La ascensión del dinero a los cielos – Segunda parte

La ascensión del dinero a los cielos – Segunda parte

Los límites estructurales de la valorización del capital, el capitalismo de casino y la crisis financiera global

4. Terciarización, capital que rinde intereses y crédito estatal

Para evitar esta asfixia es necesaria una nueva intervención del crédito, o sea del capital que rinde intereses, cuya parte en la reproducción aumenta una vez más de manera vertiginosa. A los costos del crédito para la producción industrial de plusvalía, que aumentan en gran escala a causa de la creciente parcela del capital constante, se suman ahora los costos del crédito, también en aumento, para las condiciones generales y de infraestructura del mercado total. De este modo, no obstante, el problema se agrava enormemente. De hecho, si en el primer caso los créditos siempre crecientes todavía son por lo menos utilizados en la efectiva producción de plusvalía (aunque poco a poco surja el riesgo de una desproporción entre los costos del crédito y la plusvalía de él resultante), en el segundo caso el crédito tiene que ser completamente pulverizado en un consumo improductivo. En cuanto se trata de sectores comerciales improductivos, éstos presionan indirectamente sobre la tasa de intereses del conjunto social; cuando se trata de sectores de infraestructura mediados por el Estado, por los costos socioecológicos, etc., el resultado es una presión tributaria directa sobre los salarios y beneficios, o entonces el propio Estado tiene que recurrir al crédito, no bastándole ya sus ingresos reales (17). La parcela creciente de trabajo improductivo se verifica todavía en una forma modificada en el cálculo de los sujetos económicos como costos crecientes (de la parte de los «gastos generales» sociales mediados por el Estado, por ejemplo bajo la forma de «encargos salariales»), que no sólo son pretexto para jeremíadas según el lema empresarial «aprende a gemir sin sufrir», sino que también se vuelven, de hecho, un problema para la reproducción social.

Además, es preciso considerar otro fenómeno, poco observado por la teoría. En la misma medida en que aumenta la parcela de los sectores improductivos en la reproducción conjunta, otra parte creciente de la misma producción industrial se convierte en estructuralmente improductiva. Ese simple hecho resulta –como demostramos– de una consideración en términos de teoría de la circulación. La masa de trabajadores improductivos –que aumenta inexorablemente y que es pagada sólo con dinero crediticio, renovado siempre con créditos nuevos– tiene, naturalmente, que comer, beber y habitar, aparte de conducir coches, consumir televisores, frigoríficos, etc. Como sin embargo este consumo no es productivo y no retorna, por tanto, a la producción de plusvalía, eso significa solamente que, de forma indirecta, una parte creciente de la producción industrial depende, paradójicamente, de sectores improductivos financiados con créditos.

La paradoja está en el hecho de que, por un lado, los sectores improductivos deben ser alimentados en última instancia (no importa cuáles sean las mediaciones) por la producción real de plusvalía, al tiempo que, por otro lado, la producción industrial, como agente principal de la creación de plusvalía, se vuelve ella misma, debido al creciente consumo de trabajadores improductivos, cada vez menos (o, hoy en día, sólo aparentemente) una producción real de plusvalía, siendo alimentada por las rentas improductivas. La distinción decisiva entre trabajo productivo e improductivo no coincide con las relaciones absolutas de grandeza entre la producción industrial nominal y el «sector terciario», sino que –considerada en términos de teoría de la circulación– es transversal a ellas. En verdad, la producción industrial de base depende del crédito no sólo a la primera potencia, esto es, debido al financiamiento del propio capital fijo, sino también a la segunda potencia, porque depende de mercados de bienes de consumo financiados con créditos (18). Si el consumo estatal y el crédito estatal, compactados como en una avalancha, desempeñan aquí un papel central, esto también depende, está claro, del hecho de que el Estado (a diferencia de una entidad privada que toma créditos) es considerado como un «deudor infalible»: lo que significa, sin embargo, que, en caso de una gran crisis monetaria y crediticia, el Estado no se declarará en quiebra, sino que simplemente expropiará a sus ciudadanos-acreedores (19).

