La ascensión del dinero a los cielos – Tercera parte

La ascensión del dinero a los cielos – Tercera parte

Los límites estructurales de la valorización del capital, el capitalismo de casino y la crisis financiera global

7. De la expansión fordista a la revolución microelectrónica

En el período que va del fin de la Primera Guerra Mundial a finales de los años 70, la crisis estructural de los «gastos generales» sistémicos a través del trabajo improductivo, las finanzas estatales y la inflación se presentaba solamente como un problema colateral, o sea que se limitaba a crisis temporales o de niveles estructuralmente bajos. La causa de esta aparente superación del problema, que hace de esa época apenas el período de incubación del verdadero y absoluto desastre sistémico, debe ser buscada en las características de la expansión fordista. La expansión de las nuevas industrias, con la producción automovilística en posición destacada –ella misma un resultado de la Primera Guerra Mundial– encubrió durante más de medio siglo la crisis estructural nacida de la expansión contemporánea del trabajo improductivo.

Mejor dicho, estamos aquí ante un cruce paradójico, ya que hubo una expansión simultánea del trabajo productivo e improductivo. Por un lado, el fordismo movilizó nuevas masas de trabajo productivo en dimensiones hasta entonces inconcebibles; por otro, este mismo desarrollo sólo fue posible con la repentina extensión de la logística social, de las condiciones infraestructurales, y así de seguido; o sea, con el incremento del trabajo improductivo. La desproporción en la expansión de los dos factores opuestos puso varias veces en el orden del día el problema de la crisis estructural (sobre todo en el plano de las finanzas estatales); pero al fin de cuentas la expansión del trabajo improductivo aún podía ser «alimentada» a largo plazo con la expansión simultánea del trabajo productivo en las industrias fordistas, o sea que el crecimiento absoluto de la sustancia real de valor compensaba el aumento absoluto y relativo de los sectores improductivos.

En términos fenomenológicos, la expansión fordista del trabajo productivo y de la sustancia real del valor puede ser descrita en diversos planos que se sobreponen. La extensión interna y externa de la valorización del capital, y por tanto de la racionalidad empresarial, abrió nuevos campos de la producción real de plusvalía. En cuanto al exterior, tal extensión se tradujo en la continua inserción en la forma capitalista de reproducción –ya referida en el Manifiesto Comunista– de regiones de la Tierra hasta entonces no-capitalistas, así como en la conexa exportación de capitales (un elemento importante en la teoría de Lenin, aunque concebido de forma reductora); internamente, el mismo efecto se obtuvo con la transformación de las formas de reproducción hasta entonces no-capitalistas (campesinos, artesanos y economía de subsistencia) en sectores de valorización del capital, hecha posible por los nuevos métodos fordistas. Al contrario de lo que creía Rosa Luxemburgo, la transformación de ex «terceras personas» en asalariados capitalistas aumentó inicialmente la creación de plusvalía en el plano de la producción, en vez de representar un límite en el plano del mercado y por tanto de la realización. De hecho, junto con la expansión de la creación real de valor, se generaban más rentas monetarias capitalistas reales.

Pero la verdadera expansión se debía a la combinación de nuevas industrias y de nuevas necesidades de masas. La mera expansión en sectores productivos ya existentes jamás hubiera posibilitado el universal boom fordista, sobre todo después de la Segunda Guerra Mundial. En la base energética, los combustibles fósiles, el paso de las máquinas de vapor alimentadas por carbón a los motores de combustión alimentados por petróleo hizo posible, junto con la racionalización fordista («organización científica del trabajo», cadena de montaje), un salto en el desarrollo social, que hizo entrar en el consumo de masas productos reservados hasta la Primera Guerra Mundial a las capas superiores de la sociedad. Nacieron nuevos productos como la radio y la televisión, que desde el principio existieron bajo la forma de producción en masa para el consumo de las masas. Los productos de masa fordistas, todos creados directa o indirectamente sobre la base del petróleo, llevaron al capitalismo fordista, con su consumo energético monstruoso y expandido hasta el desvarío, y más tarde después de la Segunda Guerra Mundial, a la democracia basada en el consumo energético, que, no obstante su carácter históricamente efímero, aún hoy es vista como la normalidad en los países centrales de la OCDE (y entre las clases medias de todo el mundo).

Decisiva para la reproducción bajo la forma mercancía es, sin embargo, la expansión de la sustancia real del valor y la de sus formas sociales de mediación, ocultas detrás de la fenomenología del fordismo. Aquí obviamente tiene su importancia el problema de la famosa «caída tendencial de la tasa de ganancia» que el debate marxista, hoy ya casi olvidado, rumió en vano. La «composición orgánica del capital» (Marx), que históricamente aumenta con la creciente cientifización y que, en el cálculo capitalista, aparece como aumento de la intensidad de capital, esto es, como aumento de los capitales necesarios para cada empleo, apunta hacia un movimiento en sentido contrario en el interior del proceso de creación de valor (y, por tanto, de producción de plusvalía).

El rápido aumento de la cientifización, tecnicización y racionalización se convirtió en necesario sólo después de que la expansión de la «plusvalía absoluta» a través de la ampliación ilimitada de la jornada de trabajo y del ilimitado desgaste de la fuerza de trabajo hubiera encontrado en el curso del siglo XIX sus límites naturales y sociales (movimiento obrero, intervenciones estatales). En vez de «plusvalía absoluta» como principal medio de acumulación, surgió la «plusvalía relativa», o sea, la reducción de los costos de reproducción de la fuerza de trabajo –reducción esta que volvía más económicos los medios de subsistencia, lo que, a su vez, era posibilitado por las ciencias naturales aplicadas; sólo el fordismo aceleró y generalizó esta tendencia (29).

Sin embargo, la producción de plusvalía relativa conduce a una contradicción lógica. Ella aumenta la parcela de plusvalía por cada fuerza de trabajo, pero al mismo tiempo, a causa de los efectos de la racionalización producidos por el mismo desarrollo, se puede emplear cada vez menos fuerza de trabajo para cada suma de capital (lo que hace aumentar, como vimos, los costos preliminares para cada empleo, o sea, la intensidad de capital o la parcela de capital fijo en la «composición orgánica»). Este segundo efecto de tendencia contraria compensa el primer efecto a largo plazo. Esto significa que el aumento de la tasa conjunta de plusvalía relativa para cada fuerza de trabajo es obtenido al precio de una caída concomitante de la tasa de ganancia para cada suma de capital invertido. Tal efecto sólo puede ser compensado si crece la masa absoluta de fuerza de trabajo (¡productiva!) utilizada, y por tanto si junto con la masa absoluta de plusvalía crece la masa absoluta de ganancia; pero esto sólo es posible con una extensión del modo de producción como tal. Tal extensión fue efectivamente conseguida en cierta medida en el modo de expansión fordista.

Pero ya en la dinámica de la expansión fordista de la masa absoluta de plusvalía/beneficio (30) hay un serio problema: tal expansión sólo era posible a través de la concomitante expansión de las condiciones infraestructurales improductivas en términos capitalistas. Una parte cada vez mayor de los productos industriales fordistas suplementarios eran consumidos por trabajadores improductivos, lo que presupone una alteración fundamental del régimen de acumulación. Justamente por ese motivo, desde el inicio el deficit spending keynesiano no fue una simple medida de preparación o de transición, sino más bien la condición estructural de existencia y el instrumento político de regulación de la expansión fordista, que sólo comenzó a escala global después de la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, eso significa que la expansión fordista, con su «milagro económico», ya no era en principio un gran avance secular de la acumulación autónoma de capital; antes bien debía ser alimentada con la hipoteca de masas futuras de valor. Lo verdaderamente «autónomo» en la era fordista y en su «modelo de acumulación» era sólo el pago regular de los intereses de la masa crediticia cada vez mayor, a través de una efectiva ampliación de la masa absoluta de ganancia. No obstante, tal extensión de masa absoluta de ganancia era ya menor que la concomitante e inevitable ampliación de los «gastos generales» improductivos del sistema de mercado en vías de totalización.

De esto se sigue que la expansión fordista, desde el inicio, no podía ser más que un proceso histórico circunscrito. Más aún: como el capitalismo y su racionalidad empresarial constituían a fines de la Primera Guerra Mundial sólo un segmento de la reproducción social, ha de considerarse la era de la acumulación fordista como una etapa irrepetible de transición en la historia interna del capitalismo, en vez de presentársela como una «condición estructural» abstracta. El capitalismo es un proceso histórico de generalización de los propios criterios, que debe proseguir en niveles cada vez más elevados, sin poder volver jamás atrás. Por eso es erróneo concebir su historia como una simple sucesión de estructuras, sin tener en cuenta la dinámica autodestructiva del proceso en su conjunto. Se podría decir también: en la medida en que el capitalismo «triunfa», volviéndose la forma omnipresente de reproducción social (y por fin de la sociedad mundial) –fenómeno este inaugurado sólo por el fordismo–, demuestra también su propia imposibilidad lógica. Su victoria absoluta debe por tanto coincidir históricamente con su límite absoluto, a pesar de que la propia izquierda marxista no quiera oír hablar de ello, pues ella jamás analizó a fondo el problema de los sectores de la reproducción (ni, en consecuencia, el problema de la «revolución terciaria»), autoconvenciéndose cada vez más de la capacidad inmanente del modo de producción capitalista para autoperpetuarse (31).

