamente en un momento histórico dado, y cuáles no. En el ámbito del «capital en general», la teoría de Marx, como es sabido, abstrae la mediación del mercado mundial, lo que sin embargo puede generar distorsiones también bajo este aspecto. Esto vale sobre todo cuando ciertos factores en el nivel de la reproducción de la fuerza de trabajo conjunta de una economía nacional se basan en el hecho de que, a través de la posición más fuerte en el mercado mundial, es apropiada y redistribuida una parte superdimensionada de la plusvalía real mundial. Esta redistribución, a título de mero consumo suplementario de lujo, va más allá de los costos de reproducción de la fuerza de trabajo y es tan improductiva como el consumo estatal, pagado con cantidades de valor excedentes. Sólo en un plano superficial esta situación hace recordar el teorema de Lenin sobre la «aristocracia obrera», ya que en éste sólo se trata de hecho de un juicio político moral («corrupción»), pero no del verdadero nivel económico del sistema: ni en sueños habría pensado Lenin en debatir explícitamente esta cuestión desde el punto de vista de la crisis, en el contexto de la diferencia entre trabajo productivo e improductivo. Cuál es en todo esto el papel del turismo y de su «industria» debería ser objeto de una investigación específica.


El texto original alemán -Die Himmelfahrt des Geldes- es de 1995. Hay versión italiana (L’apoteosi del denaro) y portuguesa (A ascensao do dinheiro aos céus), todas ellas disponibles en www.krisis.org. Esta traducción se ha hecho a partir de la versión portuguesa. En razón de su extensión, la hemos dividido en tres partes. Traducción: Round Desk.

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Robert Kurz
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Robert Kurz (1943-2012) estudió filosofía, historia y pedagogía. Fue cofundador y editor de la revista teórica: EXIT-Crítica y crisis de la sociedad de la mercancía ("EXIT-Kritik und Krise der Warengesellschaft" ). El área de sus obras incluye la teoría de la crisis y la modernización, el análisis crítico del sistema del mundo capitalista, la crítica del iluminismo y la relación entre cultura y economía. Su libro El Colapso de la modernización (1991), editado en Brasil, así como O Retorno de Potemkine (1994) y El último combate (1998) provocaron una fenomenal discusión, no solo en Alemania. Recientemente publicó Schwarzbuch Kapitalismus (El Libro Negro del capitalismo) en 1999, Weltordnungskrieg (La guerra del ordenamiento del mundo), Die Antideutsche Ideologie (La ideología antialemana) en 2003 y Blutige Vernunft (La razón sangrienta) en 2004. Nota: esta cuenta de autor es controlada por la administración de Breviarium.digital y fue creada con el objeto de dar crédito por el texto y facilitar las búsquedas con su nombre.

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