5. Globalización e industrias fantasmas

Hasta ahora, sólo se trató del concepto de trabajo improductivo en sentido absoluto («en sí»), en el plano del capital conjunto, de la manera como puede ser analizado, en su aspecto multifacético, en términos de la teoría de la circulación. Pero no menos relevante es el ascenso dentro del sistema industrial de la parcela de trabajo que sólo es improductivo en un sentido relativo. Como se sabe, una actividad productora de mercancías es improductiva en sentido relativo, independientemente de sus demás características, cuando su productividad (la relación entre trabajo gastado y resultado de la producción) cae por debajo del nivel social dado, esto es, por debajo de la productividad media social. Obviamente, es decisivo el campo de acción de ese nivel, es decir, la cuestión de si ese campo es una región, una economía nacional o un mercado mundial. Habitualmente, una producción de mercancías limitada regionalmente aún no se organiza del todo según la racionalidad empresarial y sólo se vincula indirectamente a la valorización del capital (la llamada pequeña producción de mercancías, artesanado, talleres de reparación, etc.). En este plano, la presión de un patrón social siempre más elevado no actúa todavía, o sólo lo hace en pequeña medida. Únicamente en el plano de las economías nacionales cohesionadas en el curso de la historia se afirma también, a la par de la «tasa media de ganancia», una productividad social media en los diversos sectores, que se vuelve un diktat para las empresas.

Distinto, a su vez, es el caso del mercado mundial. Aquí no hay algo como una media mundial, sino que prevalece el nivel de productividad de los países más desarrollados. La causa es simple: una media social sólo puede desarrollarse en la base de una contemporaneidad histórica, o sea, en el ámbito de economías nacionales históricamente maduras, cuyos sectores productivos se originaron en un nivel común y pueden, así, en el proceso constante de cientifización, aumento de intensidad de capital, etc., elaborar un parámetro común de productividad. La situación es diferente cuando sistemas industriales con diversos niveles históricos de desarrollo entran en contacto sin filtros. En vez de la formación de un nuevo nivel medio (como supone erróneamente Paul Mattick), lo que bajaría rápidamente el nivel de las economías nacionales más desarrolladas (desarrolladas en cuanto las primeras en «ingresar» en la industrialización y en la capitalización), lo que ocurre es la aniquilación y la liquidación de la producción no contemporánea y poco productiva (20).

De nuevo es el Estado el que debe intervenir, tanto para buena parte de los «gastos generales» internos del sistema productor de mercancías, como en lo que se refiere a las presiones externas de la competencia. El medio más simple con que se filtra la desigualdad –o no contemporaneidad– es uno puramente administrativo: erigir barreras aduaneras. Sin embargo, tal medio sólo funciona cuando la integración en el mercado mundial es relativamente baja, con el consiguiente aislamiento en relación a los progresos tecnológicos alcanzados en el mundo y con el rápido estancamiento de la productividad. Después que la mediación con el mercado mundial alcanza un grado más elevado, se vuelve súbitamente claro que el aislamiento aduanero comporta costos notables, ya que todo lo que no se puede dejar de importar debe ser adquirido a los precios de mercado mundial, y por lo tanto es necesario primero obtener divisas con las propias exportaciones. Con las barreras aduaneras, se puede proteger la propia industria subproductiva de la competencia extranjera más competitiva, pero cuando es preciso exportar los propios productos para obtener divisas, éstos sólo pueden ser vendidos a precios del mercado mundial., o sea, de acuerdo con el nivel de productividad de los países más desarrollados que dominan el mercado mundial. En consecuencia, se delinea rápidamente una dicotomía en los terms of trade [términos de intercambio], esto es, cantidades siempre mayores del propio trabajo deben ser intercambiadas por cantidades siempre menores de trabajo ajeno (21). Tal circunstancia suscitó la temática ilusoria del comercio «justo» o «injusto».

La situación se agrava por el hecho de que los impuestos elevados sobre la importación provocan como contrapartida impuestos igualmente altos para las propias mercancías exportadas a otros países, convirtiendo el problema de las divisas en aún más grave. Al fin de cuentas, al Estado no le queda más remedio que subvencionar las propias industrias, sea para salvarlas en el mercado interno, incluso en el caso de una reducción de las tarifas aduaneras, sea para volverlas artificialmente competitivas en los mercados de exportación (subvenciones a las exportaciones). Ahora bien, esas subvenciones devoran tanto más créditos cuanto mayores son las partes de la industria atrasadas en lo que se refiere al nivel global de productividad, definido por los primeros en la clasificación. En el caso de industrias aisladas (minería, siderurgia, industria naval, textil y calzado, muebles, etc.), esto también se aplica a los propios líderes del mercado mundial.