La expansión del modo de producción capitalista, como presupuesto de la expansión fordista de la masa de ganancia y por tanto de la compensación de la disminución de la tasa de ganancia, implica la necesidad de ampliar permanentemente la producción y consecuentemente los mercados. Pero esto sólo funciona en cuanto las inversiones para el desarrollo de nuevos productos y para la ampliación superan en medida suficiente las inversiones destinadas al desarrollo de nuevos procedimientos y a la racionalización: de hecho, sólo de este modo se empleó una masa creciente en términos absolutos de fuerza de trabajo industrial, y fueron creadas crecientes rentas monetarias «basadas en la producción», a pesar de la racionalización. Sólo en la medida en que esta relación fue mantenida por lo menos hasta cierto punto, fue posible mantener viva la expansión fordista «en bola de nieve», a pesar de la presencia de una parcela desproporcional de sectores improductivos, y pagar con una masa real de valor los intereses de la montaña de créditos que crecía simultáneamente.

Esta decisiva distinción está ausente de la mayoría de los discursos, tanto burgueses como marxistas, relativos a la «teoría del crecimiento»: casi siempre, el «aumento de la productividad» o el crecimiento de la productividad son identificados directamente con el crecimiento de los mercados, con la creación de valor y luego con la acumulación de capital (32). Sin embargo, eso sólo es válido en condiciones bien determinadas y bastante precarias, a saber: que el aumento de la productividad sea menor que la ampliación de los mercados internos y externos por ella posibilitada. El salto de productividad en la industria automovilística organizado por Henry Ford hizo que para cada automóvil se emplease mucho menos fuerza de trabajo; pero la consecuente transformación del automóvil en un producto de consumo de masas desarrolló la producción automovilística de tal forma que, en conjunto, a pesar de la racionalización y del aumento de productividad, mucha más fuerza de trabajo pudiese ser empleada productivamente en la industria automovilística, aumentando así la propia producción real de valor. Es evidente, sin embargo, que esta condición no existe automáticamente y que no puede durar ad infinitum. Es inevitable llegar a un punto en que la relación se invierte: frente a mercados relativamente saturados, nuevos saltos en el crecimiento de la productividad tienen el efecto inverso, esto es, superan la ampliación de los mercados de trabajo y de mercancías por ellos proporcionada.

Todo este mecanismo de compensación dejaba de funcionar a medida que la fuerza de la expansión fordista decrecía. En lo que respecta a la expansión externa, ese punto crítico ya fue alcanzado después de la Segunda Guerra Mundial; la balanza de las exportaciones de capitales indicaba un saldo no positivo, cuando no negativo; se trataba siempre menos del aumento de la producción y siempre más de la simple deslocalización de la producción por motivos de costos. Hoy, gracias a la globalización de la producción, este proceso entra en su fase madura (lo que ya era posible comprender hace tiempo, por el hecho de que el comercio mundial crecía más rápidamente que la producción mundial). En este sentido, la teoría de la crisis de Rosa Luxemburgo demostraba (y demuestra) un acierto sustancial, ya que la cualidad compensatoria de la expansión externa disminuye y se vuelve visible una vez más su inmediata cualidad de crisis como límite del modo de producción.

Esencial fue mientras tanto el colapso del mecanismo de compensación en el plano de la expansión interna, que alcanzó la fase crítica con la revolución microelectrónica. A finales de los años 60, la expansión fordista se agotó en el propio interior de los países más desarrollados. La agricultura, la pequeña distribución y producción de mercancías, etc., estaban ahora completamente integradas en la racionalidad empresarial e industrializadas fordísticamente; además, las innovaciones fordistas de productos, así como los mercados de consumo de masas, ya no tan nuevos, estaban al borde de la saturación. De ahí en adelante, las innovaciones (por ejemplo, la sustitución del disco de vinilo por el CD y productos nuevos por el estilo) ya no podían suscitar avances significativos en el plano de la creación real de valor; para los antiguos productos fordistas (automóviles, electrodomésticos, aparatos audiovisuales, etc.) sólo existían las sustituciones (aceleradas por la «usura artificial», es decir, por el rápido desgaste del material conscientemente planeado y por tanto por la degradación de la calidad), y ya no nuevos y vastos mercados de consumidores.

El estancamiento del fordismo plenamente evolucionado aún podía ser prolongado durante cierto tiempo mediante la expansión de la industria de bienes de inversión. Internamente, sin embargo, estas inversiones eran ya cada vez más inversiones de racionalización, que empezaban a minar el potencial real conjunto de la creación de valor. Externamente, eran los retrasados fordistas en la periferia capitalista y en el Tercer Mundo los que ofrecían algún potencial suplementario para la exportación. Pero luego se comprobó que la expansión fordista no era universalizable, sino que más bien quedaría circunscrita a unos pocos países. Tanto los costos previos de capital como los costos de la infraestructura social necesaria subieron a partir de la Segunda Guerra Mundial a niveles tan astronómicos que se volvían prohibitivos para la abrumadora mayoría de los países ya a principios de los años 70. Por lo tanto, en muchos casos la expansión fordista se interrumpió al inicio o a mitad de camino. Las exportaciones de bienes de inversión empresariales o infraestructurales debían ser financiadas anticipadamente por créditos y los procesos productivos desarrollados no lograban siquiera pagar los intereses de estos créditos. El resultado fue la famosa crisis de las deudas del Tercer Mundo, que persiste hasta hoy y que alcanza ahora un volumen de 1,8 mil millones de dólares. En muchos casos se trataba de proyectos de partida totalmente insensatos (represas, centrales nucleares, etc.), fruto exclusivo de la colaboración entre políticos corruptos y empresas internacionales (como por ejemplo la Siemens) para obtener ganancias fáciles (33).

El estancamiento, en general catastrófico, de la expansión fordista en la periferia capitalista anunció también la crisis final en los países centrales. Ya la crisis petrolera, a mediados de los año 70, demostró que la estancada creación real de valor de las industrias fordistas soportaba mal ahora los costos adicionales. Comenzó entonces un movimiento en sentido contrario, cuyo fenómeno más visible es el desempleo estructural de masas en todos los sectores fordistas; un desempleo que crece de ciclo en ciclo. A partir del inicio de los años 80, el motor central de este proceso fue la revolución microelectrónica, que hizo derretir como nieve al sol el núcleo de empleos en la industria. El empleo industrial disminuyó en varios millones sólo en Alemania Occidental, en olas sucesivas desde 1980 hasta 1995. Lo mismo vale para los demás países industrializados. Esta disminución no fue compensada, ni mucho menos sobrecompensada, por la expansión fordista en Asia y en otros países, como cree cierto discurso de origen marxista, totalmente ingenuo en el campo de la teoría de la acumulación (34). El conjunto de cifras, a primera vista impresionantes, sobre la expansión industrial en India, China o en los «pequeños tigres» del sudeste asiático ignora sin embargo dos cosas. En primer lugar, en el caso de los grandes Estados como China, se trata en gran parte del antiguo modelo de industrias-fantasmas (desde el punto de vista del mercado mundial) subvencionadas por el Estado, un modelo que se vuelve más precario año tras año y que no será posible preservar en el caso de una apertura creciente al mercado mundial, impuesta por la nueva industrialización volcada a la exportación. Hechas las cuentas, en los sectores industriales orientales volcados hacia la exportación se crean muchos menos empleos adicionales que los que se pierden a medio plazo en ese mismo proceso en las viejas industrias estatales.

En segundo lugar, más empleos industriales en algunos (relativamente pocos) países fordísticamente atrasados no significa de ninguna manera una mayor creación real de valor, cuyo patrón, con la creciente globalización, es dictado por el nivel productivo del mercado mundial, esto es, por los sistemas industriales más desarrollados. Como tales patrones empresariales e infraestructurales son inaccesibles en gran escala hasta para los newcomers asiáticos, estos últimos procuran compensar la propia desventaja sobre todo con salarios bajos, pésimas condiciones de trabajo y destrucción desenfrenada del medio ambiente. A largo plazo, esto es insostenible incluso en el plano empresarial, a pesar de que a corto plazo pueda compensar parcialmente la superioridad que tienen los países industriales en el plano de la disponibilidad de capital. En las condiciones de la globalización, son siempre las mismas empresas occidentales las que lucran con el desnivel de los salarios y las leyes, a través de inversiones flexibilizadas por todo el mundo. Pero todo esto ocurre solamente en el ámbito empresarial y en la superficie del mercado. La real creación de valor por parte del capital mundial no es en modo alguno ampliada. Medido con base en el patrón global de productividad, es muy posible que cien o mil obreros con salarios bajos y con relativamente poco capital fijo produzcan menos valor que un solo obrero dotado de alta tecnología y elevado capital fijo en el mismo sector. Lo que se presenta como ventajoso para el cálculo particular del capital singular –que por su propia naturaleza debe ser ciego en relación al proceso conjunto de la valorización– no tiene nada que ver con la creación sustancial de valor en el plano de la sociedad (hoy de la sociedad mundial) (35). Obviamente, el problema de la sustancia real del valor acabará por hacerse notar en la superficie del mercado, con limitaciones aparentemente externas (e inesperadas) para el cálculo empresarial.

En suma, se puede decir que con la revolución microelectrónica, cuyo potencial está lejos del agotamiento, desde principios de los años 80, junto a la expansión fordista se estancó también la ampliación del trabajo productivo y, por tanto, la creación real de valor; así, a partir de ahora el trabajo productivo retrocede a escala global. Esto significa que hoy ya no existe el mecanismo histórico de compensación que sustentó la expansión simultánea del trabajo improductivo en términos capitalistas. En verdad, la base de la reproducción capitalista ya alcanzó su límite absoluto, aunque su colapso (en el sentido sustancial) no se haya realizado en el plano fenoménico formal. Pero tal realización ya no se presenta sólo como disminución acentuada de la tasa de ganancia. Esta expresión indica, de hecho, solamente el modo como aparece el límite relativo de la reproducción capitalista en las condiciones de una masa absoluta de ganancia todavía en crecimiento (ampliación del modo de producción) (36). En cuanto a esto, una vez más tiene razón Rosa Luxemburgo en su Anticrítica, aunque esa limitación relativa no se extienda «hasta el día en que el sol se apague». El límite absoluto no aparecerá bajo la forma de una simple aceleración lineal de la «caída tendencial», de manera que el capitalismo sea abandonado con resignación por el management, por falta de rentabilidad. Antes bien, alcanzado el límite absoluto, se acaba también la acumulación absoluta de «valor» en general. En términos sustanciales, la tasa de ganancia no «disminuye», sino que deja totalmente de existir, con la desaparición de masas suplementarias de valor. El concepto se vuelve sin sentido (37). Al mismo tiempo, el proceso de acumulación continúa aún formalmente durante cierto período (y así se obtienen ganancias en términos formales), pero ya sin ningún vínculo con la sustancia real del valor (en ruina), guiado sólo por la ahora incontrolada creación de «capital ficticio» y de dinero sin sustancia, en sus diversas formas fenoménicas.

En los años 80, las instituciones capitalistas dejaron de reaccionar a esta evolución. Por un lado, en la estela de la ola ideológica neoliberal triunfante en todo el mundo, los mercados financieros fueron «desregulados» de forma nunca vista (o sea, «liberados» de todos los dispositivos de seguridad aún existentes), con el fin de crear suficiente liquidez global para la acumulación-fantasma sin base real. Por otro lado, se lanzó una ofensiva contra el consumo estatal (sobre todo contra el Estado social), con el fin de disminuir la parcela estatal y retornar a condiciones supuestamente «regulares»; en esto el monetarismo debe ser considerado, por así decir, como una especie de sombrío presentimiento y de reacción instintiva por parte de las instituciones capitalistas. La esperanza de un retorno a la acumulación «regular» del capital es sin embargo vana, toda vez que en lugar del consumo estatal no surge un segmento de capitalismo privado con la misma dimensión, sino que solamente ve la luz el vacío sustancial de la reproducción, o sea, el hecho de que una gran parte de la reproducción capitalista depende hace tiempo del «capital ficticio» del consumo estatal y no podría sobrevivir a un Estado realmente «enjuto». Es por ello que la ofensiva «reaganómica» o «thatcheriana» contra el consumo estatal fracasó incluso en los Estados Unidos y Gran Bretaña. El nudo de la gran crisis, que también empíricamente se vuelve más grande que nunca, se manifiesta inevitablemente en el plano de los mercados financieros desregulados.

8. Las estructuras globales del déficit y el corto verano del capitalismo de casino

Para la memoria notablemente breve de los hombres socializados por el mercado (donde se incluyen desde hace mucho tiempo los propios teóricos de la izquierda y ex izquierda), todo esto puede ser fantasioso, ya que sólo habrán creído en la crisis absoluta cuando tuvieron que buscar la comida en la basura o cuando estuvieron bajo el fuego de la artillería; pero como son expertos en reprimirse, tal vez ni así. ¿Dónde está el colapso por estos pagos? –se preguntan con una sonrisa más o menos acentuada. Bien, es verdad que se trata de procesos históricos; pero, en sentido histórico son procesos bastante breves, a pesar de que puedan parecer largos para la conciencia formada por el mercado y por la política. Si el verano siberiano del boom fordista en la posguerra ya fue corto, la época siguiente del «capitalismo de casino» será más breve aún. Después de mediados de los años 80, la acumulación ficticia se convirtió en un boom puramente especulativo, que en los 90 mantiene un nivel elevado, aunque el «estallido de la burbuja» ya se ha hecho anunciar varias veces.

¿Cuáles serían las consecuencias, si estallase la burbuja global? Los espíritus ingenuos creen que mínimas o ninguna, y algunos citan hasta al propio Marx, que de hecho escribió: «Una vez que la disminución o el aumento del valor de estos títulos llegan a ser independientes del movimiento de valor del capital que representan, la riqueza de una nación no varía a consecuencia de tal disminución o aumento» (Das Kapital, t.3, p. 486). Pero esto, obviamente, sólo vale en la medida en que el «capital ficticio» se mueve exclusivamente en la superestructura financiera y crediticia, sin feedback en la reproducción real. Por eso, Marx ya hacía ciertas reservas: «En la medida en que su desvalorización no expresaba un estancamiento efectivo de la producción y del tráfico por las vías férreas y canales, ni la interrupción de proyectos en curso, o el despilfarro del capital en proyectos sin ningún valor, la nación no se empobrecía ni en un céntimo con el estallido de esas pompas de jabón del capital monetario nominal» (ibidem).

Pero cuán rica será verdaderamente la «nación», si se enriqueció «a partir de títulos» y financió ficticiamente la producción y las rentas, o si por el contrario el colapso sólo se despliega en el Olimpo financiero, empobreciendo sólo a los especuladores –he aquí verdaderamente la cuestión. Ya en tiempos de Marx, los shocks de desvalorización del «capital ficticio» no dejaron de producir daños más o menos graves en la producción industrial; por ejemplo, en el gran crash de la especulación ferroviaria en Alemania en los años 70 del siglo XIX, seguido de un período de estancamiento que duró casi veinte años (38). Pero en ese siglo, cuando el capitalismo apenas era aún un segmento de la sociedad y cuando su reproducción dependía mucho menos del sistema crediticio, el movimiento del «capital ficticio» era, de hecho, relativamente limitado, tanto por el volumen como por los reflejos sobre la producción real. Al contrario, la situación actual probablemente ni el mismo Marx la podría imaginar. En realidad, después de la expansión fordista, la relación se invirtió: la reproducción real se convirtió en el apéndice de una gigantesca burbuja de «capital ficticio» en sus diversas formas fenoménicas y en sus diversos estados de agregación, en vez de producir esa burbuja como una mera emanación de su interior.

¿Cuál es, exactamente, la situación? El crédito estatal y el capital monetario especulativo se entrelazaron en muchos aspectos, y una dramática desvalorización de la superestructura financiera traería consigo la ruina, de una u otra manera, de los títulos del Estado, destruyendo la capacidad estatal de refinanciarse. En ese caso, la subvención de sectores enteros de la industria y de la agricultura, hoy ya arruinados en muchos países del antiguo Tercer Mundo, debería cesar también en otros países: en Rusia, en India y en China, así como en los propios países de la OCDE. La masa de subvenciones, todavía importante a escala global, para la lógica del mercado no es otra cosa en realidad que «despilfarro de capital en empresas absolutamente sin valor»; y está claro que hoy este factor tiene un peso mucho mayor que en la época de Marx, cuando era casi desdeñable o se hallaba restringido a una parte relativamente pequeña de las inversiones privadas.

Hoy en día, el capital especulativo privado, en sus fantasiosas creaciones derivadas, supera de lejos al crédito estatal. Eso significa que, desde el inicio del capitalismo de casino, una masa cada vez mayor de capital monetario fordista ya no más rentable en actividades reales desembocó en la superestructura financiera (la «superacumulación» de las industrias fordistas a partir de los años 70), y que allí, en su acumulación ficticia (D-D’), reunió una masa sin precedentes de valores ficticios, que son registrados y tratados como rentas monetarias reales. Claro que determinada parte de este dinero comercial ficticio retorna, directamente o por medio de préstamos (hecho que obviamente infla aún más la burbuja), a la reproducción como demanda aparentemente real. Así son alimentados los procesos que ya no poseen ninguna base sustancial y que tendrán que ser interrumpidos en el caso de una gran desvalorización. También este factor es mucho más importante hoy que en tiempos de Marx.

La parte de la masa total del «capital ficticio» comercial que repercute sobre la producción real, bajo la forma de demanda sin sustancia real de valor, es hasta ahora mínima, al contrario de lo que acontece con el consumo estatal. Si toda la montaña de los valores comerciales ficticios se pusiese hoy en movimiento como demanda real, ello significaría la hiperinflación inmediata también en Occidente (39). Sin embargo, esa parte principal de los valores ficticios que actualmente no está incluida como demanda en la reproducción real, pero que permanece en la superestructura especulativa, puede servir indirectamente de base a grandes sectores de la reproducción real aparentemente productiva. Los balances tienen la solución para este enigma. No debe olvidarse nunca que un balance es algo siempre intrincado, que requiere ser primero descifrado. Con todo, para un balance positivo, o por lo menos en equilibrio, siempre es necesario un «haber» efectivo («efectivo» en el sentido de activos bajo cualquier forma), si no se quiere proceder a una pura y simple falsificación (el hecho de que también estás crecieran rápidamente es un indicio más de la proximidad del límite de la acumulación ficticia). Pero de dónde viene este «haber» y de qué forma es agregado, ésta es otra cuestión.