La tan evocada globalización de los mercados financieros y de productos, la descomposición internacional de los procesos productivos y la competencia global para ofrecer las más convenientes localizaciones para la producción, comienzan hoy a desintegrar la propia cohesión de las economías nacionales. En el fondo, unos pocos centros de producción altamente productivos, distribuidos por el globo según el criterio de los costos más bajos (el «factor oferta» de los monetaristas), podrían inundar de mercancías el mundo entero, aniquilando la mayor parte de las industrias existentes. El resultado sería naturalmente el derrumbe del ya precario poder de compra global; el sistema productor de mercancías demostraría con eso su propio absurdo, no solamente en términos estucturales y de economía interna, sino también en el plano del mercado mundial. Una vez más, por tanto, el crédito estatal tiene que ser dilatado hasta el infinito, y los gastos junto a las subvenciones superan todos los límites conocidos hasta ahora. Para muchos países, este factor ya constituye la parte más importante de todo el crédito. La alternativa sería el colapso total de estas economías nacionales; la reproducción capitalista se volvería entonces extraordinariamente minoritaria, restringida a unas pocas «islas de productividad» para el mercado mundial, mercado este que, al generalizarse tal estado de cosas, dejaría de existir. Actualmente, a pesar de las declaraciones ideológicas en sentido contrario, los costos del crédito para las subvenciones continúan creciendo necesariamente a escala mundial. En verdad, crece la parte del sistema industrial global que ya depende directamente (o sea, no sólo a través del consumo de los crecientes sectores improductivos) de la simulación crediticia; desde el punto de vista de la lógica del sistema, se trata de meras industrias-fantasmas, generadas y mantenidas en vida artificialmente (22). Después de los crecientes costos crediticios para la producción verdadera y propia de plusvalía, y de la creciente parcela de trabajo estructuralmente improductivo y financiado a través de créditos, nos encontramos aquí frente a la tercera figura de la dependencia del conjunto de la sociedad en relación al crédito.

6. Desustancialización del dinero e inflación estructural

Sumando las tres figuras de la dependencia estructural del crédito, queda claro que la distancia inexorablemente creciente entre dinero crediticio y sustancia abstracta del trabajo del sistema debe conducir al colapso. Esto significa que, durante un período de incubación, que duró varias décadas, las cadenas crediticias se prolongaron cada vez más, adelantando un futuro siempre más distante. Las instituciones financieras crecieron entonces a escala secular (23), acompañadas por la explosión del crédito estatal. La nueva etapa de desarrollo del capitalismo, que anuncia no sólo su apogeo, sino también su límite absoluto, fue alcanzada con la Primera Guerra Mundial. Teóricos del movimiento obrero tan distintos como Lenin o Rosa Luxemburgo (como vimos, esta última llegó a insinuar el problema, en un nivel de reflexión mucho más alto que el del «politicista» Lenin) intuyeron algo cierto cuando hablaban de la «etapa última y suprema» (Lenin) y hasta de «colapso» (Luxemburgo); sólo que esta «etapa» no terminaría su recorrido sino al final de este siglo, y que el límite histórico efectivo ya no puede ser aprehendido adecuadamente con los conceptos de entonces, puesto que ello supera el propio horizonte histórico del antiguo movimiento obrero como tal.

Antes de la Primera Guerra Mundial, el capitalismo era apenas un segmento (aunque en continua expansión) de la reproducción social, y aún no había invadido todos los sectores productivos; el Estado no había asumido todavía una función determinante en el proceso de reproducción y se financiaba principalmente por medio de impuestos (un presupuesto cercano al equilibrio entre gastos e ingresos se consideraba la condición fundamental de una política seria); dinero en sentido estricto era el metal precioso (sobre todo el oro), lo que equivale a decir que el papel-moneda en circulación era siempre convertible en oro. Estos tres elementos se disolvieron con la Primera Guerra Mundial que, como la Segunda apenas dos décadas más tarde, se revelaría un gigantesco acelerador del desarrollo capitalista. La guerra industrializada no sólo abrió de par en par las puertas para la subsiguiente victoria de las industrias fordistas y para una penetración capilar del capital en la sociedad como un todo, sino que también obligó al Estado a asumir la responsabilidad (obviamente preparada hacía mucho tiempo) de la logística y los «gastos generales» de este proceso.