¿Cómo se presenta, en el plano de los balances, la transición del capitalismo industrial real al capitalismo de casino especulativo? La respuesta es: con el predominio, en las ganancias y en los ahorros, de las rentas derivadas de la superestructura financiera (D-D’) con relación a las rentas derivadas de la acumulación industrial real (D-M-D’). En otras palabras: el factor decisivo ya no está constituido por la producción real y por sus éxitos en el mercado, sino por una contabilidad mañosa capaz de equilibrar el balance a través de operaciones especulativas. O de otra forma aun: hoy la defensa de las cuotas de mercado sólo es posible, total o parcialmente, a través de ganancias especulativas. Obviamente, esto no se da en todos los casos, pero es decisivo el peso equilibrador que el «capital ficticio» posee en el conjunto de la sociedad. Sin aparecer todavía como demanda real de inversiones o de consumo, estos activos pueden sustentar una parte notable de la reproducción real y mantener vivas empresas, producción y empleos, simplemente equilibrando el balance. Si el capital ficticio sufriese una desvalorización en amplia escala, esto acarrearía la rápida quiebra de un número sorprendente de empresas aparentemente «saludabilísimas».

No son simples hipótesis, como demuestran en los últimos años los escándalos, las megaquiebras y las «acciones de recuperación» repentinamente necesarias, que representan sólo la punta del iceberg. Trátese de la Metallgesellschaft de Francfort, de la bancarrota millonaria del rey de la construcción Schneider o de la quiebra del banco tradicional londinense Barings, en todos estos casos hubo un tránsito aparentemente inmediato desde los balances prósperos hasta la insolvencia, porque la contabilidad había entrado en especulaciones que se revelaron erradas en la esfera de los inmuebles, de las divisas, de las operaciones a plazo y otras formas derivadas de especulación. Los bancos se convirtieron en el centro, no ya de las operaciones capitalistas reales de crédito, sino de las especulaciones globales; y parece bastante plausible la acusación de Schneider, el forajido y ex estrella de los empresarios alemanes, en el sentido de que el Deutsche Bank favoreció consciente y esforzadamente la peligrosa deriva de sus negocios. Resulta también sintomático el caso Barings. El 4 de febrero de 1995, un artículo lisonjero del Frankfurter Allgemeine Zeitung elogiaba al banco como una empresa excepcional y «uno de los más fuertes en Asia», con un 54% de beneficios en 1994. Y citaba las palabras de su jefe, Peter Baring: «No necesitamos seguir la moda. Sabemos pensar a largo plazo». Verdaderamente un caso del que los «guardianes» del capitalismo de izquierda se pueden servir para demostrar cómo está de buena la salud del «capital». Menos de una semana después, Barings se declaraba en quiebra, debido a las equivocadas especulaciones realizadas en la Bolsa de Tokio por un broker de 29 años. Un éxito tal no habría sido posible si el capitalismo fuese, según sus propios criterios, un capitalismo «real», en el que el sistema bancario sirve verdaderamente para financiar la producción real para el mercado.

Per no son sólo los bancos y los departamentos de contabilidad de las empresas los estafadores de cuello blanco que hacen apuestas en el casino global. También los fondos de pensiones, el erario público, los tesoreros municipales desde Tokio hasta los confines del mundo, las cajas de los partidos, asociaciones y sociedades civiles se lanzan a «apuestas» cada vez más arriesgadas; en parte impelidos por la necesidad, ya que las rentas reales dejan de ser suficientes. Tal situación se asemeja a la de los balances de las empresas: condiciones financieras más o menos desastrosas son «ajustadas» especulando con formas derivadas. Hay ciertos casos en que son los distintos responsables financieros quienes no resisten la tentación y quieren hacer algún bien a sus instituciones, siendo aparentemente tan fácil, con apuestas suficientemente altas, crear de la nada grandes reservas financieras. Que con ello se puede ir uno a pique, lo experimentó por ejemplo, en 1994, un tesorero del Partido Socialdemócrata alemán (PDS) que jugó en la Bolsa, con las mejores intenciones, un fondo regional de su partido. Cuando también en 1994 el distrito californiano de Orange se declaró en quiebra gracias a las desgraciadas especulaciones de su administración financiera, los secretarios de finanzas de los Estados federales alemanes y los portavoces de las administraciones se dieron prisa en asegurar que nada parecido podría ocurrir en Alemania. Una afirmación digna de poquísimo crédito, toda vez que justamente ahora se ha hecho público que a las administraciones financieras les está permitido realizar «inversiones» de tipo derivado.

En las formaciones de capital ficticio consideradas hasta ahora, y en sus repercusiones sobre la producción, se manifiesta la condición general de la «superacumulación estructural» global que de forma más o menos evidente hizo nacer en todas las economías nacionales, incluidas aquellas al borde del colapso, el «capitalismo de casino», carente de una solidez real basada en las respectivas monedas nacionales (40). Mientras la absurda creación global de liquidez por parte del «capital ficticio» continúe expandiéndose (y hoy se expande de manera más desenfrenada que nunca), las catástrofes de desvalorización pueden limitarse a significativos casos aislados, que se generalizan sólo en condiciones de inevitable contracción. Las órdenes de grandeza se saldrán de los ejes, como se puede observar por las estimaciones de los analistas financieros, que sólo para las nuevas formas derivadas de la especulación suponen un volumen de 10 a 50 mil millones de dólares. Las oscilaciones se explican por el hecho de que nadie tiene ya una visión sinóptica y que la abolición de las válvulas de seguridad internacional aniquiló el propio control estadístico. De esta forma, está claro que tales grandezas hacen que el «mísero» 1,8 mil millones de dólares de las deudas del Tercer Mundo aparezca casi como una cantidad despreciable. Sólo con esta creación desmesurada de liquidez, no garantizada por la economía real, era posible declarar resueltas las diversas crisis de débito –»resueltas» por medio de la acumulación infinita de nuevos materiales explosivos (al tiempo que casi nadie habla ya de las consecuencias de la crisis de las deudas, que siguen aumentando).

Sin embargo, a partir de los años 80 el «capitalismo de casino» no sólo llegó a ser una condición estructural en el interior de las economías nacionales aisladas, sino que esa estructura se internacionalizó en un plano superior; no solamente como globalización de los mercados financieros especulativos, sino también como creación de circuitos deficitarios internacionales entre las diversas economías nacionales que la globalización viene disolviendo. Tal circuito deficitario puede darse en dos planos, y en ambos casos la economía real es alimentada con capital monetario introducido desde el exterior. Por un lado, ya no se financia la deuda pública con el ahorro interno (o con la inflación interna del papel-moneda), sino con capital monetario externo; lo mismo ocurre en el plano del endeudamiento de las empresas. La crisis de las deudas del Tercer Mundo es sólo un caso especial, hoy ya precario, de este endeudamiento externo. El aspecto candente de la cuestión está en el hecho de que el continuo recurso al capital externo debe ser pagado en divisas, o sea, únicamente por medio de continuos excedentes en las exportaciones, lo que a su vez conduciría a déficits en otros sectores (41). Este endeudamiento externo actúa del siguiente modo sobre la economía real: el dinero tomado en préstamo reaparece en alguna parte en el interior como demanda estatal o privada, para después ser pulverizado en el consumo o desbaratado en «inversiones» (armamento, préstamos a fondo perdido, subvenciones de sectores no rentables, etc.).

Por otro lado, se trata de un modo de financiar los saldos comerciales negativos a través de deudas, es decir, que los excedentes más o menos elevados de las importaciones serán pagados no con el ahorro interno, sino con capital monetario extranjero. En verdad, tal proyecto representa desde el punto de vista económico una imposibilidad lógica: o se toma prestado dinero del exterior, y entonces es preciso restituirlo a través de excedentes en las exportaciones, o hay excedentes en las importaciones, y entonces es preciso pagarlas con reservas financieras internas y depósitos en divisas obtenidas anteriormente; las dos cosas se excluyen mutuamente. Sin embargo, si el endeudamiento externo y la balanza comercial negativa coinciden, se trata desde el inicio de un proyecto precario en el contexto del «capital ficticio» y/o del resultado de estrategias políticas que intentan escapar irregularmente del sistema económico y de sus leyes. En todo caso, esta imposibilidad económica no puede ser mantenida durante mucho tiempo.

Naturalmente, no es la primera vez que se registran déficits en las balanzas tanto comerciales como de capital, pero aquí vale lo ya afirmado sobre el endeudamiento estatal y la expansión del crédito en general: en épocas pasadas, los déficits eran comparativamente modestos, no siendo acumulados por períodos prolongados y pudiendo ser rápidamente cancelados (lo que también era posibilitado con facilidad por la simultánea expansión capitalista). Hoy, por el contrario, nos enfrentamos no sólo con dimensiones mucho mayores de endeudamiento externo, sino también con verdaderos circuitos deficitarios estructuralmente solidificados, que crecen hace diez o veinte años y que ya no están bajo el signo de la expansión económica real, limitándose apenas a simularla.

Existen diversos circuitos deficitarios dispersos por todo el planeta, pero los dos más importantes son el europeo y el asiático. En Europa, es el capital financiero de Alemania Occidental, acumulado en los tiempos de la expansión fordista posterior a la Segunda Guerra Mundial, el que está en centro de los circuitos deficitarios a todos los niveles. Los países de la Unión Europea, todos más o menos deficitarios en sus intercambios con Alemania, toman prestado de esta última el capital monetario, a intereses de mercado; a través de los varios fondos de compensación de la UE (de los que Alemania paga la mayor parte), las economías nacionales más débiles reciben también continuamente fondos estructurales; en tercer lugar, Alemania tiene que prestar masas crecientes de capital monetario en gran parte a fondo perdido a los países de Europa oriental y sobre todo a Rusia (que agita el arma atómica vuelta incontrolable) para retrasar el inevitable segundo colapso, que esta vez se deberá estrictamente a la economía de mercado; en cuarto lugar, se hizo necesaria una transferencia de capital líquido a la ex Alemania oriental del orden de los 150 a 200 mil millones de marcos por año, para hacer respirar artitificialmente por tiempo indeterminado a la economía oriental, clínicamente muerta después de la unificación (42). La superestructura financiera de Alemania, que según la opinión corriente es aún un país relativamente serio en términos capitalistas, se encuentra por eso mucho más decadente de lo que parece a primera vista. No sólo gracias a la estructura interna, que también en Alemania está ahora caracterizada por el «capitalismo de casino», sino también a causa de la sólida integración en el complejo de los circuitos deficitarios europeos.