Los contemporáneos no se dieron cuenta de ello; desde el principio la mayor parte veía en el nuevo curso sólo una interrupción de la supuesta normalidad por la guerra. Pero luego se hizo evidente que no podía haber un retorno a las estructuras de preguerra. La «crisis financiera del Estado tributario» se convierte en el gran tema que, hasta después de mediados del siglo, dio origen a innumerables y ardientes polémicas (Rudolph Goldscheid y Joseph Schumpeter en 1917/18, James O´Connor en 1973, Klaus-Martin Groth en 1978, etc.). Desde 1914/15 hasta hoy, esto es, a lo largo de 80 años, fueron sacudidas todas las bases de la economía estatal, de la teoría monetaria, de la política económica y financiera. Durante todo este tiempo, el crédito estatal creció casi ininterrumpidamente, y la teoría no hizo sino reaccionar a este proceso desconcertante; primero asombrada, después cada vez más intrépida y relajada. Si la peligrosa expansión de las finanzas estatales más allá de todos los ingresos reales todavía era considerada, al final de la Primera Guerra Mundial, como un fenómeno pasajero, una crisis a ser superada, Keynes y el keynesianismo tuvieron que elevar de prisa los nuevos fenómenos a la categoría de una nueva normalidad que, como Schumpeter había observado precozmente , no implicaba un colapso global inmediato. Poco a poco, se concluyó que nunca se daría el colapso estructural, inducido por la expansión del sistema crediticio.

Casi los mismos temores y casi el mismo alivio por la conclusión de la alarma se repitieron hacia el final de los años 70, cuando nuevamente se impusieron a la atención los límites del endeudamiento no sólo de los Estados Unidos con su consumo de potencia mundial, sino del «Estado tributario» en general (en Alemania, el apogeo de la crisis estuvo marcado por el conflictivo fin de la coalición entre liberales y socialdemócratas). Al no verificarse tampoco entonces el big bang, todos se tranquilizaron de nuevo y se desplegó un estado de espíritu de desenvoltura sin igual desde el comienzo de la desproporción estructural entre trabajo (productor de capital) y dinero. Cuanto más se autonomizaba el sistema de crédito, más las noticias temibles y las crisis de otrora se transformaban en «contradicciones secundarias» inocuas y en principio fáciles de resolver (24). Un argumento interesado e históricamente ciego, que aparece muchas veces en ese contexto, es la afirmación de que el problema no sería propiamente nuevo; en todos los siglos a partir del Renacimiento, e incluso en la famosa Roma antigua, habría existido un alto endeudamiento estatal, sin que ello condujera al colapso.

Quien así argumenta no sabe de qué habla. No es posible, de hecho, ni en sentido absoluto ni relativo, comparar los ejemplos del pasado con el desarrollo registrado después de la Primera Guerra Mundial. El endeudamiento excesivo de los Estados o dinastías no era estructural en el sentido del siglo XX; o estaba vinculado a la financiación (temporal) de guerras, o (en caso de que fuese más duradero) a los gastos de la Corte, etc., pero nunca se extendió a la reproducción social como tal, convirtiéndose en su alma. La «ley de la cuota creciente del Estado» (sobre el producto interno), ya enunciada en 1863 por Adolph Wagner, economista y «socialista de cátedra» alemán, y enteramente confirmada en pleno desarrollo real, apunta a la nueva cualidad del endeudamiento estatal, bajo las condiciones de reproducción totalmente capitalistas y cientifizadas (25). Se creó así una situación completamente nueva: el problema de las finanzas estatales, y por tanto del capital ficticio en la forma del crédito estatal, ya no se refiere sólo al aparato estatal, sino que de él depende la propia vida social organizada según la forma mercancía.

En un nivel elevado de cientifización y de intensificación del capital, los gastos generales y las condiciones infraestructurales del proceso de creación de valor empiezan a ahogar la propia creación de valor, lo que se hace evidente en una paradójica inversión de la relación entre Estado y sociedad: ya no es la sociedad la que nutre al Estado, para que éste se encargue de los «asuntos generales», sino que por el contrario es el Estado el que debe alimentar a la sociedad con el «capital ficticio», para que ésta pueda mantenerse en su forma vuelta obsoleta de sistema productor de mercancías. El proceso por el cual masas cada vez mayores de trabajo futuro son hipotecadas y «capitalizadas», el nutrirse vampíricamente del futuro, abarca ahora tanto a la reproducción del capital como a la reproducción del Estado, y las dos formas de dependencia del crédito se entrelazan. Pero así la búsqueda monetaria de crédito estatal entra en competencia con la búsqueda monetaria de crédito empresarial, elevando definitivamente a las alturas las tasas de interés, independientemente de los movimientos cíclicos. De tal modo, el Estado, después de haberlo asumido, pierde el control de la política económica y financiera, toda vez que su búsqueda insaciable en los mercados de crédito impide una política coherente, en el sentido de la disminución de las tasas de interés (26).