Sin embargo, el máximo de osadía y de falta de proporciones económicas se encuentra probablemente en el circuito deficitario del Pacífico, que incluye el Este asiático y los Estados Unidos. Estamos aquí ante un engranaje particularmente delicado. Desde el punto de vista de Japón y de los distintos «pequeños tigres», el circuito deficitario del Pacífico se presenta del siguiente modo: primero, la constitución específica de los mercados financieros japoneses y de su relación paternalista y en buena parte informal con la industria de exportación hizo posible en los años 80 un rendimiento financiero sin igual. Japón financió todo el equipamiento (de otro modo ciertamente inaccesible) de su industria de exportación de alta tecnología casi sin gastos (por lo menos en apariencia): fue el único país industrializado que transformó buena parte del gigantesco aumento ficticio de valor de la era especulativa en demanda real de bienes de inversión extremadamente costosos; aquí, efectivamente, ocurrió el feedback inmediato del «capital ficticio» hacia la producción real, y ello sin un efecto inflacionario igualmente inmediato sobre la economía interna japonesa, pues tal feedback asumió la forma de un flujo de exportación, dirigido sobre todo a los Estados Unidos (43).

Los «pequeños tigres» se adaptaron de forma precaria a la apisonadora de las exportaciones japonesas. Obviamente, ningún «pequeño tigre» podía financiar su industrialización orientada a la exportación con el ahorro interno, sino a través de un endeudamiento creciente con Japón. Y en el Japón donde se prestaba y se presta el dinero para las inversiones necesarias, se compra gran parte de los bienes de inversión (en cierta medida, se trata directamente de exportaciones de capital por parte de las empresas japonesas y en una parcela mucho menor de empresas occidentales). De alguna manera, se puede hablar por tanto de un circuito deficitario interasiático: Japón presta a los «pequeños tigres» el dinero para que éstos puedan comprar bienes de inversión en Japón. Esto sólo funciona porque dichos países, así como el propio Japón, exportan a más no poder, y sobre todo a los Estados Unidos, que cumple el papel de esponja. Se puede reconocer esta dinámica, condenada al desastre, en el hecho de que los «pequeños tigres» tienen saldos comerciales muy positivos con relación a Europa (aunque ya decrecientes) y a los Estados Unidos, al tiempo que sus balances comerciales y de capital son altamente deficitarios con relación a Japón (¡y en su mayor parte en términos absolutos!).

El pequeño circuito deficitario interasiático se alimenta a su vez del gran circuito deficitario del Pacífico, que se manifiesta del lado de los Estados Unidos. Bajo la presión del consumo improductivo de la potencia mundial, de lejos superior al de otros países industrializados fordistas, la fuerza económica relativa de EE.UU., que después de la Segunda Guerra Mundial dominaba sin competencia en todos los sectores, disminuyó a ojos vista a partir de los años 60. La base industrial se diluyó casi por completo, de manera más radical que en otros sitios: no tanto en la forma de una caída del empleo industrial provocada por la racionalización tecnológica, sino más bien como abandono total de sectores industriales enteros, cuyo producto fue sustituido por las importaciones (44). Como al mismo tiempo decreció cada vez más la tasa de ahorro de los ciudadanos norteamericanos, más propensos al consumo, hasta llegar a ser hoy una de las más bajas del mundo, fue necesario, además del exorbitante endeudamiento interno, echar mano del capital monetario extranjero en proporciones cada vez mayores (45).

Los Estados Unidos lograron y logran –aunque este hecho debiese ser económicamente imposible– endeudarse en el exterior y tener al mismo tiempo elevados déficits en la balanza comercial, por el sencillo motivo de que el dólar poseía, y en parte posee aún actualmente (de forma diluida), la función de moneda mundial. Esto significa que EE.UU. puede pagar su deuda externa con su propia moneda, en vez de tener primero que obtener divisas a través de excedentes comerciales para poder pagar los intereses sobre la deuda externa y amortizarla. En verdad, le hace pagar al exterior una parte de su deuda con las altas y bajas en el cambio del dólar, aunque tal método parezca haber perdido hoy gran parte de su eficacia y acabe por conducir tarde o temprano a una fuga generalizada del dólar, que tendrá como resultado una caída drástica de esta moneda y la crisis del comercio mundial. La decadencia del dólar y la crisis del sistema monetario internacional a lo largo de los dos últimos años demuestran claramente que la evolución avanza en este sentido.

A través de la dupla formado por el déficit del endeudamiento externo y la balanza comercial negativa, los Estados Unidos se volvieron también, en los últimos 15 años, la esponja de doble cara de la economía mundial: por un lado, succionan el capital monetario extranjero y, por otro, pagan con ese dinero tomado en préstamo sus gigantescos excedentes en importaciones, succionando una masa enorme de productos industriales externos. Esta grotesca desproporción se concentra casi enteramente en la región del Pacífico. Toda la palabrería sobre el supuesto «siglo del Pacífico» que nos aguarda se deshace en el aire, ya que está fundado en el circuito deficitario entre Asia oriental y los Estados Unidos. Los japoneses prestan a EE.UU. el dinero para poder realizar los excedentes comerciales en los intercambios con los EE.UU., y con los excedentes comerciales obtienen los fondos que pueden prestar a los EE.UU. Es evidente que esta situación económica paradójica, de la cual participa hoy todo el sudeste asiático, en pocos años tendrá que caer por tierra.

La industrialización asiática orientada a la exportación, en cuya base están los salarios bajos y la utilización salvaje de todos los recursos, apenas estimula una reducida creación suplementaria de valor y condena a muerte a las industrias estatales nacionales, que florecieron en la antigua «modernización tardía»; además, millones de empleos así creados dependen del déficit exterior de los Estados Unidos. La industrialización asiática orientada a la exportación, aparte de ser muy pequeña en términos absolutos para poder producir otra expansión fordista, es también desde el principio poco digna de crédito en los propios parámetros capitalistas. Se trata sólo de una expansión fordista simulada por medio del megacircuito deficitario del Pacífico; sin poder repetir el desarrrollo occidental, se precipita más bien hacia una catástrofe inesperada.

9. El camino del shock de la desvalorización

Si buscamos la verdadera y real producción de plusvalía y la correspondiente necesidad de aumentarla, hay que concluir forzosamente que el corazón del capital mundial ya dejó de latir. Hace por lo menos una década que no se hace más que simular la acumulación capitalista con expedientes monetarios, de modo que el capital depende del pulmón artificial de los procesos ficticios de creación de valor: en el plano de las economías nacionales, por intermedio del endeudamiento estatal y del «capitalismo de casino»; en el plano de la economía mundial, con la ampliación del «capitalismo de casino» a los mercados financieros, que se volvieron incontrolables, y con los grandes circuitos deficitarios internacionales. Tarde o temprano, es lógico que la reproducción capitalista sea reconducida a su base real, a través de una violenta contracción de las masas de dinero sin sustancia; o sea que entonces se verificará que el capitalismo es en verdad un cadáver ambulante. En otras palabras: la liquidez ficticia, creada sin ningún fundamento en la producción de capital, será desvalorizada de una manera u otra, antes o después.

No se pueden prever los detalles operacionales de este proceso de desvalorización; si ocurrirá en tiempos diferenciados en varios niveles, o si abarcará todos los niveles al mismo tiempo; si durará un largo período o si adoptará la forma de un gran crash de desvalorización global, por así decir de una explosión atómica monetaria. La «masa crítica» ya está acumulada desde hace mucho tiempo, y la chispa que desencadenará el proceso puede saltar en cualquier momento, a través de crisis económicas o políticas. Sin duda, una causa previsible es el circuito deficitario del Pacífico y un punto neurálgico el mercado financiero japonés (46). El hecho de que Japón haya sido, en los años 80, el único país que utilizó la gigantesca burbuja especulativa para hacer inversiones reales igualmente gigantescas, acabó por conferir a su «capitalismo de casino» una particular forma de evolución.

Mientras que el gran crash de la Bolsa de 1987 y la caída de la especulación inmobiliaria al final de los años 80 representaron en los Estados Unidos apenas un accidente en el transcurso de la acumulación de valores ficticios (que de hecho continúa desenfrenada, alimentada con una nueva liquidez), Japón estuvo al borde de la gran catástrofe financiera. En Occidente, la mediación de los valores especulativos ficticios con la economía real permaneció en gran parte indirecta, y las enormes pérdidas en la contabilidad fueron compensadas, después de un período crítico de transición, por medio de nuevos vuelos especulativos, o incluso fueron superadas con reiterados aumentos ficticios de valor (el índice Down Jones, el barómetro de Wall Street, más que duplicó desde entonces su valor). En Japón, por el contrario, los valores ficticios fueron invertidos en gran parte en la economía real, de modo que el crash cavó un abismo imposible de llenar. La burbuja tuvo que reventar, y la cotización de las acciones y el precio de los inmuebles japoneses no se recuperaron hasta el día de hoy (el índice Nikkei, el barómetro de la Bolsa de Tokio, cayó más de la mitad desde entonces).