Naturalmente, la necesidad desenfrenada de crédito no podía permitir que el dinero conservase la forma que mantuviera hasta entonces. Tenía que caer por tierra la convertibilidad en otro y, por tanto, la real sustancia-valor de los sistemas monetarios. Ya la fase inicial del conflicto mundial había demostrado que no era más posible financiar una guerra industrializada con dinero basado en oro; el desarrollo ulterior mostró que la movilización y la capitalización totales fordistas, desencadenadas por la guerra mundial, tornaban irreversible incluso en los sectores civiles el aumento del consumo estatal financiado con créditos. Aunque Keynes viese aún el consumo estatal como una medida temporal de emergencia para «poner en movimiento» la coyuntura, y por tanto como una intervención sobre todo externa, se trataba en verdad –como se hizo evidente después de la Segunda Guerra Mundial– de un cambio estructural duradero, fruto de las necesidades internas del sistema. El programa keynesiano supuesto para hacer frente a las crisis (deficit spending) [«gasto deficitario», o política consistente en gastar fondos obtenidos en préstamo] se transformó en un horno siempre caliente para quemar el futuro hipotecado. Por supuesto, así se volvió del todo imposible un regreso al gold standard [patrón oro], pues las masas de dinero crediticio ahora necesarias no podían de ninguna manera ser relacionadas con una auténtica sustancia-valor del dinero (27).

Dicho de otro modo: la desustancialización del propio dinero se hizo realidad. Para el punto de vista superficial de la teoría económica burguesa –que nunca consiguió comprender las supuestas implicaciones «filosóficas» del concepto económico de valor y que ya hace mucho se limitó, en el plano práctico, a producir manipulaciones de técnica financiera o a formular, en el plano teórico, platónicos modelos matematizados–, eso no era naturalmente una catástrofe. Así, a partir de Keynes todos se esforzaron por asegurar que el oro era solamente un «metal bárbaro», sin ningún significado monetario ya. Está claro que nadie se preguntó si la mediación social monetaria y el automovimiento fetichista del «valor» no serían ellos mismos un primitivismo bárbaro, que al fin de cuentas no le iban a la zaga al «bárbaro metal». La desustancialización del dinero significa nada menos que su desvalorización efectiva, y por tanto la pérdida de una función monetaria esencial: la de medio de conservación del valor.

En otras palabras: la conservación del valor a través del dinero reposa, después de la pérdida de la convertibilidad en oro, sólo sobre la convención y la aceptación subjetiva, pero ya no más sobre un fundamento objetivo. Esto significa que la conservación del valor por parte del dinero se halla indisolublemente ligada a los tiempos de bonanza económica, pero que no superaría una crisis más profunda de la reproducción. Así, el sistema desactivó su propio dispositivo interno de seguridad. Se vislumbra ya aquí la cuarta figura de la desvinculación entre «trabajo» y «dinero», sin la cual en verdad las otras no habrían podido desarrollarse: ésta se sitúa en el plano y en la forma del propio dinero. La consecuencia lógica de esta desustancialización estructural del dinero es necesariamente la inflación estructural.

Todavía en esta perspectiva, son muy precipitadas las declaraciones tranquilizadoras de los economistas keynesianos (y también de gran parte de los marxistas). No constituye ni media verdad siquiera la afirmación según la cual la acelerada y alta inflación de los precios, con ocasión de la disminución explícita o velada del contenido en metales preciosos a través del rebajamiento de la moneda en la Baja Edad Media, o con ocasión de la supresión de la convertibilidad de los papeles moneda en oro o plata (por ejemplo, el famoso papel moneda de ley en la época del absolutismo en Francia, las órdenes de pago del gobierno revolucionario francés o el dólar-papel en la guerra civil norteamericana) sería sólo una consecuencia de la falta de hábito o de técnica financiera. De hecho, la desvalorización temporal de la moneda en el pasado no fue superada a través del uso habitual del dinero desustancializado, sino por el contrario a través de la imposición generalizada del gold standard. Además, las economías de guerra de ambos conflictos mundiales fueron seguidas por una drástica desvalorización monetaria, que comenzó obviamente con la Alemania vencida: en 1923 como hiperinflación y en 1945-48 como shock deflacionario (invalidación de los depósitos y papeles-moneda).

Es también en la época de la expansión keynesiana del crédito (sobre todo del crédito estatal), después de la Segunda Guerra Mundial, cuando la inflación se volvió omnipresente; y justamente en ese período cuando pasó de oscilación temporaria a condición estructural estable. En esta inflación estructural estable –que puede ser ocasionalmente reducida con intervenciones de política monetaria de los bancos emisores y de los legisladores, pero nunca enteramente eliminada–, la masa oculta del trabajo improductivo surge a la superficie monetaria y en el cálculo de los sujetos económicos, así como en el creciente aumento de los costos salariales y del pago de intereses sobre los créditos de las empresas, del Estado y de los consumidores. Si esta inflación estructural se mueve en un plano relativamente bajo, por lo menos en los países de la OCDE, ello se debe por un lado a la coyuntura que todavía «avanza» (aunque ya se perciben profundos fenómenos recesivos), y por otro también a la parcial externalización del problema hacia las regiones perdedoras del mercado mundial (28).

Gracias a su ventaja en la productividad y en la intensidad de capital, las metrópolis industriales pudieron durante mucho tiempo absorber la mayor parte de la plusvalía global y mantener su acceso al crédito internacional, más allá de los mercados financieros nacionales; al tiempo que la periferia y los atrasados históricos, para mantener un mínimo de reproducción, tuvieron que recurrir cada vez más a la creación estatal de dinero sin sustancia, o sea, a la inflación del papel moneda. Con todo, en virtud del proceso de globalización a partir de los años 80, también los viejos centros capitalistas se hallan cada más próximos a esta situación. La financiación temporal a través de emisiones de papel-moneda, típica de la economía de guerra durante los conflictos mundiales, no sólo se repite hoy en gran parte del mundo, sino que se ha vuelto ya la condición duradera de la reproducción social como tal. Este fenómeno debería ser considerado como la quinta figura de la desvinculación entre «trabajo» y dinero, pues aquí el dinero desustancializado ya no pasa siquiera por los mercados financieros regulares; antes bien, la reproducción social bajo la forma mercancía es alimentada directamente con volúmenes de moneda creados de la nada, con base en la simple decisión estatal.

En América Latina, en África, en muchas áreas de Asia y en el propio este europeo, estamos ante un fenómeno totalmente nuevo de los ciclos hiperinflacionarios, esto es, de un movimiento de la economía que no sigue más el ciclo «regular» de la acumulación de capital, sino el ritmo de la emisión de papel-moneda, en una cadena ininterrumpida de desvalorización y recomposición de la moneda. En realidad, no es exagerado hablar hoy del colapso global de la economía monetaria (y por tanto de la moderna «sociedad del trabajo» y del respectivo sistema de mercado). Sólo el viejo eurocentrismo –que a este respecto curiosamente es bien poco criticado– impide una valoración adecuada de la real evolución mundial. Mientras Occidente se encuentra por ahora en la fase de inflación estructural de bajos índices de la posguerra, la abrumadora mayoría de la humanidad tiene que convivir ya con una inflación de dos o tres dígitos, o con la hiperinflación a tasas entre mil y un millón por ciento. La tasa global de inflación per capita ya debe haber alcanzado entre tanto los tres dígitos. Este hecho demuestra que el trabajo improductivo global superó un umbral histórico crítico, tanto en sentido absoluto como relativo, y que la sociedad mundial cientifizada ha crecido demasiado para caber en las formas del sistema productor de mercancías.


NOTAS

17. Naturalmente, los intereses del crédito estatal tienen que ser pagados, como los del crédito comercial. Sin embargo, el supuesto lógico del crédito es que sólo en el caso de un uso capitalista real, con producción real de plusvalía, es posible «obtener» los intereses necesarios para pagar. En el crédito estatal, las cosas son distintas desde el comienzo, porque éste desaparece por entero en el mero consumo social. Ahora bien, las rentas provenientes del pago de los intereses por parte del Estado son tratadas «como si» fuesen consecuencia de una producción real de plusvalía. Por eso, entre los agregados del «capital ficticio», Marx señala el crédito estatal, la especulación comercial con simples títulos de propiedad y el volumen «podrido» de metacréditos que cubren créditos ya perdidos.

18. Recuérdese que también el consumo privado, tanto de los trabajadores productivos como de los improductivos, es estirado con créditos al consumo. Así, los trabajadores hipotecan anticipadamente sus salarios futuros, del mismo modo que los capitales hipotecan anticipadamente sus ganancias futuras. Esta dimensión suplementaria del sistema crediticio efectúa una ruptura aún más profunda entre el dinero y su sustancia real.