¿Por qué no se dio aún una catástrofe financiera abierta en Japón? La respuesta debe ser buscada una vez más en la estructura paternalista específica de la economía japonesa, en sus rasgos arcaicos. La unión informal entre gobierno, bancos y grandes empresas logró fundar una sociedad nacional de compensación, a la cual se traspasaron los créditos fallidos, evitándose así las megaquiebras entonces inminentes. Algo semejante no habría sido posible en ningún país occidental. Pero naturalmente ni siquiera los japoneses son tan expertos como para conseguir burlar las leyes del dinero a fuerza de astucia paternalista. Ningún truco puede hacer desaparecer la masa de crédito fallido, y ésta crece por el simple hecho del pago de los intereses, por mucho que Nippon S/A intente desesperadamente redimensionarla mediante amortizaciones en pequeñas dosis, que el sistema bancario es capaz de soportar. De vez en cuando se sacrifica a un socio de mediana dimensión para aliviar algo la presión: por ejemplo, la cooperativa japonesa de crédito Cosmos Credit Corp., una de las mayores del país, debió ser intervenida en agosto de 1995, y los depositantes corrieron hasta el banco, en escenas dramáticas, para retirar el dinero.

Según datos del Ministerio de Finanzas japonés, del verano de 1995, el volumen de los créditos fallidos asciende a cerca de 650 mil millones de dólares. Teniendo en cuenta el lenguaje habitual de la diplomacia financiera, podemos deducir dos cosas: primero, que la masa real debe ser mucho mayor aún; segundo, que es inminente la ruptura de la barrera, anunciada con sonrisas llenas de discreción y cortesía. La vorágine por el mar de quiebras podría ser lo suficientemente grande para arrastrar la montaña del déficit norteamericano y ahogar el circuito deficitario del Pacífico. Ya hoy Japón está obligado a soportar los costos necesarios para contener la avalancha de créditos fallidos internos, y al mismo tiempo a seguir comprando títulos del Tesoro norteamericano para no poner en peligro sus exportaciones a los Estados Unidos. Con todo, no se pueden mantener para siempre excedentes comerciales de tales dimensiones; el aumento permanente del cambio del yen con relación al dólar indica la corrección inevitable, siendo que las exportaciones japonesas se redujeron ya. En un futuro próximo, todas las amarras serán rotas, y detrás de la constante disputa comercial entre los Estados Unidos y Japón, mutuamente vinculados por el déficit, está en verdad la cuestión de saber quién habrá de pagar la mayor parte del inminente shock de desvalorización en el frente del Pacífico.

Este shock ya no podrá limitarse a una región del mundo; constituirá la señal del proceso de desvalorización no sólo de todo el «capitalismo de casino», sino también probablemente del capital ficticio, hace ya mucho tiempo maduro bajo la forma de los créditos estatales, en los cuales el trabajo abstracto fue hipotecado a un futuro remoto. Una contracción global semejante no significaría sólo la anulación de todo el dinero y de todas las formas monetarias que no deriven del proceso originario D-M-D’, sino también del proceso ficticio de creación de valor D-D’. Esta anulación puede asumir la forma de la inflación o de la deflación (o más probablemente de un híbrido de ambas).

Para comprender esta lógica, es necesario hacer abstracción de las formas fenoménicas, puramente exteriores, del fuerte aumento o de la fuerte disminución de los precios, tal como son indicadas normalmente la inflación y la deflación. En realidad, no se trata de un aumento de los precios de las mercancías determinado por el desarrollo inmanente de los propios mercados de bienes, que como se sabe son regulados en la superficie por el movimiento de la oferta y de la demanda, sino de un desarrollo autónomo en el plano del dinero, esto es, de la desvalorización de éste. Como desvalorización del dinero, la inflación y la deflación son idénticas y se distinguen sólo en la forma en que se da la desvalorización. En el caso de la inflación, el dinero continúa circulando; su desvalorización se manifiesta como un aumento imprevisto de los precios de las mercancías hasta dimensiones astronómicas, independientemente de la oferta y la demanda. En el caso de la deflación, por el contrario, grandes masas de dinero o ciertas formas monetarias como tal son anuladas o desaparecen de la circulación; la desvalorización surge, entonces, como reducción imprevista del poder de compra o de la solvencia sociales, lo que puede (pero no siempre debe) asumir el aspecto de una reducción general de precios.

Si la dimensión del proceso de desvalorización fuese suficientemente grande, es lícito imaginar que la inflación y la deflación se presenten en varios planos: por ejemplo, inflación de los precios de los bienes de consumo y de los bienes de inversión, simultánea con la deflación de los depósitos bancarios, títulos de la deuda pública, acciones e inmuebles. Semejante combinación de las dos formas de desvalorización del dinero es posible cuando la especulación cae por tierra y el Estado cancela con un acto de fuerza el débito que contrajo ante sus acreedores, en tanto el gobierno continúa emitiendo papel-moneda para no interrumpir el consumo en masa y evitar rebeliones (los contornos de tal situación se hicieron visibles, por ejemplo, en Yugoslavia y después en Serbia-Montenegro).

Pero sea como fuere en los detalles la desvalorización del dinero, cuyos prolegómenos ya se dejan entrever en gran parte del mundo como ciclo hiperinflacionario, ésta constituye el final de la historia del modo de producción basado en el dinero. Es ilusorio creer que, después del gran shock de la desvalorización y/o del ciclo de desvalorización del dinero global, el juego capitalista pueda reanudarse desde el principio, sobre un terreno «purificado» (47). A diferencia del pasado, la desvalorización actual ya no es una simple interrupción momentánea del ascenso del trabajo abstracto en el capitalismo industrial, sino que señala un estadio irreversible de la cientifización del proceso de «metabolismo con la naturaleza»: por un lado, el rápido declive de la creación de valor en el capitalismo industrial, gracias a la racionalización y a la globalización con la microelectrónica; por otro, la ampliación igualmente rápida del trabajo improductivo en términos capitalistas (que, desde la perspectiva del sistema, sólo intermedia el consumo para las condiciones infraestructurales): la combinación de estos dos procesos representa un estadio en el que el capitalismo ya no puede obedecer sus propios criterios. Su contradicción lógica entró históricamente en la madurez.

En estas nuevas condiciones, los procesos de desvalorización del capital ya no preparan el terreno para una nueva fase de acumulación, como pretendía creer la teoría de Joseph Schumpeter. La desvalorización de «antiguas» formas de capital sólo posibilita la formación de nuevas formas de capital cuando estas últimas abren la posibilidad de una utilización posterior de trabajo abstracto a la altura del nivel vigente de productividad; el único caso de este género fue la expansión fordista. Pero si esta ampliación potencial ya no es dada, pues el nivel de productividad se vuelve demasiado elevado y la racionalización crece más rápidamente que la expansión de los mercados, entonces la simple desvalorización de dinero, máquinas o edificios no sirve para nada. Ninguna desvalorización reconduce a un estadio anterior (esto es, inferior) de la cientifización, ya que el nivel de productividad está almacenado, en última instancia, en el saber de la sociedad y en las cabezas de las personas, y no en sus formas exteriores, tales como máquinas, aparatos, etc. Una simple desvalorización o una destrucción bélica de estos agregados no bastaría para crear un nuevo punto de partida para una fase secular de acumulación.

La concepción primitiva según la cual el capital se quema periódicamente a sí mismo, para después resurgir como Fénix de las cenizas, pasando así de la eterna destrucción a la eterna autorrenovación, forma parte del pensamiento mitológico, no del pensamiento histórico y analítico. Una desvalorización en sí, a la que no siga una producción real y aumentada de valor y de alta intensidad de trabajo (que no es exclusivamente producción de bienes, sino también utilización de cantidades de trabajo abstracto), no pasa de una simple desvalorización; una reanudación de la reproducción capitalista sobre la supuesta nueva base repetiría por tanto en rápida progresión la crisis y el colapso. En los ciclos de hiperinflación y colapso periódico de los sistemas financieros ya se puede reconocer en muchas regiones del mundo una situación de este tipo.

El viejo marxismo ligó siempre todas sus ideas de crítica y emancipación a las formas inmanentes de la reproducción capitalista (luchas redistributivas en la forma monetaria, regulación o «planificación» dentro de los horizontes de la forma-mercancía, etc.), redimensionando la semidigerida teoría de Marx de la crisis, según estas necesidades inmanentes. Es tan incapaz de ofrecer una respuesta a los nuevos desarrollos de la crisis como la teoría burguesa es hace tanto tiempo inconsistente. La crisis de la producción de mercancías como absurdo fin en sí mismo, implicada en el carácter fetichista de un «modo de producción basado en el valor» (Marx), ya no puede ser resuelta en su propio terreno.

El shock de la desvalorización del dinero, sin embargo, no es sólo un shock de desvalorización del pensamiento científico (bajo la forma-mercancía) existente hasta hoy, sino también un shock de desvalorización de la conciencia social en general. En el final definitivo de una fase paranoica de desarrollo en la forma irracional del valor, que duró más de 200 años, se ha llegado a una prueba decisiva para la sociedad humana: ¿será ésta capaz de ir más allá de las estructuras fetichistas de las relaciones dinero-mercancía que la impregnan, sin enloquecer completamente, o será que va a regresar a la «barbarie»? Con todo, una cosa es cierta: ella no puede continuar en su forma actual.


NOTAS

29. La plusvalía relativa aparece (como la categoría del valor en general) no inmediatamente en el plano del cálculo del capital aislado, sino –como efecto del desarrollo ciego del sistema– en el plano del capital conjunto, reconstituible sólo teórica y analíticamente. Bajo el imperativo de la competencia, la productividad aumenta cada vez más en virtud de la aplicación tecnológica de las ciencias naturales y así bajan sensiblemente los precios de los bienes viejos y nuevos, lo que, no obstante el aumento del consumo y de los salarios, aumenta la cuota relativa de plusvalía sobre toda la creación de valor por parte de cada trabajador; o sea, los costos relativos para la reproducción de la fuerza de trabajo disminuyen, comparados con su creación absoluta de valor. Esto se hace más evidente en unidad de tiempo: por el contravalor de un huevo, de una chaqueta o de un televisor, una fuerza de trabajo tiene que trabajar, en una comparación de largo plazo, cada vez menos minutos u horas. En otras palabras: con un tiempo de trabajo igual (o que sólo disminuyó lentamente), una parte creciente de tiempo de trabajo entra en la producción de plusvalía, aunque crezca concomitantemente el volumen de los bienes consumidos por la fuerza de trabajo. La producción de plusvalía relativa a través del aumento de la productividad tiene sin embargo un lado negativo, económicamente absurdo y ecológicamente desastroso a largo plazo: la necesidad de crecer, que aumenta con igual rapidez. Como cada producto aislado contiene siempre menos valor y, por tanto, menos plusvalía, es preciso inundar el mundo con una marea irresistible de productos. Esa invasión histórica de productos se encuentra no sólo con los límites de lo que el consumo puede absorber, sino también con los límites naturales absolutos.

30. No hay que confundir este concepto con el de «plusvalía absoluta». Este último se refiere a la expansión de la creación absoluta de valor por cada fuerza de trabajo a través de la prolongación y de la intensificación de la jornada de trabajo, al contrario del ya citado aumento de la cuota relativa de plusvalía en el caso de una creación absoluta de valor por cada fuerza de trabajo que continúa igual o decrece. El concepto de «masa absoluta de plusvalía» indica a su vez la suma de la plusvalía social, que obviamente no depende sólo de la tasa de plusvalía por cada fuerza de trabajo, sino también de la cantidad de fuerza de trabajo utilizada. Como es obvio, la medida del valor reconducida a su verdadera sustancia, el «tiempo de trabajo», permanece siempre igual, pues una hora de «gasto de nervios, músculos, cerebro» es en todo caso la misma.

31. En este terreno, un hallazgo histórico muy en boga es la llamada «teoría de la regulación», de la cual se hizo, sobre todo en Alemania y en Francia, una verdadera «escuela» (baste mencionar a Michel Aglietta, Regulations et crisis du capitalisme, Paris, 1976; Joachim Hirsch y Roland Roth, Das neue Geshicht des Kapitalismus, Hamburgo, 1986; Rudolph Hickel, Ein neuer Typ der Akkumulation?, Hamburgo, 1987). La doctrina original de Aglietta, aunque argumentase aún en términos de la teoría del valor y de la acumulación, convertía al específico régimen fordista de la acumulación en posibilidad general y suprahistórica de expandir casi a voluntad los límites internos de la acumulación, a través de intervenciones reguladoras de cariz político. En los discípulos alemanes, esta motivación limitada a los horizontes de la teoría de la acumulación casi desaparece, para dar lugar a una especulación superficial acerca de «modelos regulativos». Lo que falta a estos planteamientos es un análisis crítico de la forma-valor y de sus transformaciones históricas, porque tanto la forma-valor como la ulterior acumulación de capital están axiomáticamente presupuestos. En última instancia, la teoría de la regulación ya no es una teoría marxista de la crisis basada en la crítica de la economía, sino una teoría positivista que quiere contener las crisis fundada en la economía política burguesa. A partir de una única experiencia histórica –la expansión fordista posterior a la Segunda Guerra Mundial–, se elabora subrepticiamente la idea de universalizar la «regulación en general», como si, por intermedio de un régimen de regulación, fuese posible generar un nuevo modelo de acumulación de capital (siendo que, en realidad, el caso del fordismo era justamente lo opuesto). El argumento parece suponer que el capitalismo tiene ya a sus espaldas centenares de «modelos» de acumulación y regulación, y que hoy sólo es necesario reconocer los contornos del próximo. En verdad, el fordismo, con su regulación keynesiana, fue el primero y también el último «modelo» de una reproducción capitalista integral de la sociedad, o sea que en el fondo no era un «modelo», sino un fenómeno histórico único. Con su fin, se agotó en general la posibilidad de una reproducción bajo la forma-fetiche «valor» –una idea que tal vez sea tan mal vista tanto por los economistas de izquierda como por sus colegas de la economía política, porque implica el descrédito total de sus profesiones.

32. Obviamente, aquí es de nuevo la vieja izquierda radical la que se muestra especialmente obtusa, cuando habla seriamente de una «plusvalía aumentada gracias a la automatización», postulando una causalidad francamente absurda: «Cuanto más productivos se tornan los empleados, mayor es el número de personas que, en los próximos tiempos, no serán más necesarias para la producción de plusvalía». Pero el aumento de output material a través de la productividad aumentada no es, de hecho, idéntico a la producción de «más valor». Aquí se identifica inmediatamente el concepto de capital con el limitado punto de vista empresarial, para el cual las cosas son exactamente así (pero cuyos representantes por lo menos no alimentan la ambición de concebir la «teoría del valor»). Con todo, en contraste con esta consideración particularista, que no tiene en cuenta los contextos de mediación, sigue siendo verdadero, en el plano del capital conjunto, que la producción continua de plusvalía significa también ampliación, y no disminución, de la utilización de trabajo abstracto. «Gracias a la automatización» como tal, la plusvalía crece tan poco como de un par de tenazas pueden crecer tomates. Por el contrario, lo que se debe explicar es el motivo por el cual, a pesar del aumento de la automatización (o al menos de la mecanización y de la racionalización) en la era fordista posterior a la Segunda Guerra Mundial, la plusvalía pudo crecer –y no meramente presuponer ese hecho, en verdad contradictorio en sí mismo.

33. Sólo en Asia se asiste todavía a una onda de expansión fordista, que mientras tanto sólo abarca a toda la sociedad en algunos pequeños países, con poblaciones relativamente poco numerosas, los cuales consiguieron ocupar los «nichos de exportación» (los llamados «pequeños tigres», como Hong Kong, Singapur, Corea del Sur o Taiwan). En los grandes Estados asiáticos, la expansión fordista inducida por las exportaciones se limitó a sectores relativamente minúsculos, lo que llevará a graves conmociones sociales (sobre todo en China). En su conjunto, el volumen absoluto de movilización del sudeste asiático es muy pequeño para poder construir otro locomotora de la creación mundial de valor. Las joint ventures de la industria automovilística alemana en China deben, según las previsiones, producir hasta finales del año 2000 solamente 60.000 unidades por año: eso no es más que una gota de agua en el océano. La mayor parte de las importaciones asiáticas de bienes de inversión se encuentran sólidamente en manos japonesas. Pero incluso ese volumen es pequeño en términos absolutos. Hasta ahora, las exportaciones de la ofensiva asiática tardo-fordista no alcanzan siquiera para financiar el mantenimiento de la infraestructura existente, deteriorada y expoliada más allá de sus límites. Según datos del Banco Asiático de Desarrollo, serían necesarios más de mil millones de dólares sólo para las inversiones de mantenimiento en los próximos cinco años. Lo que es celebrado como «milagro» del sudeste asiático no pasa de un «efecto de base» de las altas tasas de crecimiento, cuyo punto de partida era extremadamente bajo. Éste se agotará en unos pocos años; la expansión de los «pequeños tigres» se doblegará bajo el peso de los costos prohibitivos implicados por las inversiones de infraestructura, la reparación de los daños catastróficos al ambiente y la próxima fase de intensificación del capital. En el mundo actual, sin embargo, la abrumadora mayoría de los países no podrá llegar al principio siquiera del «efecto de base» fordista.

34. Los campeones de esta visión son Rainer Trampert y Thomas Ebermann, quienes simplemente suman números tomados de aquí y de allá, y de ellos deducen una expansión supuestamente irresistible de la producción de plusvalía. «En China, el empleo creció un 28% entre 1983 y 1992, o sea, 130 millones de asalariados más. En diversos países asiáticos, se produjo una explosión de empleo: en Tailandia creció un 35%, en Corea del Norte 30%, en Filipinas 26%, en Singapur y Malasia 23%, en Hong Kong 13%, en India 26% y en Pakistán 19% (Konkret 3/95, p. 36). Pero aun haciendo abstracción del hecho de que el punto de partida era bastante bajo, con esta enumeración no se dice nada sobre el desarrollo de la sustancia de valor real, ya que no se crean mediaciones teóricas ni empíricas en el plano del valor. No basta contentarse superficialmente con datos sociológicos y una «fenomenología de la observación», interpretada, en el mejor de los casos, en términos moralistas. El hecho de que, gracias al desarrollo capitalista, muchas personas vivieran mal y predominaran condiciones de trabajo miserables no dice nada sobre la verdadera capacidad de acumulación de capital.

35. Aquí es preciso hacer notar una vez más el carácter obtuso sociologístico del antiguo marxismo, cuyos cálculos, como mínimo, son ingenuos en términos de la teoría del valor. «Al capitalismo como un todo no le faltará trabajo, si una disminución del trabajo en Alemania de cerca de 2 millones de empleos se compara con los 130 millones de nuevos empleos en China (Konkret, op. cit.). Semejante argumentación desconoce que el «valor» es un concepto histórico relativo y no se presta a cálculos basados en cifras absolutas sobre el empleo, si los niveles son no-simultáneos.