19. Nuevamente, el ya citado Kurt Hübner demuestra cuán poco se comprende esta circunstancia estructural. Afirma que «no se puede tomar en serio la afirmación de que el 40% al 60% de los asalariados son directa o indirectamente funcionarios públicos». ¿Pero qué significa que la llamada cuota estatal llegue justamente al 40% o 60% del producto interno? Significa exactamente que ahora el Estado no es sólo el más importante «empleador», sino que también una parte de las ocupaciones no estatales tienen que depender directamente del Estado, a través de diversos niveles de mediación. Está claro que no todo empleo que depende del Estado llega a ser financiado con el crédito, sino sólo una parte (creciente); de lo contrario, el sistema ya estaría en ruinas hace mucho tiempo. El hecho de que Hübner se niegue a ver el problema tal vez se deba a la filiación de aquella izquierda «politicista» que ve como decisiva la «intervención política» en el sistema productor de mercancías insuperado (porque en su cabeza es insuperable). Se quiera o no, esta izquierda depende de la expansión de la capacidad financiera estatal y, así, del alcance del crédito estatal.

20. Marx demostró esta hipótesis basándose en el ejemplo de la producción textil india del siglo XIX, que fue aplastada por la producción industrial inglesa –un proceso que podría repetirse hoy entre la India y Occidente, o entre la India y el sudeste asiático, en el caso de una apertura de los mercados indios por imposición de la reforma neoliberal. El mismo principio, además, fue la causa del súbito colapso de la industria de Alemania Oriental después de su integración sin amortiguadores en Alemania Occidental. La letanía hoy ya moribunda de la vieja izquierda antiimperialista sobre el «intercambio desigual» abordaba el problema no con categorías económicas, sino con inadecuadas categorías morales; en el fondo, siempre se trataba de la simple reivindicación de un patrón mundial medio de productividad, económicamente absurdo para los niveles productivos no-simultáneos –reivindicación no menos ilusoria que la del «Estado mundial». Esto demuestra que la izquierda tradicional sólo lograba pensar con los conceptos burgueses de una producción de mercancías insuperada y con las categorías de la economía nacional fantasmagóricamente extrapoladas a la sociedad mundial.

21. En rigor, incluso la medida puramente administrativa de las barreras aduaneras no está exenta de costos; de hecho, es necesario emplear personal, surge el problema de la vigilancia, del contrabando, etc. Como se sabe, hasta el prototipo de una medida semejante en gran estilo, el «bloqueo continental» de Napoleón contra Inglaterra, fracasó estruendosamente.

22. Con increíble ingenuidad económica, lo que quedó del antiguo radicalismo politicístico de izquierda, en su adoración negativa de las glorias del capitalismo, simplemente estima el número de empleos en China, India, etc., sin ninguna conciencia del problema tratado aquí. Rainer Trampert y Thomas Ebermann, los ex campeones de la izquierda radical del Partido Verde alemán, creen poder refutar el pronóstico de una gran crisis, «demostrando» que al capitalismo no le falta trabajo y que globalmente la producción de plusvalía se encuentra de hecho en ascenso. Sin embargo, estos empleos suplementarios, o son directamente «sin sustancia», esto es, simulados por medio del crédito estatal; o son empleos creados por la industrialización volcada a la exportación en el marco de la reforma neoliberal, que implican una apertura forzada al mercado mundial y por tanto una liquidación colosal de empleos, hasta ahora «protegidos» (simulados) en las industrias organizadas o subvencionadas por el Estado y poco rentables desde el punto de vista del mercado mundial. Por cada nuevo empleo en la industrialización «abierta» volcada a la exportación, se calcula en el país correspondiente la pérdida de 10 a 100 empleos en la industria interna (y en la agricultura) antes simulados a través de créditos. Tal balance negativo no fue ratificado con coherencia en ninguna parte, pero la ruptura entre subvención interna y apertura al mercado mundial se vuelve necesariamente un todo-o-nada: las dos cosas no pueden marchar juntas. Tanto en relación a los empleos y a la cantidad de trabajo, como en relación a la creación de plusvalía a escala mundial, se trata de un balance en última instancia negativo, que tendrá inevitablemente que ver la luz.

23. En los años años 70 y 80 ocurrió un nuevo salto, que hizo que el sistema financiero se convirtiese en uno de los pilares más importantes del crecimiento, tanto en lo que respecta al empleo como al producto interno; un indicio de cuán obsoletas estaban las categorías de la economía política y de hasta qué punto se agravaba la crisis estructural.