36. Desde el punto de vista del cálculo empresarial, esto significa que a escala secular se logra obtener siempre menos ganancias por cada capital empleado –lo que puede ser compensado con el aumento de la inversión y así también de la ganancia (en términos absolutos). Si un capital de un millón rinde solamente una ganancia de 50.000 en vez de 100.000 como antes, entonces esta disminución ha de ser compensada en términos absolutos, empleando 2 millones; y al emplear 3 millones las ganancias aumentan sensiblemente. El supuesto, naturalmente, es que los 3 millones en lugar del millón precedente puedan ser invertidos de modo rentable y productivo en el mercado. Desde el punto de vista del capital aislado, esto significa que el simple aumento del volumen de negocios y la lucha por cuotas de mercado asumen una importancia históricamente cada vez mayor. De hecho, incluso desde el punto de vista del capital empresarial, es solamente a través de la ampliación que se puede tanto compensar o sobrecompensar la caída de la tasa de ganancia como dar cuenta de los crecientes costos de inversión en capital fijo. Por eso, el discurso sobre el «redimensionamiento saludable» es una ilusión, no sólo para el conjunto de la sociedad, sino también para las empresas. Por debajo de un umbral mínimo (evidentemente distinto de ramo en ramo y de ciclo en ciclo), el pretendido «redimensionamiento saludable» habrá de transformarse rápidamente en un cadáver.

37. Tal vez se pueda formular tal estado de cosas del siguiente modo: se trata, en cierta forma, de la diferencia entre una ganancia relativamente «muy pequeña», por un lado, y una quiebra efectiva por falta de liquidez (y por tanto insolvencia), por otro. Sólo que aquí está en cuestión el modo de producción como tal y no las empresas.

38. Desesperados, antiguos marxistas como Trampert y Ebermann citan sabiamente sólo la segunda parte de la frase de Marx, según la cual «la nación no salía empobrecida ni un céntimo siquiera con el estallido de esta pompa de jabón», mientras desdeñan la referencia al posible contragolpe del colapso financiero sobre la acumulación real. Su interés es evidente: sugerir que el problema del «capital ficticio» no tiene, ni en la época de Marx ni hoy, una relación decisiva con la auténtica acumulación de capital y que es, en comparación con ella, una grandeza de segundo orden, un mero fenómeno colateral de la poderosa explotación real, que continúa acumulando victorias. Los motivos de que muchos ex extremistas quieran a toda costa alimentar al capital «sobre la base de títulos», celebrando su potencia y su gloria, no pueden ser identificados en el ámbito teórico o analítico. La obstinada evocación de la seriedad de la acumulación mundial del capital demuestra que la conciencia del marxismo del movimiento obrero siente la necesidad de afirmar esa seriedad, para poder mantener la imagen que tiene de sí misma.

39. El banquero norteamericano Felix Rohatyn se muestra un tanto ingenuo cuando sugiere, con buenas intenciones, utilizar de algún modo el capital especulativo internacionalizado para pagar las infraestructuras del Tercer Mundo, de las regiones emergentes del Sudeste asiático y del antiguo bloque de Europa oriental, para desviar finalmente ese capital hacia canales productivos. Rohatyn ignora por completo el hecho de que ha sido la propia falta de financiación y rentabilidad productiva a escala global la que indujo al capital monetario a lanzarse a la estratosfera especulativa. Confunde así causa y efecto. Por otra parte, resulta de una gran ingenuidad tomar el capital monetario ficticiamente inflacionado como algo real e intentar tratarlo como si fuese capital generado por una producción real. El Barón de Munchhausen se alegraría con semejante propuesta.

40. Obviamente, el mismo hecho asume diversas formas, de acuerdo con el nivel de productividad que un país consigue mantener en el plano de la reproducción real, con la posición de su moneda en el sistema financiero internacional y con la etapa de crisis socioeconómica ya alcanzada. No obstante, la mafia financiera en Rusia y el oscuro sistema de «bancos» de microcréditos en Ucrania pertenecen, en un nivel más bajo, al mismo «capitalismo de casino» global que reina olímpicamente en Japón o en Estados Unidos.

41. Aquí es preciso hacer la distinción entre el capital extranjero que fluye, por iniciativa propia, hacia un país con el fin de hacer inversiones reales (lo que significa que el «lugar» es atractivo), y el capital extranjero que el Estado (o el empresario) toma prestado del exterior, llevado por la necesidad, y del cual es necesario pagar los intereses y las amortizaciones. En este último caso, surge un «circuito deficitario» y una potencial «crisis de endeudamiento».

42. Naturalmente, ninguno de estos circuitos deficitarios puede ser conservado a largo plazo. Por eso, el gobierno alemán y las instituciones europeas intentan mantener la moral siempre alta, anunciando continuamente cierta recuperación, resultados positivos, etc., debidos en la mejor de las hipótesis a los efectos de la creación improductiva de liquidez. Todavía más idiotas, claro está, son los lloriqueos a un tiempo nacionalistas y monetaristas, según los cuales Alemania estaría pagándole a todo el mundo y debería finalmente cuidar sus propios intereses. En realidad, Alemania tiene un interés casi desesperado en que los circuitos deficitarios europeos sean alimentados con marcos, pues la economía alemana depende masivamente de las exportaciones, de las cuales más del 70% están dirigidas a los países europeos. Para ella, es una cuestión de vida o muerte que los circuitos deficitarios europeos perduren.

43. Es completamente erróneo reducir, como hicieron algunos gurús occidentales del management, los éxitos japoneses a la lean production [método desarrollado por Toyota –conocido también como Toyota Production System– para su línea de montaje de automóviles, e introducido en los años 80 en EE.UU. y Europa: T.] y otros «métodos japoneses innovadores», pasibles de ser imitados. Hasta el comienzo o quizás incluso mediados de la década del 80, los éxitos japoneses eran limitados, y Japón no era considerado como el país por excelencia de los milagros neocapitalistas. Este país sólo se convirtió en campeón del mundo en el transcurso de sus super-inversiones, financiadas de forma poco seria con el seudo-boom del «capitalismo de casino». Es aquí donde reside el pequeño secreto del gran éxito japonés, y no primordialmente en una innovación tecnológica u organizativa específica. Ya por ese motivo la «supremacía japonesa» es en última instancia una gran pompa de jabón históricamente efímera.

44. Puede considerarse sistemático que la última fábrica productora de televisores en color de los EE.UU. haya sido recientemente comprada por una empresa surcoreana. Está claro que esto no vale para todos los segmentos de la producción, pero se aplica a una amplia gama de productos industriales de alto valor, en un terreno en que los EE.UU. no logran defender su propio mercado interno siquiera; por el contrario, su competitividad es tanto mayor cuanto más ligados están sus productos directa o indirectamente al sector de armamentos, esto es, al consumo estatal improductivo.

45. Es común recurrir al argumento de que la deuda pública de los EE.UU., comparada con el Producto Interno Bruto, es menor incluso que la de otros países occidentales. Sin embargo, con esto no se hace más que mitigar el peligro de la situación y «olvidar» que la deuda pública norteamericana, en relación con la de otros países industrializados, se encuentra gravada por tres factores negativos: una cuota de ahorro extremadamente baja, un endeudamiento privado extremadamente alto (familias y empresas) y la consecuente necesidad del Estado de endeudarse en el exterior en vez de hacerlo ante sus ciudadanos.

46. El impulso desencadenante puede ser un acontecimiento cualquiera, en cualquier parte del mundo: un colapso financiero en América Latina, el comienzo de una guerra civil en Rusia o en China, actividades espectaculares de los fundamentalistas en las zonas de crisis islámicas o una catástrofe natural.

47. No es sorprendente que sea nuevamente el viejo radicalismo de izquierda el que comparta, con tónica moral negativa, esta ilusión del pensamiento apresado en la forma-mercancía total; para ellos, constituye un artículo de fe que «cada crisis del capitalismo promueve al mismo tiempo su recuperación» y que, por eso, «después del colapso del sistema de valores capitalistas sólo podrá haber una cosa: el mismo capitalismo, que renace de sus cenizas […]» (Konkret, op. cit.).


El texto original alemán -Die Himmelfahrt des Geldes- es de 1995. Hay versión italiana (L’apoteosi del denaro) y portuguesa (A ascensao do dinheiro aos céus), todas ellas disponibles en www.krisis.org. Esta traducción se ha hecho a partir de la versión portuguesa. En razón de su extensión, la hemos dividido en tres partes. Traducción: Round Desk.

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Robert Kurz
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Robert Kurz (1943-2012) estudió filosofía, historia y pedagogía. Fue cofundador y editor de la revista teórica: EXIT-Crítica y crisis de la sociedad de la mercancía ("EXIT-Kritik und Krise der Warengesellschaft" ). El área de sus obras incluye la teoría de la crisis y la modernización, el análisis crítico del sistema del mundo capitalista, la crítica del iluminismo y la relación entre cultura y economía. Su libro El Colapso de la modernización (1991), editado en Brasil, así como O Retorno de Potemkine (1994) y El último combate (1998) provocaron una fenomenal discusión, no solo en Alemania. Recientemente publicó Schwarzbuch Kapitalismus (El Libro Negro del capitalismo) en 1999, Weltordnungskrieg (La guerra del ordenamiento del mundo), Die Antideutsche Ideologie (La ideología antialemana) en 2003 y Blutige Vernunft (La razón sangrienta) en 2004. Nota: esta cuenta de autor es controlada por la administración de Breviarium.digital y fue creada con el objeto de dar crédito por el texto y facilitar las búsquedas con su nombre.

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