24. Esto vale tanto para la teoría económica burguesa, si es que todavía existe, como para el debate marxista y su apéndice en la nueva izquierda, hoy casi atrofiado. Ya Rosa Luxemburgo se apresuró a asegurar que obviamente el colapso no sucedería en realidad, pues antes el proletariado «tomaría el poder»; en respuesta a sus críticos, llegó a oponer a su teoría de la crisis la teoría de un fin del capitalismo a través de la caída de la tasa de ganancia, que a su juicio podría prolongarse «hasta el día en que el sol se apague». El repudio instintivo de un límite «objetivo» y absoluto del capitalismo barrido por la crisis llevó al marxismo a reconocer tal límite interno sólo en un sentido puramente lógico y no en un sentido históricamente determinable. En los epígonos y en los restos del marxismo, esta relación se invierte con una ironía sin igual: en la medida en que el «límite interno» se vuelve de hecho históricamente tangible, se lo considera como inexistente también en su sentido lógico. La restante izquierda y ex izquierda participa con ahínco cada vez mayor en la simulación a todos los niveles del sistema productor de mercancías.

25. Obviamente, no se puede derivar de aquí un socialismo vulgar de Estado, como en su tiempo suponía Wagner, sino tan sólo los límites de la reproducción del sistema productor de mercancías.

26. Esta circunstancia es uno de los motivos por los cuales los llamados intereses básicos (tasas de descuento y de redescuento), fijados por los bancos centrales, perdieron en buena parte su función reguladora; en los hechos, el peso de la demanda estatal en los mercados financieros no es modificado por la tasa oficial de descuento. A diferencia de la demanda privada, el «deudor infalible» Estado no es trabado ni estimulado por la tasa oficial de descuento, guiado como está por presiones y consideraciones completamente diferentes, situadas más allá del cálculo monetario privado.

27. El cordón umbilical del patrón oro duró más tiempo con el dólar, rompiéndose sólo en 1973 y preservando hasta ahora por lo menos un lazo indirecto entre forma-valor y sustancia-valor, a través del dólar como moneda mundial. Pero esta posición particular del dólar se debió exclusivamente a la supremacía económica de los Estados Unidos al final de la Segunda Guerra Mundial y sólo puede mantenerse durante un cuarto de siglo.

28. Decisivo, también, es el hecho de que una parte considerable del dinero desustancializado en los países capitalistas más importantes no aparece ahora como demanda real, sino que permanece más bien «estacionado» bajo la forma de deuda pública o de especulación comercial en los mercados financieros, donde sigue proliferando. Es éste precisamente el motivo de que la inflación se encuentre hoy más baja que en los años 70, aunque la masa de «capital ficticio» haya crecido mucho. El prerrequisito de esta constelación tan particular como pasajera continúa, no obstante, desangrado a la mayoría inflacionada de la población mundial. Pero en cuanto la exportación de la inflación deje de surtir efecto y/o se rompan en Occidente los diques de la superestructura financiera, tanto estatal como especulativa, el dinero también se desvalorizará aquí, de un modo u otro.


El texto original alemán -Die Himmelfahrt des Geldes- es de 1995. Hay versión italiana (L’apoteosi del denaro) y portuguesa (A ascensao do dinheiro aos céus), todas ellas disponibles en www.krisis.org. Esta traducción se ha hecho a partir de la versión portuguesa. En razón de su extensión, la hemos dividido en tres partes. Traducción: Round Desk.

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Robert Kurz
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Robert Kurz (1943-2012) estudió filosofía, historia y pedagogía. Fue cofundador y editor de la revista teórica: EXIT-Crítica y crisis de la sociedad de la mercancía ("EXIT-Kritik und Krise der Warengesellschaft" ). El área de sus obras incluye la teoría de la crisis y la modernización, el análisis crítico del sistema del mundo capitalista, la crítica del iluminismo y la relación entre cultura y economía. Su libro El Colapso de la modernización (1991), editado en Brasil, así como O Retorno de Potemkine (1994) y El último combate (1998) provocaron una fenomenal discusión, no solo en Alemania. Recientemente publicó Schwarzbuch Kapitalismus (El Libro Negro del capitalismo) en 1999, Weltordnungskrieg (La guerra del ordenamiento del mundo), Die Antideutsche Ideologie (La ideología antialemana) en 2003 y Blutige Vernunft (La razón sangrienta) en 2004. Nota: esta cuenta de autor es controlada por la administración de Breviarium.digital y fue creada con el objeto de dar crédito por el texto y facilitar las búsquedas con su nombre.

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